focwil
Las recetas del oficio

AUTOR DE CUENTOS, POEMAS Y NOVELAS QUE APUESTAN A RENOVAR LA MEJOR TRADICION DEL REALISMO, FOGWILL ES EL GRAN PROVOCADOR DE LA LITERATURA ARGENTINA. SU OBRA INCLASIFICABLE DISPARA DESTELLOS FRIVOLOS SOBRE UNA TRAMA DE RIGUROSA INTENSIDAD.

POR:FOGWLL

lo habría que privarse de escribir novelas. Especialmente cuando urge la cer tidumbre de que cualquier otra cosa que uno emprenda tendría aun peores resultados. Hace más de veinte años cornencé una carrera de escritor encaramado sobre una trama de slogans. La misión de los buenos slogans es desplazar la atención del incauto hacia temas que no son pertinentes al propósito de quien lo enuncia, -el que anuncia-, ni del de quien esté tratando de persuadir. Por esa época una de mis ocupaciones era la creación de slogans y campañas publicitarias, alguna de ellas sigue vigente y alguno de mis libros de entonces también sigue vigente. Entre tantos caprichos, una vez dije "escribo para no ser escrito---, alguien lo consignó como una revelación y recientemente fue citado e interpretado en la prensa española, probando que pasan las décadas y no cambia el marco de credulidad de los lectores. Cuando llamaron la atención mis primeros cuentos y novelas me dio por inventar que yo no era específicamente un narrador sino alguien que pretendía hacer poemas e intentaba la prosa para distraer esos momentos vacíos de sentido que preceden al retorno de la inspiración poética. Si hubiera pensado mejor, lo habría formulado con los slogans "narro para esperar" o "narrar es esperar". Son buenas frases de siete sílabas y parecen menos tramposas que el sentimiento que buscan sugerir. Llegué a pensar que el camino de la verdad está pavimentado con buenas frases falsas. La consigna de narrar para esperar me evoca una noción que inadvertidamente celebré como original en un verso de Eliot "Wait whitout hope because you are not readyfor hope», donde la lengua iiiglesa oculta la filiación de nociones que el español, y quizás el sánscrito, revelarían como un. qxímoron, o tal vez, como un pleonasmo: "Esperar sin esperanza". Hace poco noté que citando algún antecedente hindú, Osho sostenía lo mismo, proponiendo su meditación como el ejercicio de una espera de nada.Como en la danza, el arte de caminar, la tabulacion de regularidades en los procesos naturales y la digitacion de las sílabas en los discursos, se trata de un saber ancestral que nada ganó con la disparatada acumulación de conocimientos de venticinco siglos de la edad técnica. Es más: apostaría a que perdió mucho de su sentido original, en tanto la nada se fue volviendo una mercancía complementaria del todo de teneres y de felicidad que oferta la civilización industrial. Y aunque la nada de los sabios me resulta tan sospechosa como esa paz de los pacifistas que siempre sucede a las victorias y a sus complementarias derrotas consolidadas, eludo los entrecomillados en "nada" y "paz" porque prefiero atestiguar mi confusión, antes que confundirme en un pacto de sobrentendidos que celebrarían la vigencia del sentido común. No hay sentido común en las palabras. En cambio, cada vez me parece más nítido un sentido común entre todos los actos sociales, incluyendo el pretendidamente antisocial de escribir narrativa. Quizás esto sea un error procedente de la edad y responda a la añoranza de una épica hoy inaccesible, al menos para mí. Al publicar una novela deploro cada vez más intensamente no haber conseguido narrar como si todos los personajes hubieran estado muertos desde el comienzo. Me atrae el proyecto de que cada acción ejecutada y cada frase locutada por cada personaje exponga su carácter de mortalmuerto, y no para recordar al lector el destino inexorable que lo mantiene ligado a su tarjeta de seguro médico, sino para escribir simulando la seriedad de los que persiguen una meta indeleble. La labilidad de los textos parece inevitable pero es la condición que los hace posibles y necesarios. La soledad urbana y la iluminación artificial mucho han de haber condicionado el mito del terror a la página hueca, al "vacío papel que defiende su blancura, bajo la claridad desierta de la lámpara Pero aquello también había sido un slogan, una consigna de trabajo para una época en la que ya no era suficiente abrir la boca para hacerse escuchar. Ahora, flotando en este colectivo unísono, todo se oye y todo titila en los textos animados de la red, y la claridad, que debió ser felizmente desierta, se ha superpoblado de objetos desiertos y desgraciados, sustituyendo el terror a la página en blanco por una concertada perplejidad ante los mercados exangües. Y con esto, bajo la mirada del escritor se pliega otra página, -¿vacía?-, donde los relatos del malestar social y de la depresión de los mercados derivan hacia un anticlimax que anuncia un desenlace casi feliz. Es el instante previo

A la irrupción del terror, no ya a la página vacía de grafismos, sino a todos los papeles vacíos de sentido: el papel de la obra y el papel del autor, juntos y perdidos en un magma volátil de deshecho industrial. Ante ese terror, novedoso, reaparece la novela como el resultado de la certidumbre de que cualquier otra cosa que uno emprenda tendría peores resultados. Tal vez sea efecto de la edad o de la pereza de responder a la pregunta: ¿Y por qué sería mejor escribir un mal relato que construir una mala vida? Padezco esa pereza, pero no renuncio al sueño de que durante desayuno nama olvidado patatas y cebollas pero se me representaba tina y otra vez la imagen de los dos chinos saliendo uno tras otro, cargando entre am Aquellas bolsas como cuerpos vencidos por el sueño, o descoyuntados por la muerte ~Serían cadáveres? Por un instante tuve e¡ impulso de volver a la ventana y confirmar si aquellos cuerpos seguían yaciendo ahí, y si se habría apostado en el lugar algún vehículo policial, o el personal de vigilancia que suelen dejar consignado en el lugar de la tragedia. Pero deciai suspender la curiosidad, dominarla y prolongarla hasta la mañana siguiente: si esos
bultos fuesen dos cuerpos muertos, algún medio daría cuenta del hecho en sus anticipos de noticias por internet. Lo mismo me ocurre al leer impresa La experiencia sensible: la ocasión de releerla sólo de
las imágenes de unos personales que miran por encima del hombro, hacia atrás, como el par de chinos que controlaban o corroboraban un orden de cosas que nunca sabremos qué es. Sería más fácil elucidarlo en un poema: imagino un poema de Fogwill cuyo tema sea la visión de unos orientales cargando algo desconocido, minutos antes de que las puertas de su comercio se abran al público. El esfuerzo de ambos, la pesada flacidez del objeto que desplazan por la vereda, el aliento que toman en el momento de dejarlo y esas miradas curiosas, vigilantes e indescifrables por encima del hombro. No es el momento de intentarlo. Pero tal vez valga la pena, aunque su resultado sea, según lo habitual, poéticamente imperfecto.La relectura de esta novela impresa me da señales de muchos poemas postergados: más cosas que nunca escribiré. El canto de los fósiles industriales varados en las dársenas del aeropuerto. La idea de la resurrección de los niños y las nociones sobre muerte y resurrección en los niños. El imprinting que durante medio siglo aplicaron las imágenes de Disney sobre la conciencia burguesa gestó nínfulas deseadas por sus movimientos de animalito bambi, que a su vez desean el cuerpo de los varones de raza negra soñandolos compuestos de goma de neumáticos en los glúteos y de gomas de mascar en las encías y en la lengua. Encontré demasiados indicios de poemas postergados a lo largo del libro y de todo eso sólo he compuesto Lo Dado", que es un bosquejo sobre el trabajo y el azar. El poema es de 1999 y fue editado un par de veces siempre bajo los equívocos de la obvia referencia a Mallarmé y la alusión al azar y al juego de dados. Pero algo de la escritura de la experiencia sensible me orientó a procesar lo que escuchaba entre líneas al relatar componiendo escenarios de juego. Aparecía el tema de la esfera y el cubo de los juegos como formas puras que sólo se pueden representar al cabo de un arduo trabajo humano de cálculo y pulido, seguía el asombro ante la esfera de los juegos mecánicos de destreza, desde el billar al fútbol, corno máquina perfecta que sólo funciona para revelar la perfección o la imperfección de quien la manipula, y el contraste con la esfera de los juegos de azar, cuya virtud es desairar cualquier tentativa de manipulación y entregarse redondamente, entera, a la,interpelación mecánica, a semajanza del dado perfecto que garantiza la misma probabilidad de emergencia de cualquiera de sus caras en cualquier lance.Es falso que uno narre para esperar: jamás sabremos qué cara del mundo emergerá al cabo de tanto trabajo dilapidado al escribir. Pero los hombres dilapidaron, rompieron la piedra, jugaron con piedrecillas -cálculos- y acabaron eligiendo el hueso y el marfil para tallar y pulir cubos y esferas cuyas formas proyectan las fórmulasde la, potencia tres y del producto del humanas que desafían la finitud. "¡Cubos de hueso u eso, de marfilJ de ébano o piedra y de frbril/ trabajo humano que procura/fijar ahí su forma pura!". A diferencia de la materia que trabajaron artistas, algebristas y artesanos para crear esas máquinas de azar que nos fascinan, el grotesco arte de la novela no puede proyectar fórmulas y se limita a conjugar burdas recetas de cocina que en el mejor de los casos pueden convencer de que sus resultados reflejan a una impronta personal irrepetible. Pero no creo que se escriba para ello: hay mejores medios de persuasión, están al alcance de la mano y también abundan recursos para que, quien busca persuadir, logre persuadirse de que ha persuadido, aunque no consiga nada de nadie y ni siquiera haya intentado algo.

La realidad sensible atroz

GRACIELA SPERANZA

Las autobiograflas de escritores suelen incluir alguna escena temprana de lectura que es promesa de futura vocación, prueba iniciatica y fabulación retrospectiva del linaje. Es por eso que en los retratos clásicos de escritores abundan las bibliotecas como paisaje de fondo: he ahí su hábitat natural, su álbum de familia, su diario de viajes, su historia.No es el caso de Rodolfo Enrique Fogwill, Fogwill a secas por confesa megalomanía. En los retratos con que prefiere presentarse (basta recorrer las fotos que ilustran su página Web), cuesta imaginar un libro en el fondo: Fogwill-bebé en pañales, sorprendido por el fotógrafo en obstinada succión del pulgar derecho; Fogwill-playboy vernáculo años 70, torso desnudo bronceado, barba frondosa de navegante transoceánico; Fogwill-artista díscolo años 80, pelo revuelto y ojos desorbitados. Tampoco en su autobiografía breve escrita en el 94 (corregida y ampliada en el 98 para la antología española Cantos de marineros en La Pampa) abundan las bibliotecas. Hay allí recuerdos de voces, olores, cortinas musicales, y hasta efectos de sonido de las radios, pero los libros aparecen de soslayo (se prohiben, se postergan, se graban en la memoria o se pierden), sin ese fetichismo bibliófilo que hace del libro un sustituto prolijo y ordenado del mundo. Siempre han estado ahí, los libros, pero el énfasis se vuelve innecesario o equívoco; la iniciación que cuenta es otra, narrada en un repertorio variado de escenas de infancia que condensan magistralmente el adentro y el afuera, inseparables en la marca indeleble de la experiencia. "Mi padre me inició en la iconoclasia", se dice por ejemplo, y en seguida la anécdota lo explica: "Hacia 1946 recorriendo el centro y las estaciones de subterráneo, prendía-encendía cigarrillos-pitillos y me los alcanzaba-extendía para que, fingiendo inocencia, le quemara los ojos y las narices a los afiches que habían pegado con imágenes de Peron Evita y de un coronel de su entorno, llamado Mercante." El recuento de la vida avanza en un inventario de primeras posesiones, capaz de convertir los objetos -con su nominación precisa, sus fechas, y sus marcas- en atributos personales que cifran la propia historia: la primera bicicleta en el 45; el primer revólver, un Smith & Wesson 32, en el 51; la primera moto, una Lambretta italiana, en el 53; el primer barco y la primera máquina de escribir, una Remington de fabricación argentina, en el 56; el primer diploma, de sociólogo, en el 64. Todo cuenta en la escrupulosa taxonomía de Fogwill: un catálogo de ocupaciones diversas (publicitario, investigador de mercado, especulador de bolsa, terrorista, estafador, profesor universitario y consultor de empresas), un repertorio de excesos (el sol, el psicoanálisis, la pipa, la droga) y por fin la selección de una antología personal ("lo menos peor de mi obra") que incluye los poemas de Partes M todo, algunos relatos de Restos diurnos, Pájaros de la cabeza y Muchacha punk y la novela Los pichiciegos. Hacia el final hay una confesión que es también una declaración de principios, una poética y una definición personal del realismo: "Sé que no he escrito una sola página que me atreva a publicar que no proceda del dictado de una voz. (,)No he escrito nada que merezca atencion sin haber estado sintiendo en e 1curso bu de su u copia al dictado alguna emoción del orden de la hostili-
dad, el rencor, la rabia' el odio, la envidia y la indignación: formas confusas del conflicto social que anuncian algo muy vago.
A veces me creo a un paso de comprenderlo y fracaso. Ahora pienso que no dejaré de escribir hasta saber que he dado cuenta de ello."
Afortunadamente, aunque el largo silencio después de Una pálida historia de amor (1991) llevara a sospechar lo contrario, Fogwill no ha dejado de escribir. En 1998, desafiando a los cautos admiradores de sus cuentos perfectos, volvió a la novela con Vivir afuera, un abigarrado fresco de la Argentina de los 90. Sin miedo a hurgar en los márgenes sociales (excombatientes de Malvinas, gatos, sida, servicios de inteligencia, droga), fascinado más bien con la proximidad irritante del reviente, fascinó a muchos e irritó a otros tantos, obligando a casi todos a reconsiderar los avatares del realismo en la literatura argentina. Al borde del tour de force desbocado por momentos, demostró que los seis personajes de su novela, híbridos de sociología urbana y mitología personal, no encontrarían otro autor en la ficción argentina de hoy. Tres años más tarde, con La experiencia sensible, Fogwill redobla la apuesta. No sólo porque la novela, ambientada a fines de los 70 en Las Vegas, abunde en escenas de juego, sino porque desde él comienzo, desafía abiertamente el mandato antirrealista de los 80: Nadie que se preciara de estar a tono con la época, se, dice en una especie de prólogo que se cuela en la primera página de la ficción, apostaba al realismo, cada cual esperaba su turno para manifestar un refinado desprecio por la realidad...La displicencia de la literatura argentina frente al azar desprolijo de lo real, en realidad, es de más larga data. De los 40, quizás. Al tiempo que el alemán Erich Auerbach escribía en el exilio Mímesis, su monumental exégesis del realismo en la literatura occidental, Borges parodiaba con gusto toda empresa literaria destinada a representar lo real. El hilo certero de Auerbach pasaba en los últimos siglos por Stendhal, Balzac y Zola para alcanzar luego a Flaubert, Proust, y Virginia Woolf mientras que para Borges la ambición realista sólo podía derivar en la arbitrariedad informe de la novela psicológica, la representación de "lo insípido de cada día" en muchas páginas de Proust o en el ejercicio p imbécil de Carlos Argentino Daneri, entre ti los nuestros, intentando documentar toda r la redondez del planeta en su poema La tierra. Y si bien es cierto que producto de ti esa insidia existen para bien de todos Fic- y ciones y El aleph, las consecuencias prácti- d cas de ese imperativo convertido en canon p exceden la obra borgeana; el realismo se r convirtió desde entonces en materia con- t tenciosa para la literatura argentina y el g antirrealismo, a menudo, en obligado pro- grama. Qué entendemos por realismo es cues- tión delicada; el lenguaje no puede representar lo real y por lo tanto toda la literatura es al mismo tiempo -la formulación paradójica es de Barthes- categóricamente realista y obstinadamente irrealista. Podríamos, para acordar en los términos, revisar los fundamentos del realismo moderno según Auerbach: el tratamiento serio de la realidad cotidiana, la capacidad de convertir a las capas sociales bajas en materia de representación, la inclusión depersonas y sucesos anodinos en el fluir de la historia. Basta con ese mínimo recuento para saber de qué hablamos cuando hablamos de realismo en la literatura de Fogwill. Decididamente ajenas a ese "refinado desprecio por la realidad", sus últimas novelas devuelven a la literatura argentina la posibilidad de una búsqueda estética atenta a las formas confusas del conflicto social", capaz de conciliar al mismo tiempo dos prácticas para algunos antitéticas, narrar y pensar. En La experiencia sensible una familia judía porteña veranea en un hotel-casino de Las Vegas, acompañada por una joven baby-sitter reclutada entre las amistades

ORIGEN DE DATOS :CLARIN CULTURA 29/07/2001

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