EDITH PIAF
POR: SERGIO A. PUJOL CLARIN 18/02/2001
Matthias Henke arriesga una comparación interesante. Según el musicólogo alemán, la vida de Edith Piaf podría confrontarse con las voces superpuestas de los compositores polifónicos del Renacimiento. "Si la investigación psicológica de la música estaba en lo cierto en cuanto a que el más ejercitado oyente sólo puede percibir en toda su intensidad dos o tres voces entre muchas que suenan simtiltáneamente, y si la vida de la cantante era por esa época comparable en verdad con una composición polifónica de los siglos XV o XVI, el observador debe deshilachar en cierta medida el tejido contrapuntístico para poder apreciar debidamente los hilos de la urdimbre y de la trama., Deberá justipreciar una y otra vez las voces secundarias aisladas, sin perder de visita la voz conductora". Del arrabal parisino al mundo, Edith Piaf emergió como la voz conductora de 1 vida musical francesa comprendida entre comienzos de los 30 y el año de su muerte, 1963. A su alrededor revolotearon algunos grandes nombres de la canción y el teatro franceses: letristas y poetas, compositores y directores, gente de música y gente de teatro, algún que otro cineasta.
Pero ella fue la primma donna absoluta del arrabal, según la ingeniosa definición de su más reciente biógrafo. Desde luego, no siempre fue así: a ella también la descubrieron, a comienzos de los 30 y en sucesivas instancias de consagración nacional (en el Gerrry's de París en 1935) e internacional (en el cabaret Versailles de Nueva York, en 1947). Pero una vez establecida como "el gorrión de París", tanto su vuelo como sus caídas fueron momentos decisivos de la canción francesa. Su famosa frase sobre el carácter esencialmente colectivo de su arte ("en mí canta la voz de muchos") quedó como una invitación flotante para todo biógrafo interesado en texturas polifónicas, historias múltiples. La Piaf -el artículo se impone- salió de la cuna más oscura y traumática de la que podía salir una chica de la Tercera República: madre alcohólica, padre trashumante, abuela educadora en el peculiar marco de un prostíbulo. De contextura frágil y cabeza grande, de personalidad caótica y autodestructiva, de voz potente y silvestre: Edith Piaf encarnó mejor que ninguna otra cantante francesa el reverso pobre de una belle ¿poque que, en la imaginación histórica de los franceses, se extendió más allá de la Primera Guerra. Cuando Edith soñaba con ser cantante, ya que su cuerpo no era el ideal para contorsiones y otras agilidades planeadas por papáíouis-Alphons, las grandes voces del musi . c hall francés no eran grandes voces, sino más bien maneras muy personales de decir y actuar una canción. Presidiendo el panteón, Mistinguette y Chevalier representaban la alegría parisina en dosis supremas. Trenet y Sablon eran gentiles y melodiosos. Aquella gente venía de los buenos tiempos. Aunque también de orígenes humildes, ellos cantaban el desenfado de la vida regalada, el erotismo ligero del cancán y el Mouline Rouge, el romance de escenografia parisina. Mientras tanto, ignotos acordeonistas tramaban desde los barrios proletarios la saga popular del vals musette, el tango apache y la canción realista. No eran mundos enfrentados, pero sí diferentes. La Piaf no sólo vino del campo popular menos favorecido, sino que pronto se convirtió en la voz emblemática de esa realidad. Por eso le cantó a la soldadesca olvidada (Mon Légionnaire), a los malvados del mundo (II n'cst pas distíngué, en clara alusión a Hitler), a los alienados (Lafoule), a los que se aferran a una ilusión (La vie en rose), a los que no se lamentan de nada, ni de lo malo ni de los bueno (je ne regrette rien). Su temario reveló su notable olfato para seleccionar y potenciar lo que se componía en su época, si bien también incursionó -y con éxito- en la creación. Su voz, finalmente, se adueñó de todo lo que cantó, desalentando descendencias (su pasión fue irrepetible) y poniendo en un brete a los críticos que intentaron precisar un origen, una genealogía. Aunque la conclusión suene un tanto literaria, hay que coincidir con Henke en que el canto de Piaf nació de la calle y a la calle volvió, sobre los valores de la compasión y la caridad. ¿Un verdadera biografía? ¿Un trabajo musicológico que intenta despejar la densa corteza humana para examinar el meollo de la música? Mathias Henke no hizo ni una cosa ni la otra. Su libro es un largo ensayo sobre una vida entregada al canto. Está escrito con los datos imprescindibles -pocas fuentes de primera mano- y una contagiosa empatía con esa Piaf transgresora, siempre en situación límite. Como si se tratase de una vida de sexo, droga y rock and roll, Hanke se demora en lo escabroso y más auténtico de la Piaf, y acaso en esos tramos se encuentre la verdadera tesis del libro: un canto tan visceral como el de ella no pudo ser una impostura, mucho menos un alarde técnico. Sólo la porfía de quién buscó tanto la continuación como la redención a través del canto explica, hasta donde es explicable, la matriz de un estilo cuya vibración nos llega intacta. La idea de que Piaf "se dio como un fruto silvestre" es un tanto cómoda, aunque Hanke intenta demostrarla al situar a su admirada en el París de trabajadoras industriales y cantantes de variedades. Después de vivir entre ambos mundos, ella se decidió por la canción. No cantó desde el lujo ilusorio de los grandes teatros, sino desde la calle misma, para luego saltar sin claudicaciones a los grandes teatros. Su frenética búsqueda del amor la hizo muy voluble en materia sentimental y sexual. La vivencia del amor romántico fue un gran motor en su vida y en su arte. En ese sentido, Piaf fue una mujer muy leal. Vivió su vida por secciones o fragmentos de gran intensidad, todas ellas coronadas por su manera tan particular de cantar. El fin de una relación era la aurora de una nueva, el despertar de otra pasión. Murió a los 48 años de cáncer, pero todo parece indicar que su percepción del tiempo fue diferente a la que tiene la mayoría de las personas. La biografía de su voz nos muestra que murió antes de padecer una verdadera decadencia, aunque los estragos del cuerpo eran visibles. Como en otros mitos populares, en ella se impuso la imagen de una juventud vertiginosa y muy potente, completamente entregada al canto y a los otros. "Edith no se prostituyó, no vendió su cuerpo ni su alma, echó mano de su voz como arma contra la degradación, contra la violencia y la dominación masculinas. Edith luchó, pero no porque fuese tina Santa Juana de los mataderos, sino porque necesitaba cantar, porque la avidez de cantar era su medio de supervivencia". El perfil feminista que sugiere Henke no siempre se sostiene en la realidad biográfica. La larga lista de compañeros y amantes -Marcel Cerdan, Ives Montand, Georges Moustaki y Eddie Constantíne, entre los más conocidos- delata una gran dependencia de la Piaf respecto a hombres bellos y talentosos. Por otra parte, la imagen masculina de sus canciones era bien tradicional: ella siempre buscó héroes, y a veces los encontró. El propio Henke lo dice: "Indómita, impetuosa, libre como un pájaro, una vez en los cuarteles no pensó tanto en su carrera como en los guapos militares. ¡Los legionarios de las tropas coloniales! ¡Los marineros! En el corazón de la cantante hubo lugar para todos porque los uniformes le traían reminiscencias de la época protegida que había vivido en Bernay, del calor de nido que recibió en la maison close. Ciertamente, para Edith el soldado constituía el prototipo del varón. Personificaba para ella confianza, atractivo, romanticismo, aventura, pero también una paradojal añoranza por el amor y la libertad."

 

EDITH PIAF