A pesar de sus vínculos con las elites más tradicionales, Lola Mora fue una de las mujeres más libres y desprejuiciadas
de su época. Varias de sus esculturas nacieron en talleres muy refinados de Europa, y hoy están dispersos por todo la Argentina.
Lola Mora murió sobre una cama, perturbada, envejecida y enferma. El 4 de junio de 1936 había sufrido un ataque cerebral que, insólitamente, no la había fulminado. Tuvieron que transcurrir tres días hasta que llegara el final. Ese tironeo permanente por una supervivencia imposible, fue reflejo de su historia: Dolores Mora de Hernández pasó su vida entera luchando para tener un poco más. Trabajó siempre hasta el dolor de los huesos para lograr prestigio y dinero, y eso le dio beneficios, pero también le ocasionó problemas. Y es que Lola a pesar de la soledad en la que estaba, cargaba con una historia de peso: había sido la escultora de cabecera de varios presidentes argentinos, la signorina adorada de los italianos, y una artista
reconocida entre los europeos.
Cuando nació -el 22 de abril de 1867- su familia pertenecía a una clase media alta, pero, su apellido carecía de linaje. Los Mora tenían varias estancias, una economía serena y muchas aspiraciones de ascenso social. Vivían to, dos en Trancas, un pueblito de Tucumán, y solían chocar con ciertos límites: eran aceptados por la alta sociedad, pero nunca lo suficiente. En ese ambiente creció Lola, junto a sus seis hermanos. Pero entonces, súbitamente, murió de neumonía Romualdo Mora, el padre, y sin tiempo para llorarlo falleció -dos días desués y de un infarto- la madre. La vida se
desplomó. El lujo se degradó y pronto llegaron las deudas y los acreedores. En medio de ese marasmo fue pasando el tiempo, y dos años más tarde -cuando Lola tenía
veinte- un pintor llegado de Italia y amigo de la familia le dio las primeras clases de ujo. Se llamaba Santiago Falcucci, y arece que quedó atontado con la chica. Y es que Lola era una mujer atractiva: ojos negros enormes, líneas delicadas armándole el
rostro, tez morena y un espíritu sumamente ambicioso y simpático.
DE LAS FLORES Al PODER
Esta forma de belleza no era la clásica de la época. Y suena lógico:
Lola no era una mujer "clásica". Empezo pintando simples florcitas,
pero pronto se aburrió y pasó a los retratos. El primer beneficiario fue
el gobernador de Salta, de quien LOLA necesitaba un favor por un problema 1,1
legal que tenía la familia en la provincia vecina. As! asomó lentamente la Lo- La artista, trabajando en su taller, en el Paseo de Julio.
la talentosa y hábil que huía de la miseria económica como si fuera la peste.
Después de ese primer trabajo, siguieron muchos otros inspirados en miem-
bros de la sociedad tucumana, hasta que tiempo más tarde se decidió a retratar a los veinte últimos gobernadores de la provincia.
Luego de exponerlos, se los regaló al gobernador Benjamín Aráoz. Las obras -según varios especialistas- no eran demasiado buenas,
aunque sí demostraban aptitud para la pintura. El obsequio le valió un importante premio en dinero, y un amplio reconocimiento.
Sus pasos siguientes consistieron en pedir una beca para seguir estudiando en Europa, armar las valijas y
recalar en el estudio M pintor italiano más reconocido de esa época: Francesco Michetti. Una vez allí,
comenzó a aparecer en las columnas de sociales de los diarios, y pasó de ser una provinciana desconocida
a manejar las relaciones públicas de un modo apabullante, estableciendo relaciones con los periodistas y
corresponsales de medios argentinos.Pasó el tiempo y Lola puso sus ojos sobre Giulio Monteverde, un afamado pintor que le presentó las glorias de la escultura. Tanta fue
su facilidad, que el mismo Francesco Michetti le recomendó dedicarse a la arcilla. As! nació la Lola escultora, y también la comercian pronto se acabó la beca que le había dado el Estado argentino, y tuvo que vender sus trabajos para seguir viviendo en Europa.
La necesidad económica, aunque en menor medida, estaba asomando en su vida por segunda vez. Acaso con los recuerdos de la
ruina de su familia en la mente, Lola trabajó febrilmente en el Viejo Continente. Quienes la vieron la recuerdan enfundada en una túnica
gris, delgadísima y con sus dedos flacos dando forma a sus obras. Empezó a tallar las figuras de personajes argentinos,
entre ellos la de Juan Bautista Alberdi, el monumento 20 de Febrero y la Fuente de las Nereidas.
Esta última obra contó con la venia del presidente Julio A. Roca, y fue muy controvertida porque para ella tuvieron
que posar hombres. Pero Lola siempre fue así: en pleno 1900 vestía pantalones, iba y venía de Europa las veces
que se le daba la gana, usaba bombachas de gaucho y chaqueta larga, y se ensuciaba con arcilla mientras otras
mujeres preferían tomar el té de las cinco.
La fuente llegó a Buenos Aires el 28 de agosto de 1902. Lola regresó' a la Argentina para supervisar su instalación
en la entonces calle Cangallo y la avenida Alem y la prensa la recibió embobada. Ella tenía con qué cautivarlos:
representaba la europeización total en tiempos de civilización o barbarie. Sin embargo, muchos sospechaban de la
verdadera autoria debido a que Lola hacía sus obras ayudada por escultores a los que supervisaba.
Durante ese fructífero viaje a la Argentina, Lola se ocupó también de otros trabajos: presionó por los
honorarios faltantes de la escultura de Alberdi, y sembró las semillas de varias esculturas: el Monumento a la
Bandera.-
El imponente interior de su estudio en Roma dera en Rosario (que finalmente no fue terminado),
cos se volvió al norte, retomó por un tiempo la escultura, y
luego se volcó a una nueva oportunidad de dinero: la búsqueda de petróleo.
El emprendimiento tampoco resultó: durante varios años, vieja y sin plata, vivió con sus peones en las cumbres,
durmiendo al aire libre, vaciando sus bolsillos hasta la última moneda. Hasta que los obreros desistieron y se fueron y ella
quedó sola en el monte, hambreada dicen que desvariando, bajo una carpa y con la compañía de un perro y un marde piedras.
Hacia 1933, y según las crónicas de la época, Lola estaba en Buenos Aires pobre y desmejorada, viviendo con sus
-
orillas Años más tarde, un diputado nacional por Tucumán presentó un
proyecto para que le asignaran una pensión mensual. Mientras la propuesta se discutía, Lola tuvo un
ataque cerebral que derivó en una agonía de 72 horas.
DE LA CIMA A LA RUINA
Yera cierto. Lola recibía a las reinas de toda Europa enfundada en trajes diáfanos y llenos de pliegues. Ese vínculo estrecho con los círculos dominantes fue su bendición, pero también su tumba: con la llegada de¡ socialismo y el radicalismo al poder en el Congreso, la aparición de la Ley Sáenz Peña y la democratización de la vida política, los conservadores cayeron en desgracia. Y Lola se empezó a hundir con ellos. Pronto sus trabajos fueron calificados de adefesios, malos, indignos, mamarrachos, horribles y de mal gusto. A eso se sumaba un dato evidente, y de suma importancia: Lola era mujer. Una rara avis dentro de la sociedad de la época; una artista que tuvo la osadía de animarse a tallar desnudos en mármol de
Carrara.
Estas características -su sexo, su desparpajo y su relación con la era conservadora- hicieron que la caída fuera dura. Más aún si se tiene en cuenta que Europa empezaba a transitar el período de la Primera Guerra Mundial. Lola tuvo que vender su estudio lujosísimo de Roma y mudarse a Buenos Aires. Como si esto fuera poco, la corriente artistica de la época no la ayudó: empezaba a emerger el arte abstracto, y por lo tanto las figuras realistas como las suyas dejaron de tener el peso de siempre. Las esculturas de¡ Congreso fueron retiradas, el Monumento a la Bandera cayó diezmado y la Fuente de las Nereidas fue trasladada al Balneario Sur.
La debacle también fue emocional: lola se acercaba a los cincuenta, y el enamoradísimo Hernández perdió el amor. La mujer, por lo tanto, quedó sola (sus hermanas habían muerto) y con la necesidad de buscarse la vida como fuera. Primero cambió de rubro artístico, canjeando sin
éxito la escultura por el cine. Luego de otros proyectos truncos se volvió al norte, retomó por un tiempo la escultura, y
luego se volcó a una nueva oportunidad de dinero: la bús-
queda de petróleo.
El emprendimiento tampoco resultó: durante varios años, vieja y sin plata, vivió con sus peones en las cumbres,
durmiendo al aire libre, vaciando sus bolsillos hasta la última moneda. Hasta que los obreros desistieron y se fueron y ella
quedó sola en el monte, hambreada dicen que desvariando, bajo una carpa y con la compañía de un perro y un mar
de piedras.
Hacia 1933, y según las crónicas de la época, Lola estaba en Buenos Aires pobre y desmejorada, viviendo con sus
sobrinas. Años más tarde, un diputado nacional por Tucumán presentó un proyecto para que le asignaran una pensión
mensual. Mientras la propuesta se discutía, Lola tuvo un ataque cerebral que derivó en una agonía de 72 horas.
Lola, en un banquete en su honor.
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