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Un cuarto
de siglo atrás moría el artista más emblemático del barrio más
emblemático de Buenos Aires. Huérfano, autodidacta, generoso, genial
por donde se lo mire, Benito Quinquela Martín tuvo una vida bien digna
de ser considerada otra de sus obras de arte.“Un artista debe pintar
su vida y su ambiente. El arte es fácil. Todo aquello que exige
excesivo esfuerzo de creación no es arte personal ni verdadero”, fue
la máxima de Rodin que Quinquela siguió toda su vida.
Quinquela
vendió un cuadro en Nueva York y oMdó ponerle la firma. El
dueño descubrió la falta y le ofreció un billete de ida y vuelta y mil
dólares para que la firmara. Quinquela se negó porque estaba en
Europa, por lo que el cuadro terminó viajando a París, donde fue
firmado.
Un día tuvo la idea de convertir un abandonado desvío ferroviario en
una calle alegre. Y consiguió que los vecinos la pintaran con
luminosos colores. El potrero se convirtió en calle y se llamó
Caminito.Quinquela fue un solterón insobornable, pero mujeres no le
faltaron. Los amigos solían recordar las veces que le hicieron la pata
para que las amantes no se le cruzaran en la escalera.
Huérfano. “Mi nacimiento se pier de en la sombra de lo
desconocido”, decía Quinquela. Y no usaba metá foras; fue abandonado
en el orfeli nato Casa de los Expósitos de Bue nos Aires, e121 de
marzo de 1890, Lo dejaron envuelto en una pañoleta, con una carta que
decía: “Este niño ha sido bautizado y se llama Benito Juan Martín”.
Junto a la nota había un pañuelo con una flor bordada y cortada por la
mitad, un recurso clásico para reconocer a un familiar abandonado
cuando la madre deci día recuperarlo.
De aquellos primeros años, Quin quela sólo guardaba vagos recuer dos:
guardapolvos grises, disciplina con amor, yla ansiedad de la espera,
porque él tenía la certeza de que al guien lo iba a venir a buscarylo
iba aquerer como hijo. Las monjas cada tanto reunían a los niños,
mientras una pareja esperaba en la sala. Beni to sabía que en esos
minutos podía decidirse su destino; la pareja elegía a un niño y se lo
llevaba. El 16 de no viembre de 1897, por fin, lo eligieron a él. “Mi
vieja me conquistó ense guida —asegura Quinquela en la au tobiografia
recogida por Andrés Mu ñoz en 1963—, y desde un primer momento
encontró en mí un hijo y un aliado”. lustina Molina, así se lla maba,
era analfabeta, descendiente de aborígenes de Gualeguaychú, y se
ocupaba de la casa y la carbonería. Manuel Chinchella, el padre adopti
vo, era un italiano fortachón que re dondeaba los ingresos de la carbo
nería hombreando de a dos bolsas de carbón por vez en el puerto.
Aunque su relación con Benito era dis tante, cada vez que Manuel
volvía del puerto una caricia de mano ruda le tiznaba la cara al niño.
Pero cuando el viejo Chinchella no tenía trabajo en el puerto,
acostumbraba irse al al macén a tomarse sus copas ya jugar al truco.
“Mis padres formaban un matrimonio que era un modelo de
incompatibilidad de caracteres. De todas las casas de la Boca, la
nuestra era la que mantenía el récord de pla tos rotos en reyertas
conyugales”, so lía recordar Quinquela. Al poco tiempo de estrenar
familia, Benito comenzó la escuela en la que apren dió a leer,
escribir, sumar y restar, cuando estaba aprendiendo a multi plicar sus
padres lo sacaron para que ayudara en la carbonería. Tenía 10 años, y
se entretenía haciendo garabatos en las paredes con carbón.
Carbonero y pintor. Un día, de m drugada, el padre lo despertó: “Ve
tite rápido que tenés que venir co:
migo”. Caminaron hasta el puerto donde habían amarrado barcos c
boneros de Entre Ríos. Fue el día su debut como obrero portuario.
mediodía regresaron a la casa desde que llegara la sopa, el viejo
Chinchella, sin decir nada, le sin un vaso devino, y después de con le
convidó el primer cigarrillo. Es gestos füeron para Benito la bienve’
nida al mundo de los adultos. Quinquela fue descubriendo el ambiente
del puerto y aunque no solo bastaba con ser artista, seguía dibujando
Carbón, cartones, papeles y bolsas de arpilleras fueron los materiaque
usó para sus primeras obras.
Quinquela tenía 17 años cuando co menzó a tomar ciases enla academia
de Alfredo Lazzari, un pintor italiano que se convirtió en su maestro.
El único que tuvo. La libertad inculcada por Lazzari lo empapó al
punto que se dedaró artista libre yno volvió a la academia. Completó
su formación autodidacta en la Biblioteca del Sin dicato de
Caldereros, donde encon tró la frase que su espíritu ya busca ba: “Un
artista debe pintar su vida y su ambiente. El arte es fácil. Todo
aquello que exige excesivo esfuerzo de creación no es arte personal ni
ver dadero”. El pensamiento del escultor Auguste Rodin desplegado en
el li bro El Arte, fue la nueva máxima de Quinquela. Y lo fácil para
él era ms pirarse en lo que lo rodeaba: la Boca. Pero para el viejo
Chinchella todos esos artistas de la Boca no eran más que vagos de
profesión. Así fue que después de una pelea con su padre, Quinquela
decidió irse de su casa para poder pintar más tiempo. Des cargaba
carbón una semana y con eso vivía el resto del mes a mate y ga lleta,
mientras con su caballete y sus pinturas a cuestas recorría el muelle
olas calles del barrio. También pmtó para comeryvestir; hizo el
retrato de Octavio Carbone, un zapatero amigo de él, a cambio de un
par de zapatos y el de Francisco Borrone, otro amigo, por un café con
leche. Décadas des pués, Quinquela les cambió a las fa milias de ambos
estos retratos por obras más nuevas de él, “por una cuestión
afectiva”.
Varios meses vagó sin familia y sin hogar, hasta que el amor por suma
dreylas lágrimas de ella hicieron que volviera acasa. Construyó
sutalleren lo alto de la carbonería, en Magalla nes 970, ypactó con el
padre alternar su vida entre el trabajo yla pintura.
La Boca, su única inspiración.“A el maestro, como le decían los que lo
conocían, no le gustaba que lo ala baran. Cuando él hacía alguna dona
cióno alguna ayuda y la gente lo al zaba ylo victoreaba, él se enojaba
y los puteaba para que lo bajaran”, re cuerda Leonor Masella de
Galeano, viuda de Néstor Galeano quien tra bajó junto al pintor muchos
años.
Esa actitud fue constante en su vida. Durante la exposición en Madrid
quisieron condecorarlo por ser el pri mer pintor argentino que
figuraba en el Museo de Arte Moderno. Re chazó tal honor. Lo mismo
ocurrió en Italia, cuando quisieron nom brarlo Cavallero Oficiale, yen
Francia, cuando lo propusieron para la Le gión de Honor. “Habrá de
disculpár. seme, pues, si un amor y una convi vencia que ya duran
medio siglo, me llevaron algunas veces a embellecer las cosas ylos
seres de un barrio. Esa adhesión y ese sentido me conquis taron el
título de pintor de la Boca, que es el único que aspiro yel que me
corresponde en realidad”.
Primera exposición. En el puerto, Quinquela se encontraba habitual
mente con otros pintores, igualmente apasionados por los motivos ribe
reños. Hasta allí llegó, una mañana de 1916, el pintor y por entonces
Di rector de la Academia Nacional de Bellas Artes, Don Pío Collivadino.
Le preguntó a Quinquela a qué se dedi caba y este le contestó: “Soy
carbone ro, señor”. Collivadinoquedótanim presionado con su pintura
que quiso ver más. Caminaron hasta la carbo nería yla atravesaron,
tratando de es quivar las manchas de tizne que el carbón dejaba en el
elegante traje de Collivadino. Subieron porla estrecha escalera de
madera hasta el taller del pintory después demiraryelogiarlos cuadros
del “carbonero”, Collivadino le dijo: “Usted va a ser el pintor de la
Boca. Yo, en cambio, no pintaré ja más motivos delpuerto. Hasta ahora
me fascinaban, pero ya no existe ninguna razón, pues es imposible acer
carse a lo que usted hace”. Coffivadino se marchó dejando a Quinquela
con fuso por la catarata de elogios. Una semana después, apareció por
el barrio otro señor preguntando por “el carbonero que pinta”. Los
vecinos le indicaron dónde quedaba la carbo nería y hasta allí llegó
Eduardo Tala drid, el secretario de la Academia, en viado por
Collivadino. Manuel Chin chela llamó a su hijo: “ ¡Te busca un señor
de guantes!”. Tala drid ascendió al atelier de Quinque lay allí
acordaron preparar una expo sición. El 4 de noviembre de 191S se
inauguró en plena calle Florida la pri mera muestra individual de “el
car bonero” de la Boca. El éxito fue ro tundo; vendió varios cuadros,
la críti ca alabó su obra y el viejo Chinchella empezó a tomar
enserio, eso de que el hijo fuera pintor.
Crepúsculo. Crepúsculo en el Astihero o Crepúsculo a secas fue su obra
preferida, la que más quería. En 1922 pintó esa tela, sobre la que el
naranja y el negro fueron suficien tes para representar a un barco em
papado de tristeza, e inmenso como la soledad.
La llevaba a todas las exposiciones que realizaba y la llevó en 1929 a
Roma. Allí, mientras visitaba la muestra, el rey Víctor Manuel III le
preguntó qué era la Boca. Quinque la le contestó: “Es un puerto de Bue
nos Aires donde hay muchos italia nos que comen pizza y faina”. Al día
siguiente apareció por el salón Beni to Mussolini. Se acercó a algunas
de las obras expuestas y sorpresiva mente le dijo a Quinquela: “Lei é
il mio pittore” (usted es mi pintor). Quinquela le preguntó en su
italiano porquéloconsiderabaasí. El Ducele contestó en perfecto
castellano: “Por que usted pinta el trabajo” y le pidió que le
dedicara su retrato. Mussolinitambién firmó uno suyo y se lo dio. Acto
seguido le extendió a Quinque la un cheque en blanco por un cua dro
del que se había enamorado: Cre púsculo. Pero el maestro le dijo que
no la vendía, que era su obra preferi da. Mussolini le respondió que
lo perdonaba porque era buena perso na y porque se llamaba Benito,
como él, y eligió otra obra: Momento Viole ta, que hoy está en el
Museo de Arte Moderno de Roma con el nombre traducido: Momento Viola.
Pintar de memoria. Cada viaje y cada exposición significaban para
Quinquela menos obras y más tra bajo. Y como sólo podía pintar en la
Boca, a la vuelta de cada viaje o tras clausurar alguna exposición se
ence rraba en su barrio a pintar. “Constm yo mentalmente la obra, que
me per sigue a veces durante días, y aun me ses, pero cuando voy al
cuadro, ya la he pintado en mi interior, de modo que la realización es
rápida. Pinto casi todo de memoria, las cosas que apa recen en mis
cuadros existen en la realidad, sólo que organizadas de otra manera,
yo las traigo a la tela a medi da que las necesito, voy sacando del
archivo de la memoria lo que me hace falta”, explicó Quinquela en su
autobiografía.
Primero dibujaba con carbonilla, para esbozar la obra, y luego ponía
el color con la espátula, instrumento que u.só casi exdusivamente en
reem plazo del pincel, desde 1918. Para pin tar un cuadro de gran
tamaño, dos o tres metros de tela, raramente em pleaba más de tres o
cuatro días. Nun ca más de una semana. Esa rapidez le permitió pintar
a lo largo de su vida cerca de 3.000 telas y varios murales.
Viajes y exposiciones. Su primera exposición en el exterior la realizó
en Río de Janeiro, Brasil. Pero su obra trascendió al mundo en 1923,
cuan doinauguró su exposición en Madridyvendió varios cuadros. El rey
de Es paña Alfonso XIII lo recibió en su pa lacio y el Museo de Arte
Moderno de Madrid adquirió dos pinturas suyas. Con las pesetas que
trajo de España les compró a sus padres la casa don de vivían (hoy, la
galería de arte La Carbonería) y cerró la carbonería que por entonces
estaba en quiebra. Tra bajó duro poco más de un año prepa rando las
obras que serían su tarjeta de presentación ante los franceses, en
París. En 1927 viajó y expuso en Nueva York Más tarde, fue Roma, y
en1930 Londres. Elmaestrocadavez que hacía un viaje salía pensando vol
ver en un mes, pero se terminaba quedando 6 ó7 meses. Al regresar de
Londres, su madre le reprochó:
“ ha viajado? ¿Cuánto más piensa estar fuera del país? Un día se va a
ir y cuando vuelva me va a en contrar muerta”. Aquellas palabras
calaron profundo en el corazón de Quinquela. Tanto que desde aquel día
no viajó nunca más allá de Punta del Este, ni siquiera después de la
muerte de su madre.
Historia de una firma. Durante su muestra en Nueva York, Quinquela
vendió dos obras a un señor de ape llido Havemeyer, quien las donó al
Museo Metropolitano. Las obras eran Día de soly Día gris en la Boca.A
esta última, Quinquela olvidó fir marla. Cuando Havemeyer descu brióla
falta, le ofreció el billete de ida yvueltay mil dólares, para que vía
ja- ray firmara la pintura. Quinquela le contestó que no podía volver
a Esta dos Unidos, que iba a estar presen tando su muestra en Roma.
Enton ces, Havemeyer le envió la obra a Pa ris —hasta donde Quinquela
viajó—y le pagó mil dólares por agregarle al cuadro el detalle que
faltaba.
Donaciones y regatos. Ya enla dé cada de 1930 Quinquela era un artis
ta que vendía mucho, reconocido internacionalmente y muy querido en su
barrio. Sentía que todo lo que era se lo debía a la Boca y decidió
devol ver parte de ese legado, sobre todo a los niños. Quería que
ellos tuv eran lo que él no tuvo en su infancia, y so bre todo que
crecieran y se educaran entre colores. En 1933 compró y donó un
terreno al entonces Conse jo Nacional de Educación, para que se
levantara un edificio de tres pisos. La planta baja y el primer piso,
desti nados a la Escuela N°9 Pedro de Mendoza; el segundo para el
Museo de Artistas Argentinos, y el tercero para su vivienda y taller.
Fue muy compinche de los chicos del barrio, que hoy ya adultos
recuerdan que Quinquela les escondía a Bobi, un perro callejero que
ellos adoraban, para que la perrera no lo llevara.
Para Quinquela, la escuelayel museo debían servir para educar los
senti mientos artísticos de los niños. Por eso, propuso donar
dieciocho mura les, que ocuparían todo el ancho de las aulas, sobrelos
pizarrones. Peroel Consejo de Educación no opmaba lo mismo. Para ellos
las aulas decoradas distraíanalos alumnos. “iQué ironía!
—replicó Quinquela— ¿Qué mejor ve hículo para su imaginación e inteli
gencia que rodearlos de un ambiente artístico?”. La pelea no fue
fácil, pero Quinquela pudo pintar los murales. En los años que
siguieron, “el maes tro” compró otros terrenos sobre los que se
construyeron: la Escuela de Artes Gráficas, el Instituto Odonto lógico
Infantil, el Jardín de Infantes, el teatro de la Ribera yel Lactario
Mu nicipal —donde se les daba leche ma terna a los bebés que por algún
mo tivo no pudieran recibirla—, lugar que hoy ocupa el Jardín
Maternal.
Generoso a ultranza, Quinquela ven dió muchas de sus obras y otras tan
tas las regaló. Al morir, once pinturas y la mitad de un pañuelo
cortado en diagonal eran toda su fortuna. Uno de los amigos de
Quinquela, el escultor Julio César Vergottini, hace al gunos años
recordó un episodio del que fue testigo cuando ya los padres adoptivos
de Quinquela habían muerto. “El objeto más preciado de Benito era un
pedazo de pañuelito blanco que guardaba celosamente desde la infancia.
Una vez, él ya era famoso, apareció en su estudio una pareja mayor.
Traían la otra mitad del pañuelo y le dijeron que eran sus pa dres.
Entonces, Benito les dijo que él no conocía más padres que los que lo
habían cuidado. La pareja se fue y nunca más los volví a ver,..”
Caminito y el tango de Filiberto. La Boca toda lleva marcas de Quin
quela. A través de los edificios por él donados comenzó a librar una
batalla de colores, a la que muchos vecinos se plegaron. Para el
pintor, los colo res del barrio tienen un motivo y un sentido. “Las
casas de madera y cinc necesitan ser pintadas con frecuencos...
silbábamos yla gente nos mira ba...”, recordó Quinquela.
Las mujeres. Quinquela Martín fue durante 85 años un solterón insobor
nable. “No encontré la mujer ideal”, le contestaba a los amigos cuando
és tos le preguntaban por qué no se ha bía casado. Pero mujeres no le
falta ron. “Lo buscaban mucho, yél no las dejaba escapar. Me decía que
les re galaba combinaciones para después poder ver cómo les quedaban”,
con tó hace años Rosa Gómez de Filiber to, viuda de Juan de Dios.
A fines de 1927, en Nueva York, co noció a la escultora Georgette Blan
di, quien se enamoró perdidamente de él y le ofreció su fortuna a
cambio de casarse con ella, según cuentan los que lo conocieron. Pero
Quin quela no aceptó. De todos modos, al morir ella le dejó parte de
su fortuna, que por diferentes cuestiones nunca llegó a las manos del
pintor.
Los amigos solían recordar las veces que le hicieron la pata para que
las amantes no se cruzaran en la escalera. En 1975, dos años antes de
su muerte, Quinquela decidió abandonar su sol tería y se casó con
Marta Cerruti, quien había sido su más fiel amiga en los últimos años.
Según Leonor Ma sella de Galeano, quien trabaja en el Museo desde
1976: “Nunca quiso ca sarse, pero los amigos, al verlo tan en fermo,
le insistieron para que se casa ra con Marta. Ella podía cuidarlo”.
El cajón y el funeral. “Yo quiero dormir mi último sueño entre colo
res”, dijo una vez Quinquela. Y a cumplir ese deseo lo ayudó su amigo
Federico Cichero, dueño de la coche ría más antigua de la Boca. “En
una comida, Cichero le dijo que fuera a la cochería, que le iba a
regalar un so bretodo. Cuando Quinquela llegó, Cichero le dijo que el
sobretodo ‘era demadera”, cuenta Leonor Masella. Años antes de su
muerte, Quinqueladetalló los colores que usaba par pintar su ataúd:
“Celeste, verde 1 món, verde nilo, colorado, azul, am rulo, verde y
marrón para las suces vas franjas en que está cruzado el c jón por
fuera. Además, en la tapa u pintado una cruz y un barco. El int flor
primero lo pinté de rosa, lueg agregué el celeste y el blanco, los cc
lores de nuestra bandera, pues se rr ocurrió que nada debe haber m
dulce que reposar rodeado por los o lores de la patria”. Y explicó:
“Es q he presenciado el sepelio de muchc pintores y siempre me dio
mucF tristeza comprobar cómo los que h bían dedicado su vida a la
búsque del color tuvieron que emprender último viaje en un tétrico
cajón n gro. Para un pintor eso debe s como morir dos veces”.
El cajón estuvo expuesto al públic durante 23 años en la cochería.
“Cac año Quinquela mandaba aalguno sus empleados para que le renova la
pintura”, recuerda Leonor.
Los últimos cinco años de vida 1 pasó en la casona de un amigo, en
calle Suárez 1620. Murió el 28 enero de 1977, a las 16.20. Fue vela(
en su taller estudio y colocado en cajón. Una multitud fue a desped
lo. Pero la dictadura de Jorge Rafi Videla oprimía en la Argentina y i
estaban bien vistas las demostrad nes populares. El féretro fue escoli
do por los jerarcas —Videla y Mas ra, entre otros—, yhoy, a 25 años de
su muerte, los vecinos de la Boca crece con tristeza que no pudieron
despedirlo como se merecía.
Pero esa póstuma invasión de los n litares en el mundo de Quinquelai
fue más que un acto vacío, que i rozó lo esencial. “El color no tiene
f Cada color expresa un momeni una emoción y yo quiero rendir homenaje
a los colores aun después muerto”, postuló el maestro. Tenia
razón, después de Quinquela ya: da lo mismo cualquier color •
Le sobraba un tornillo
Por el taller de Quinquela pasaron desde el presidente Marcelo T. De
Alveary su esposa, Reglna Pacini, dos grandes amigos, hasta artistas y
personajes de talla, como García Lorca, Alfonsina Stomi oLuigi
Pirandello. La cita era los domingos. En cierta oportunidad, junto a
su amigo, el ceramista Lucio Rodríguez, consideraron que los locos
debían ser merecedores de honores. llamaron locos a aquellas personas
cultoras de la verdad, del bien y de la belleza de espíritu. Así
crearon La Orden del Tomillo, eligiendo a Quinquela “Gran Maestre de
la Orden”. La entrega de tomillos se realizaba una vez por mes.
Comenzaba con pi fainá y vino tinto, y seguía con una fuente, de más
de un metro de largo, repleta de tallarines multicolores que Quinquela
servía a cada comensal. Luego, luciendo el uniforme de Gran Maestre
adornado con tomillos, que Oscar Verzura, “capitán” de Casa Amarilla,
le había regalado, citaba a la persona. La tomaba por los hombros y la
hacía girar, como atornillándola. Luego, le pegaba con el bastón de
mando en la nuca y le decía: “Ya estás atornillado, pero no te lo
ajustes demasiado que es conveniente llevarlo flojo”.
Entre 1948 y 1972, Quínquela rindió homenaje a 322 personas. Algunos
de ellos: los músicos y compositores Alberto Ginastera, Mariano Mores,
Francisco Canaro y Cátulo Castillo, las actrices Zully Moreno, Lola
Membrives, ns Marga y Tita Merello, los actores Luis Sandrini y
Charles Chaplin —a quien vino a buscarle el Tomillo su hija Geraldine—,
los pintores Miguel Carlos Victorica, Fortunato Lacámera y Raúl Soldi,
y el doctor Raúl Matera.cia. Sus antiguos ocupantes, la ma yoría de
ellos marineros, utilizaban los restos de pintura que quedaban después
de pintar los barcos. De allí quela pared podía ser verde, las puer
tas amarillas y las persianas rojas”, supo explicar Quinquela.
Teniendo en cuenta esta característica del ba mo fue que se le ocurrió
al artista transformar un abandonado desvío ferroviario en una calle
alegre. No ne cesitó extremar sus gestiones para conseguir que los
vecinos que vivían enlas casas cuyos fondos daban al po trero, las
pintaran con luminosos co lores. Más tarde, seinstalóalliunver dadero
museo al aire libre, con obras donadas por prestigiosos artistas. Así
el potrero se convirtió en calle y se lla mó Caminito. Más tarde Juan
de Dios Filiberto le haría un tango, Caminito. “Una tarde nos
detuvimos con Juan de Dios en Caminito y allí salieron los primeros
compases... Estábamos so los, nos emocionamos como dos chicos.-
revista viva clarin 27/01/2001 |
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Fue hacia 1931 cuando Benito Quinquela Martín (1890
- 1977), el pintor del barrio de la Boca, conquistó definitivamente
Europa con sus características imágenes portuarias del Riachuelo. Apenas
un año antes había expuesto en Londres, en la galería Burlington
coronando, de este modo, una notable presentación en el Viejo Mundo. La
había iniciado en España, allá por 1922, cuando trabajaba en el
Consulado de Madrid. Su estadía en la capital española duró apenas un año,
tiempo suficiente como para exponer sus óleos de tintes exaltados en el Círculo
de Bellas Artes madrileño. Y de allí al corazón del Viejo Mundo fue un
viaje sin interrupciones. En 1926 sus obras ocuparon la parisina galería
Charpentier, poco antes de alcanzar el Palazzo delle Esposizioni en Milán,
Italia, donde este artista de dramático ingreso al mundo, de solitaria
infancia, recibió las
felicitaciones de Víctor Manuel III y de Benito Mussolini. Lo cierto es
que a pesar del abandono y de no conocer a ciencia cierta su día ni hora
de nacimiento (se sospecha que Quinquela nació a principios de marzo de
1890), el artista hizo de todo un barrio su hogar al que logró exponer,
con inocultable orgullo, en el mundo entero. En ello mucho tuvieron que
ver sus padres adoptivos, Manuel Chinchella -de allí Quinquela- y Justina
Molina, quienes lo rescataron de la Casa Cuna llevándolo a una carbonería
de la Boca en 1896. Fue recién para los 17 años cuando Quinquela pudo
iniciar sus estudios de pintura con Alfredo Lazzari, una época donde se
frecuentaría con Fortunato Lacámera, José Torre Revello, el uruguayo
Abraham Regino Vigo, José Arato y Facio Hebequer. Quinquela expuso por
primera vez en ocasión del Centenario, en una muestra que organizó la
Sociedad Ligur de la Boca. Y, en 1914, intervino en el salón de los
Recusados propiciado en un local comercial de la avenida Corrientes al
600, con un comentado manifiesto que él también firmó como integrante
del que dio en llamarse Grupo del Pueblo: "Concurrimos
con nuestro esfuerzo particular -decía el manifiesto entre otras
cosas-, a llenar un vacío que existe en nuestro naciente arte
social". Pero el camino de Quinquela no coincidiría plenamente con
el de quienes lo acompañaron en ese entonces, artistas de orígenes políticos
que se balanceaban entre la anarquía y el socialismo. En realidad, la
pintura de Benito Quinquela Martín era un canto al trabajo que brotaba de
buques y acerías ribereñas, un arte del efecto hecho a golpes de espátula,
de una personalísima presencia visual. Merced a todo ello, en 1918, uno
de sus óleos, el llamado "Rincón de Riachuelo", pudo
participar por primera vez en el Salón Nacional. Después, Quinquela hizo
su primera exposición personal en los codiciados salones de la galería
Witcomb, la misma que en 1953 iba a ser escenario de un espectáculo nunca
visto hasta entonces, cuando este plástico que en su infancia fue
estibador volvió a poner en esas paredes su obra y en la porteñísima
calle Florida se formó una fila de más de una cuadra, apiñando gente
que pugnaba por asistir a esa exposición que constituía el
acontecimiento cultural de Buenos Aires. En 1928 los óleos de Quinquela
llegaron a La Habana (fueron expuestos en la sede del "Diario de la
Marina") y conquistaron Nueva York. Los críticos del mundo entero
elogiaban la pintura del maestro boquense con argumentos parecidos a los
firmados por Francisco de Alcántara cuando, en el madrileño diario
"El Sol", definió de este modo a Quinquela: "Tiene un gran
corazón y una voluntad poderosa, todo lo que falta a los rebaños de
artistas de hoy, que manosean la misma receta para pintar, se olvidan de
sentir y querer". La muerte de Benito Quinquela Martín
-ocurrida en el Instituto del Diagnóstico en enero de 1977 y a
causa de un trastorno cardíaco- fue una herida para una Buenos Aires que
perdía a uno de sus mitos, un crespón muy negro para la Boca que se
encendía en su color. En ese, su barrio, y más ampliamente su hogar,
Quinquela pintó colectivos y escuelas, apadrinó literatos y pintores y
repartió lo que tuvo a manos llenas. Allí campeaba su ángel en el
taller de la Vuelta de Rocha, una presencia que crecía en la calle de sus
amores, Caminito, convertida por decisión de este hombre que apenas cursó
estudios primarios (hasta tercer grado) en concurrido epicentro cultural.
Ahí mismo, en la Boca, dejó su "orden del tornillo", una
"orden plebeya" en el particular escudo del barrio coloreado por
Quinquela, pero a la cual se avinieron "presidentes de la República,
escritores, científicos y obreros". Más aún: la del tornillo, su
nobilísima distinción, fue codiciada "por personalidades del
exterior", como recordó Eduardo Baliari en la memorable necrológica
publicada por Clarín antes que la población despidiera los restos del
pintor en el Cementerio de la Chacarita el 23 de enero de 1977.
ORIGEN
DE DATOS:Copyright
Clarín 2000.
OTRA
BIOGRAFIA
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