Final del siglo
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PONER EL CUERPO por Tomás Eloy Martínez Más de una vez se ha oído
preguntar si las pinturas son representaciones de un espacio
real o simbólico, o representaciones de un tiempo; si se asemejan a algo o
difieren de algo. Las obras mayores, como los toros de las cuevas de
Altamira, Las Meninas
de Velázquez, La lección
de anatomía de Rembrandt o Los halcones de la
noche de Edward Hopper exhalan todos esos
atributos: son un tiempo que fluye dejándose tocar y sentir, y un espacio
que contiene menos de lo que insinúa. La eternidad de esas obras está en el
más allá de la imagen, en lo que no se ve, en lo que callan, como las
figuras borradas de Vermeer. Se ha oído
preguntar también si ese atributo de eternidad las condena a representar un
país, a ser algo que no quisieron ser: una identidad colectiva en la que se
disuelve la gracia de su fijeza, un movimiento perpetuo de su significado.
¿Ser un país? Si un país es un tejido de historias, la pintura excluye el
tejido y se detiene sólo en los fragmentos, en los relámpagos de memoria que
fueron dejando cicatrices. En Logique
du sens, Gilíes
Deleuze ha reflexionado sobre las diferencias
y semejanzas con impecable lucidez. Sólo las cosas que se parecen entre sí
difieren, afirma. Vale decir que la imagen que se asemeja a otra imagen -o a
una realidad dada- jamás es idéntica y lo que se debe investigar, por lo
tanto, es ese intersticio de desigualdad, el punto donde lo que es deja de
ser. Allí mismo Deleuze señala algo aun más misterioso:
sólo las diferencias se parecen. Lo que quiere decir, tal vez, que las cosas
se unen o se hermanan por ese punto de excentricidad que las aparta del
centro. Si en la pintura argentina de fines del siglo XX se percibe un lugar
de confluencia, algo que le impone su clima único, es porque todos los
creadores argentinos han compartido movimientos de traslación: desde la
dictadura a la democracia, el extrañamiento y el exilio, el desplazamiento
desde una democracia frágil y a veces trágica a una fiesta desentendida del
porvenir. A comienzos del 2001 —en el filo entre los dos siglos— vi en Bostón
un cortometraje de Liliana Porter que
expresaba una visión tan misteriosa como certera del país. Los personajes
eran juguetes a cuerda, juguetes de otro tiempo, que avanzaban airosos sobre
superficies sin la menor referencia, daban saltos en el aire y, al final,
caían o repetían incansablemente el mismo movimiento. ¿Es esto la
Argentina?, me pregunté, ¿o es sólo un juego en el que la Argentina se ha
infiltrado sin que la artista lo haya premeditado, un presentimiento del
país a la distancia, la patria que se desplaza
con núestra
imaginación donde quiera que vayamos, como lo dijo alguna vez
Thomas Mann?
Liliana Porter vivió casi toda la vida fuera de la Argentina y, sin embargo,
fue construyendo una obra en la que se abrían paso las mudanzas del país:
sus juegos de sombras de
los años 70 —su creación de ausencias, como ella ha dicho— enuncian la misma
realidad que aparece en los mapas de Guillermo
Kuitca, en el ilusorio movimiento de sus
trenes, en las caminatas de desgracia que
llevan de una ciudad a otra. No son obras que se parezcan, para nada,
pero están enriquecidas por la misma luz, como si la época tendiera -Juan
Fom lo sintetiza con exactitud- a "reconciliar
los opuestos", a revelar la identidad que respira tras el intersticio de las
diferencias. Desde un lugar más descolgado —el
lugar del deseo, del placer, del aprendizaje—, puedo arriesgar la idea de
que jamás hubo tanta identidad entre la Argentina y su pintura como ahora,
tanto valor por explorar: desde los retratos y las negras o los tenebrosos
nos de sangre de Mareta
Schvartz, cuya obra parece siempre estar en
estado de explosión o de transfiguración, sometida a la misma fascinación
por el abismo que a veces envuelve también al país como una placenta; o los
disparos suicidas de Oscar Bony, que tanto se
asemejan a los disparos que la Argentina hace contra sí misma; o los objetos
migratorios de Adolfo Nigro, los boletos de
colectivo, los peces y los letreros de calles de Buenos Aires que parecieran
formar fila desde la madrugada a las puertas de los consulados; o la mirada
voraz y conmovedora de Mariano Sapia, que
reconstruye avenidas y suburbios de la ciudad a la medida de su imaginación,
como si fueran tangos cantados por voces de las profundidades; hasta los
colores fugitivos de Josefina Robirosa, que
van abriéndose paso desde algún corsé o alguna cárcel hacia el aire libre de
la mirada; o los retratos falsos, los chorreados, la conmovedora
desesperación de Remo Bianchedi. Sí, sí, la
Argentina cabe entera en esos fragmentos de
vida. Lo que han hecho todos ellos es poner el cuerpo, dejarse caer dentro
de una identidad que aún no conocemos -la de esta patria del final de siglo-
como en un agua de bautismo. ¿Puede un pintor representar a un país? No,
pero la luz del país está representada en todas esas obras y esos nombres.
Sólo las diferencias se parecen. Cuando la mirada se acerca a esos paisajes
en desacuerdo, a esos cuerpos de luz que no consuenan, se advierte que todos
juntos dibujan una errancia, una Argentina en
movimiento, vaya a saber hacia dónde. Es la
errancia de un sentido en busca de su forma, el desplazamiento de un
lenguaje a otro, de una cadencia visual a otra, hasta que se detiene, se
cristaliza en la mirada del espectador. Tal vez los países sean sólo eso
ahora: fragmentos, momentos de epifanía, luces que expresan lo otro
-o el Otro- que
hay en cada uno de nosotros. Si de alguna identidad viene la Argentina y
hacia alguna identidad va, la señal está aquí, en la estela que estas imágenes
han dejado: ríos de sangre, colores que hacen la valija y se marchan, mapas
y destellos del país perdido y del país que viene. Durante muchas décadas,
la Argentina se resignó a la melancolía de ser un antes, un ayer
irrecuperable, una felicidad en continua fuga. Las pinturas de este último
fin de siglo demuestran que el país es también un durante; que ser argentino
no es sólo una fatalidad sino también una sorpresa perpetua. LA RECONCILIACIÓN DE LOS OPUESTOS por Juan Forn Los ochenta se inauguran en la plástica argentina con una nueva importación europea, anunciada con bombos y platillos: la posmodernidad. A lo largo de la década se notaría, sin embargo, que se trataba menos de una corriente estética en sí que de un efecto general: un bienvenido giro en la concepción misma del término vanguardia y de las polaridades que dividían el mundo de la plástica. El signo de los tiempos es la convivencia de lo diverso: lo "alto" y lo "bajo", lo "nuevo" y lo "recuperado". Aquello que en las décadas anteriores parecía antagónico (el arte como idea, tal como predicaba el conceptualismo, en oposición al concepto "pe-rimido" de la pintura como representación) encuentra una rara integración a través del mestizaje (de géneros, de épocas, de estilos), que terminaría planteando una elocuente síntesis para el fin de siglo: cada obra "dice" lo que es arte y así funda su propio universo y su propia genealogía. Algunos de los artistas más identificados con la ruptura de los setenta redefinen su relación con la pintura luego de haberla abandonado (Juan Pablo Renzi, Pablo Suárez, León Ferrar!); otros surgen a la escena pública incorporando al arte de caballete características del arte conceptual, sea en la técnica, en la puesta en escena o en el espíritu de su obra. De los nombres que irrumpen en esta década y la siguiente (desde Adolfo Nigro hasta Mariano Sapia, para marcar las coordenadas cronológicamente), los casos de Liliana Porter, Oscar Bony, Remo Bianchedi y Mareta Schvartz son paradigmáticos en la construcción de un lenguaje propio por itinerarios diferentes. Obsesionada "por la huella que dejan los objetos" (de ahí su elección por el grabado y su radicación en Nueva York desde 1964, para trabajar en el legendario Pratt Institute), Liliana Porter (Buenos Aires, 1941) hace una temprana instalación, en los últimos años del Di Tolla, que consiste en sombras pintadas sobre las paredes de una sala, que se superponen a las sombras "reales" de los espectadores que recorren la muestra. En 1973 va un paso más allá: otra instalación, realizada primero en Milán y luego en el MoMA de Nueva York, consiste en fotograbados de clavos impresos en una pared, unidos a hilos reales que se tocan con clavos reales en el piso. Su fascinación con los trompe l'oeil (ese "juego de los engaños" iniciado en el Renacimiento por la Escuela de Flandes y recuperado por los dadaístas y metafísi-cos) la lleva a volcarse a las técnicas mixtas: primero combinando serigrafías con aguatinta y aguafuerte, luego incorporando el collage (plano y tridimensional) y la fotografía, y finalmente hasta el video. La revelación le llega un día de 1975 en que coloca una manzana real sobre la manzana que cubre el rostro del personaje del cuadro La gran guerra, de Magritte. El experimento detona las innumerables posibilidades de diálogo con sus artistas y objetos preferidos (sea Botticelli o Borges, David Hockney o Lewis Carroll, la cultura de masas o su versión "artística" en Lichtenstein o Keith Haring). La expresión técnica mixta es decisiva en Porter a partir de entonces: así como incorpora en su obra elementos del pop y del arte conceptual sin "volverse" pop ni conceptual, esquiva los rótulos de pintora, grabadora o fotógrafa a la hora de las definiciones. Un cuadro suyo puede incluir dibujo, grabado, pintura, collage de imágenes o textos y hasta la aparición tridimensional de un objeto, o bien ser un gigantesco cibachrome de un minúsculo objeto (o varios) contra un fondo de color pleno. La elección de los objetos es parte constitutiva de su proceso creativo: desde fines de los setenta, suma a las referencias "clásicas" (láminas renacentistas, páginas de libros) pequeños muñecos, sean juguetes o adornos (es decir, sean para niños o para adultos) que alimentan aun más su exploración de los límites entre lo ilusorio y lo real. "De tanto analizar la realidad del objeto me fui acercando a la irrealidad del objeto. Porque tanto el juguete como el adorno son, en su esencia, una metáfora", decía entonces. Su obra de los últimos años la convierte en una suerte de Celestina metafísica: los personajes de sus cuadros parecen tan sorprendidos por ese "encuentro" como su factótum. La clave del hechizo sin desmayo que suscita una obra tan gentil (en sus elementos, en su acabado técnico) como perversa (en la dislocación de toda certeza) radica quizás en el seguimiento a ultranza de una intuición que Porter dice haber tenido de muy chica: "¿Por qué aceptar que lo que tocamos es más real que su imagen o su idea?". Después de ser expulsado por huelguista de la Escuela de Bellas Artes, y de un breve paso por el taller de Berni y Castagnino (que lo llevó a exponer telas "convencionales" en 1964), Oscar Bony (Misiones, 1941) abraza la causa conceptual. En 1966 exhibe en el Di Tella sus cortos Fuera de las formas del cine. Realizados en condiciones rudimentarias (sin sonido y "actuados" por bañeros y turistas amigos) durante un veraneo en Villa Gesell, donde Bony y Rubén Santantonín trabajaban como fotógrafos de playa, los cortos eran un intento de "reconsiderar la idea del tiempo como linealidad" que se continuó con 60 metros cuadrados de alambre tejido y su información (una instalación que consistía en cubrir de alambre tejido una zona de paso en el Di Tella y sumarle un proyector que mostraba un detalle am->; pitado de ese alambre tejido). Un año después es el turno de La familia obrera, escultura viviente donde un matricero, su mujer y su hijo "posaban" con el siguiente cartel a sus pies: "Esta familia está aquí porque se le paga más de lo que gana^con su trabajo". La glacial acogida a sus trabajos lo lleva a abandonar el arte durante siete años. En 1975 retorna con unos paisajes de cielos y nubes realistas, pero dos años después le clausuran una muestra y decide exiliarse en Milán hasta 1988. El retorno a la Argentina parece producir una decantación de lo más fructífera: Bony "se revisita" en sucesivas muestras que combinan lirismo y contundencia con un destilado de su espíritu contestatario. En 1993 exhibe De Memoria: una serie de fotos de su niñez ampliadas y puestas en escena rodeadas de objetos "de época" para probar "la veracidad de las imágenes". Un año después conserva el soporte de su muestra anterior (aquellos marcos dieciochescos de factura evidentemente espuria) pero lo que ahora enmarca no son fotos de su pasado sino planchas de diversos metales acribilladas a balazos. El paso siguiente es también relectura de su obra, reciente y lejana: esta vez, las superficies que reciben los impactos de bala son cielos similares a aquellos del 75 pero fotografiados, y el arma que dispara ya no es un Smith & Wesson calibre 32 sino una Walther 9 mm. La doble idea del disparo (del arma, de la cámara) llega a su conjunción más feliz (y su simultáneo ocaso) cuando el tema pasa a ser el propio Bony sin mediaciones: para El triunfo de la muerte, se somete en cada cuadro a los consabidos disparos, que perforan el blindex que protege las imágenes y hacen impacto en su cuerpo, a veces produciendo en él posturas agónicas que remiten al éxtasis místico de la pintura religiosa, otras veces dejándolo milagrosamente inmune y mirando a la cámara impertérrito. El cierre de este ciclo fecundo tiene lugar en 1998 y puede verse como la más ambiciosa y agridulce de las "intervenciones" de Bony sobre el campo artístico: en tres exhibiciones sucesivas (nada menos que en el Museo de Bellas Artes, el Museo de Arte Moderno y la Fundación Proa) vuelve a realizar sus instalaciones de los sesenta y sus "retratos baleados". Si por las primeras recibe un tardío reconocimiento como precursor del videoarte, por los segundos merece el veredicto más temido (y el único que nunca antes le habían endilgado): repetirse por explotar una fórmula exitosa. Nada más alejado de la palabra "fórmula" que la obra de Remo Bianchedi (Buenos Aires, 1950), aun cuando la idea de serie es una de las constantes de su pintura. Seleccionado a los 17 años para el Premio Braque, prefirió irse a vivir con los indios en el Amazonas peruano y luego instalarse durante siete años en Jujuy, donde retomó la pintura y recibió la noticia, a fines de 1975, de que había ganado dos becas simultáneas: una del Fondo Nacional de las Artes para ilustrar la Toponimia Araucana de Perón (en un libro que iba a ser diseñado por Distéfano y Fontana) y otra del gobierno alemán, que lo llevaría sano y salvo al exilio en la Escuela Superior de Artes de Kassel, con la llegada de la dictadura. Luego de cinco años en Kassel (donde estudió con Joseph Beuys), su retorno a la Argentina inaugura una etapa tan prolífica como extraordinaria, en la que Bianchedi evocó sucesivamente el apogeo y el cierre de la Bauhaus, el nazismo y las dictaduras argentinas (cruzando la Kristallnacht hitleriana con La Noche de los Bastones Largos y La Noche de los Lápices), su propia niñez y las relaciones entre el pintor y su modelo, que miradas retrospectivamente conforman una auténtica historia personal en la pintura. En las muestras de Bianchedi, la instalación de las pinturas es casi tan importante como las telas en sí. Cuando exhibió en el Palais de Glace, colgó a gran altura, y siguiendo el trazado circular de la sala, enormes retratos en telas sin bastidor, mientras en las paredes había pequeños cuadros que recibían un haz de luz directo y tenían cada uno una silla enfrente, para el espectador. En la beuysiana Libros, desgarró los cuadernos que había llevado como diario durante su exilio como si el desgarro fuera el modo de abrir su intimidad. En El pintor y su modelo ofrecía con impecable técnica una colección de "maneras de pintar", realizadas sobre "tableros de artista" de madera. Y en su celebrada muestra de la niñez, oscureció la sala del Recoleta para que el único haz de luz diera sobre los 600 trabajos (todos a un metro de altura y separados por 10 centímetros uno del otro) que exhibían un sintético ideograma trabajado con distintas técnicas y adoptando infinitas variaciones en diálogo con sus títulos (De niño las Malvinas eran argentinas; De niño se morían los demás; De niño no tuve sponsor; De niño mi padre me comía las uñas). Su insobornable estética puede sintetizarse en una declaración de principios que hizo en su primera muestra: "Quien mira un cuadro sin imaginar otro, está simplemente mirando un cuadro". Si para Bianchedi el arte es una rama del conocimiento tanto como una herramienta de exploración, Mareta Schvartz (Buenos Aires, 1955) apela a la senso-rialidad más instintiva como brújula de su indagación. Canonizada casi instantáneamente por los poderosos retratos que realiza en Barcelona desde 1977 (bajo la influencia de las fotos de Humberto Rivas y Diane Arbus), Schvartz pasó de pintar con modelo vivo a sus propios amigos (primero la fauna del Barrio Gótico catalán, luego a los animadores de la escena under porteña, con una visceralidad tal que parecía estar reconstruyendo desde adentro hacia afuera a unos y otros), a sorprender a muchos de sus adeptos eliminando el modelo (con los "cabecitas" de Morocho argentino) y llevando aun más lejos la idea de autorretrato con su serie de paisajes áridos del norte ("Para mí, los cactus son metáforas de las personas, o de una misma persona, que debo ser yo") y de la mitología acuática del Delta (donde la exasperación del color la lleva a usar estridentes esmaltes para cerámica y los temidos dorados y plateados en pos del brillo de la luz). Sin "evocar ni revocar", como dijo de ella Gumier Maier, Marcia Schvartz convierte la aplicación a rajatabla del instinto (como guía estética pero también como herramienta conceptual) en la verdadera constante de su obra siempre imprevisible. En sus propias palabras: "La historia de mi vida es la búsqueda de una poética; el problema es que siempre me gustaron los bichos raros". LOS OCHENTA. NEO-EXPRESIONISMO Y NEO-REGIONALISMO por Andrea Giunta Las elecciones de 1983 restablecieron el debate público en la sociedad argentina. El análisis del legado de la dictadura fue uno de los ejes desde los que la cultura reconstruyó las redes de comunicación interrumpidas por la violencia del Estado. Redes interrumpidas, perturbadas, pero no eliminadas: en los años setenta el debate se desarrolló en espacios marginales respecto de la escena pública, pero no por eso desapareció. En la pintura argentina de los años ochenta hubo temas recurrentes. No sólo las huellas de la violencia sobre el cuerpo ciudadano -son destacables, en este sentido, las esculturas representando visceras y carne putrefacta de Norberto Gómez— sino también la fragmentación social e intelectual que resultó de los exilios y de los retornos. Las pinturas de Liliana Porter mezclan fragmentos, a la manera de souvenirs acumulados, en un diario de viaje que yuxtapone la mirada ingenua y la política. También las "migraciones" de Adolfo Nigro acumulan trozos de recuerdos impregnados de cotidianeidad que se dispersan en el espacio. En un registro simbólico, ambos artistas remiten a diversas experiencias del desarraigo. En los ochenta se quiebra la certeza de que es posible anticipar el sentido de la historia. Dos actitudes fueron, en este sentido, significativas: el nihilismo y la mirada retrospectiva. Ambas posiciones atravesaron de distintas formas la pintura de esta década. El neo-expresionismo y la geometría constructiva marcaron dos sentidos para el color, para los temas y para el orden de las formas. Si la pintura y el realismo de los años precedentes habían utilizado una pincelada contenida, ahora el neo-expresionismo (también instalado en la escena internacional por la transvanguardia italiana o la nueva imagen norteamericana) hacia estallar las formas, las paletas y los temas. Era, al mismo tiempo, una reacción frente al conceptualismo, una reivindicación de la posibilidad de volver a una pintura exaltada y expresiva. Artistas como Bemi o el grupo de la Nueva Figuración (Noé, Macció, De la Vega, Deira) fueron referentes locales. La cita, el kitsch, la parodia, la fragmentación fueron rasgos recurrentes de un estilo sin estilo, en el que más que la unidad, primó el eclecticismo. Las citas de distintos momentos de la cultura pueden encontrarse en las pinturas de Guillermo Kuitca (como las referencias a El Acorazado Potemkin, la película de Eisenstein), en las de Duilio Pierri (Los girasoles de Van Gogh) o en las de Alfredo Prior (con sus referencias a Delacroix). Las paletas de colores saturados, de contrastes intensos, la gestualidad de la pincelada, enfa-tizan la violencia de los temas de Ana Eckell, de sus personajes que gesticulan, exaltados, desplazándose sobre la superficie del cuadro. El neo-expresionismo también incluyó la reflexión sobre la cultura popular y la homosexualidad. En este sentido, Mareta Schvartz realizó una galería de retratos de personajes de la cultura underground (como su serie Los morochos) y Pablo Suárez retornó al grotesco que ya había introducido en sus Muñecas bravas de los años sesenta. La marginación y la diferencia fueron temas para el arte que también implicaron un cuestio-namiento de los límites de la alta cultura, de la cultura "legítima". En sus pinturas Armando Rearte cita las convenciones de la geometría y de la figuración en imágenes eclécticas, que mezclan estilos (los parodian) y desactivan su fuerza. Mezcla y cita: un eclecticismo que también encontramos en los paisajes y en los retratos de Remo Bianchedi —un juego conceptual sobre la idea misma de género-; retratos lacerados con los que establece relaciones entre la violencia en la Argentina y aquella que marcó el ascenso del nazismo en Alemania. Otra línea que se definió en los discursos artísticos del período fue la mirada regional y retrospectiva. El fracaso del proyecto internacionalista de los años sesenta, que representó a Buenos Aires como un centro equiparable a París o Nueva York, llevó a replantear el debate en torno a un término como "identidad" y a la propuesta de un regionalismo crítico. La abstracción se reformuló revisando paradigmas compositivos y significativos del pasado prehispánico, posiciones que no fueron ajenas a la relectura de las propuestas de Joaquín Torres-García ni a la actividad de su taller en Montevideo (César Paternosto, Alejandro Puente, Alberto Delmonte y Adolfo Nigro, entre otros). Otra mirada hacia lo local se registra en los campos de Mochila que Juan Doffo representa incendiados por el fuego purificador y ritual. La pintura de los ochenta revolvió los temas y los géneros, la voluntad de politización y los planteos radicales. Cabe destacar, en este sentido, la serie de estrellas y martillos, emblemas asociados a la cultura de izquierda, que Juan Pablo Renzi retoma en sus pinturas de los ochenta. También las series de collages sobre las relaciones entre violencia y religión que León Ferrari presenta a fines de esta década. El arte se movió sobre el terreno inestable del cambio y se apropió del pasado concibiéndolo como un territorio disponible tanto para el saqueo como para su resignificación. La recuperación de un lenguaje pictórico espontáneo y expresivo (llamado, incluso, "mala" pintura) tanto como la mirada retrospectiva, dirigida a formas y estructuras prehispánicas, fueron opciones dominantes. Pero también el arte de acción, que recuperaba estrategias desarrolladas entre fines de los sesenta y comienzos de los setenta, ocupó la escena pública. Grupos como Escombros, artistas de lo que queda (Horacio D'Alessandro, David Edward, Héctor Puppo y Juan Carlos Romero), realizaron performances interviniendo zonas abandonadas de la ciudad. LJn arte de la memoria que en los años subsiguientes se desarrollaría en instalaciones y en acciones urbanas.
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