VICTORIA OCAMPO


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La edición en dos tornos que ha preparado cuidadosamente Eduardo Paz Leston de los diez volúmenes de Testimonios de Victoria Ocampo los vuelve una obra más abarcable y menos reiterativa que la serie publicada a lo largo de las décadas que corren entre la del treinta y la del setenta. Sobre todo,,permite leerlos como un solo libro, un libro bien argentino por cierto. Tuvieron que pasar muchos años para que la escritura caprichosa, a veces errática y desmañada, de Victoria Ocampo dejara de irritar tanto como irritaban su temperamento imperioso y sus entusiasmos.
Su cuñado, Adolfo Bioy Casares, que no podido resentirse ante los rasgos de una clase social de donde él también provenía, consideraba que Ocampo era insufrible. Borges la toleraba con ironía y distancia, que ella, décadas después, devolvió en "Fe de erratas", corrigiendo afirmaciones de Borges con un tono entre ofendido y displicente aunque, para desgracia de Qcampo, Borges había dejado de ser georgie y nada de lo que dijera en 1971 era materia de corrección. José Bianco la soportó como directora de Sur, siendo él secretario de redacción, perseguido por órdenes y contramarchas, por cartas celosas cuando pasaba sus vacaciones en lo de su amiga Silvina Ocampo, por encargos: cuando viajaba por Europa, juzgado finalmente como indigno de pertenecer a la revista cuando Bianco aceptó una invitación para visitar la Cuba de Fidel Castro. Sin atenuantes, que por otra parte ella no buscaba, Ocampo fue todo lo que se dijo de ella. Tenerla cerca debió ser una experiencia incómoda.
Estos Testimonios, en cambio, muestran de qué modo ella se sintió cómoda en su época, con qué naturalidad encajaba perfectamente en el mundo cultural que ella misma había armado. Y sus lectores, aunque nos irritemos de tanto en tanto, también podernos sentirnos a gusto frente a la mezcla de candidez, autoafirmación, humildad y prepotencia.
Victoria Ocampo tiene la tranquila insolencia de la heredera patricia. Curiosamente, nunca sospecha que pueda leérsela a contrapelo. No toma precauciones cuando se exhibe. Es tan segura como desaprensiva o, si se quiere, un poco temeraria. Tiene esa especie de inconsciencia de quien no acostumbraba a que sus actos fueran juzgados por nadie. Sus ocasionales exabruptos brutales o banales no sólo son una muestra de sinceridad sino de seguridad.
Algunos de los textos reunidos por Paz Leston ("A los alumnos de la Asociación de Cultura Inglesa", "Papocampo", "Andanzas de una autodidacta", "La casa de la calle México", "Fani") ofrecen, como los primeros tomos de la Autografía  de Ocampo, una verdad sociológica. Sobre la cultura oligárquica, difícilmente haya un relato más nostalgioso y, a la vez, más ingenuamente malévolo.
Con observaciones que parecen solo re­cuerdos de infancia", hace el retrato definitivo, de lo que significaba ser una niña de la elite Argentina a
fin del siglo XIX y principios del XX. En el marco de una abundancia material que se creía tan incausada Como infinita emblemáticamente asentada en unas casas del centro y del barrio sur de Buenos Aires, un damero don­­de se deslizaba la nobleza criolla, y de una quinta en San Isidro, con jardines que evocaban la llanura, que eran la misma pampa cultivada en rosales y trazada en glorietas, las niñas Ocampo fue ron las princesas destinadas, por esa forma más fuerte de la naturaleza que es el privilegio de sangre, a perpetuar un mundo donde los modales criollos se mezclaban con los refinamientos europeos que se importaban bajo la forma de objetos y de personas destinadas a ser institutrices, cocineras y maestras.

El olor de los cigarros habanos de su padre flotaba en los patios fragantes y en las salas de muebles franceses, cuya acumulación sólo se equiparaba con el lujo de contratar a francesas casi ilustres (es el caso de Marguérite Moreno).
El lector encontrará breves retratos de Morena, la madre de Victoria Ocampo, de su abuelo; podrá imaginar la belleza cinematográfica de una de sus tías, "vestida de brin blanco", brillando en la corona de mujeres rodeadas por un séquito de sirvientes. Lo que esa clase tenía todavía de bárbaro quedaba sumergido en la dulzura femenina, que era la forma privada de las costumbres patriarcales y una atenuación de la desconfianza estanciera hacia lo urbano.
Esta clase tenía dos caras: a medias europeizados, a medias criollos, afrancesa­dos por la lengua que manejaban, sobre todo las mujeres, como un instrumento de consumo, de relación con los costure­ros y las profesoras de música. Pero todo eran más conservadores que sus modelos de origen. Los Ocampo eran conservado­res sin fisuras, y así como pensaban que sus privilegios no iban a ser nunca afecta­dos, suponían que sus normas morales y sus costumbres no iban a modificarse. De esta configuración cultural sale Victoria Ocampo y, como lo prueban estos, Testi­monios, la corrige drásticamente. , Ella es
más curiosa, menos desconfiada, completamente desprevenida en sus admiraciones incondicionales.
Victoria Ocampo tuvo todo lo que podía tenerse en esa clase. Aparte del dominio perfecto de las lenguas extranjeras, recibió una formación meticulosa y avara. Se la instruyó en todo lo que debía saber una niña, y se le prohibió que leyera libros nuevos, que cantara un poco mejor que lo indispensable para el entretenimiento de salón, que tuviera fantasías artísticas.
Sobre todo, ninguna mujer de la oligarquía podía traspasar el umbral entre las aficiones estéticas, consideradas como adorno de la feminidad, y el arte como vocación. Eso, una vocación, un llamado, constituía una amenaza y, peor todavía, una falta de gusto.
Ser escritora estaba descartado, excepto que se escribiera para el círculo más próximo, preferiblemente en francés, aunque una que otra vez algún texto pudiera deslizarse hasta las páginas de
La Nación. Una Ocampo que se dedicara a escribir ofendería la dignidad de una familia que, por otya parte, carecía de inquietudes intelectuales: «Mis padres tenían miedo por mí del camino que me proponía seguir, como lo habrían tenido por un hijo resuelto a explorar un país de antropófagos" («Malandanzas de una autodidacta"). La literatura era un país peligroso y salvaje. En 1930, poco antes de comenzar Sur, su padre le asegura que se va a fundir con la revista. Recordándolo en "They are fighting in the center", de 1975, Ocampo comenta: "Me hablaba como a un hijo jugador". La literatura también era una timba, según los principios económicos del padre estanciero.
El destino de Victoria Ocampo estaba jugado por razones de clase, y sólo una furiosa voluntad de dife~ación:pudo alterarlo. Victoria Ocampo se rebeló, primero sin saber muy bien lo que estaba haciendo, pero con cierta destreza táctica, escribiendo su primer libro en francés y tolerando la condescendencia de intelectuales como Paul Groussac, que le aconsejaban que usara el castellano y que escribiera sólo sobre ella misma. Pese a la condescendencia, eso es lo que Victoria Ocampo terminó haciendo magistralmente. Triunfaron la voluntad, la astucia y esa paradoja tan de Ocampo: la curiosidad mezclada con el autocentramiento.
Victoria Ocampo tuvo todo lo que podía tenerse en esa clase. Aparte del dominio perfecto de las lenguas extranjeras, recibió una formación meticulosa y avara. Se la instruyó en todo lo que debía saber una niña, y se le prohibió que leyera libros nuevos, que cantara un poco mejor que lo indispensable para el entretenimiento de salón, que tuviera fantasías artísticas.
Sobre todo, ninguna mujer de la oligarquía podía traspasar el umbral entre las aficiones estéticas, consideradas como adorno de la feminidad, y el arte como vocación. Eso, una vocación, un llamado, constituía una amenaza y, peor todavía, una falta de gusto.
Ser escritora estaba descartado, excepto que se escribiera para el círculo más próximo, preferiblemente en francés, aunque una que otra vez algún texto pudiera deslizarse hasta las páginas de
La Nación. Una Ocampo que se dedicara a escribir ofendería la dignidad de una familia que, por otya parte, carecía de inquietudes intelectuales: «Mis padres tenían miedo por mí del camino que me proponía seguir, como lo habrían tenido por un hijo resuelto a explorar un país de antropófagos" («Malandanzas de una autodidacta"). La literatura era un país peligroso y salvaje. En 1930, poco antes de comenzar Sur, su padre le asegura que se va a fundir con la revista. Recordándolo en "They are fighting in the center", de 1975, Ocampo comenta: "Me hablaba como a un hijo jugador". La literatura también era una timba, según los principios económicos del padre estanciero.
El destino de Victoria Ocampo estaba jugado por razones de clase, y sólo una furiosa voluntad de dife~ación:pudo alterarlo. Victoria Ocampo se rebeló, primero sin saber muy bien lo que estaba haciendo, pero con cierta destreza táctica, escribiendo su primer libro en francés y tolerando la condescendencia de intelectuales como Paul Groussac, que le aconsejaban que usara el castellano y que escribiera sólo sobre ella misma. Pese a la condescendencia, eso es lo que Victoria Ocampo terminó haciendo magistralmente. Triunfaron la voluntad, la astucia y esa paradoja tan de Ocampo: la curiosidad mezclada con el autocentramiento.
Victoria Ocampo hablará siempre en primera persona. Su relación con la literatura es tan pulsional como su relación con quienes la escriben. La serie de sus textos sobre Virginia Woolf (que los lectores encontrarán representada en "Virginia Woolf en mi recuerdo") muestra cuánto adoraba a, sus escritores y cómo era inconsciente de la extravagancia de esas rosas que, como una millonaria latinoamericana, le enviaba a la inglesa que fingía escandalizarse con el gasto, porque así era el estilo de su clase.
Esta relación íntima con los escritores adorados, culmina, a no dudarlo, en "Paul Valéry 1871-1945»: "Valéry me había deslumbrado y sofocado. Devuelta a una humildad y a una simplicidad casi animal, compenetrada de mi espesa ignorancia, lastimada por mis propias objeciones inarticuladas. Un perro echado ante su amo: Victoria Ocampo acepta la infinita distancia y, sobre ella, construye una espe­cie de amistad. Conoce a los hombres sólo­ en la medida en que pueda precisar su grandeza en relación con su propia ima­gen, la de Victoria Ocampo.
Pierre Drieu La Rochelle, el escritor filofascista que se suicidó al fin de la guerra, su amigo, su amante, le escribió una última carta que llegó a ella después de recorrer, en tiempos de guerra, media Europa. La distancia se mide en una frase perfecta. "Sola, ahora, en un cuarto anónimo en
que nada,.salvo el espejo, se ofrecía para señalarme el tránsito de diecisiete años, quedé inmóvil con ese trozo de papel en la mano", escribe Ocampo ("El caso de Drieu La Rochelle"). En esos diecisiete años, ella había sido antifascista, sin embargo, la medida de inteligencia que había descubierto en Drieu permanece como un argumento tenaz. Más que ese argumento, sin embargo, persisten en este ensayo la necesidad de comprender las razones de una subjetividad y los conflictos entre un temperamento y un sistema de ideas. La pregunta que acompaña el ensayo sobre Drieu, la pregunta no dicha es: ¿porqué ella lo había amado?
La originalidad de Victoria Ocampo no es una originalidad de pensamiento sino de gusto. "No creo en la crítica objetiva", afirma en "Huxley en Centroamérica". Se fascina por grandes escritores y por algunos de segunda línea. Su originalidad es de posición: una forma de colocarse ella misma en relación con la literatura, una resistencia a dejar el primer plano; así escribe ensayos donde los autores son un capítulo de la eterna novela de formación de Victoria Ocampo.
Por eso, su originalidad se capta hasta el fin en estos Testimonios que responden perfectamente a su título y no son otra cosa que las palabras escritas por una testigo, caracterizada por dos rasgos: la facilidad para ser seducida y la fidelidad a sus seductores. Como huellas personales de la literatura, la música, el teatro que le interesaron, los Testimonios son una autobiografia intelectual. Ocampo, en el límite, no escribió sino textos autobiográficos.
También son ensayos en el doble sentí
do de la palabra: Textos personales y prue­bas de lo que se puede hacer con la prime­ra persona. Yo, Victoria Ocampo, yo la que he visto, he escuchado, yo la que recuerdo.
Son ensayos también por el movimiento descansado de la argumentación, el senti­do de lo concreto y la inclinación a perder­se en los detalles. Por el lado de esos deta­lles, naturalmente, manda la primera per­sona: su ensayo sobre Alfonso Reyes co­mienza por el pedido de unas fotos; su en­sayo sobre Camus comienza en la terraza de su propia casa, donde ella le está dic­tando la traducción de Calígula a José Bianco; "Cocteau en Nueva York" abre con el recuerdo de los tiempos en que Cocteau no era una celebridad y Victoria también era muy joven... Y así siempre.
Victoria Ocampo fue una turista que se comportó como una expedicionaria. Del turista rico tenía la disponibilidad material, el tiempo para distraerse con los detalles, los embelesamientos, los entusiasmos súbitos, la capacidad infinita de asombro proclive a la adoración.
Su cosmopolitismo tiene siempre algo de provinciano, justamente por el énfasis. Aunque se mueve con naturalidad completa en Europa, no deja de ser una viajera que está pensando qué puede llevarse a su casa, cosas y personas. Pero tiene algo de expedicionaria en este mismo rasgo acumulativo: explora para importar, para encontrar algo  .que sirva en otra parte, en el lugar, Buenos Aires, al que siempre se regresa y nunca se pensó abandonar. Lleva y trae; de un lugar a otro. Se comporta, siempre, como una intérprete o como un viajero del siglo XIX, un comerciante o un sabio que va por el mundo para aprender o prosperar.
Stravinsky, Ansermet, Drieu La Rochelle, Ortega y Gasset, Tagore, Roger CaiBois, Keyserling, Eisenstein: a todos los invitó a Buenos Aires y casi todos vinieron. Fueron parte de esa empresa de importaciones que tiene su máquina más emblemática en las traducciones que Victoria Ocampo encargó y publicó en Sur, edito
rial y revista, sobre la que "Postdata (Waldo Frank y Sur)" es un texto programático redactado en 1967, cuando la revista ya había perdido su centralidad.
Se ven claramente en estos Testimonios los malentendidos y los descubrimientos de la turista que no quiere ser solamente una turista y cuyos viajes son de aprendizaje. Victoria Ocampo viaja para aprender porque, en su infancia, su familia la obligó a viajar limitándole todo aprendizaje. Incluso cuando visita la Casa ChaneI para comprarse un vestido, este acto que las mujeres de su clase habían repetido por años en otros grandes costureros franceses, se convierte no en un consumo sino en una elección estética ("Sinónirno de París").
Todo los actos de Victoria Ocampo en Europa, por lo menos todos los que conocemos en sus escritos, se articulan en un programa de modernización, del gusto: vestidos, partituras, libros, tapices, objetos, cuadros, peinados y sombreros (léase "Martín peinador" como la alianza por el buen gusto entre una señora de la oligarquía y su peluquero). Por eso, no hay objeto menor: el cepillo y la mesa de pino participan del mismo aura que una obra de Stravinsky.
Si se quiere saber cómo era Ocampo en estas cuestiones, basta leer "A Eugenia" (se trata de la chilena Eugenia Errázuriz, una formadora del gusto moderno, moderado, para las elites). Ocampo era, de algún modo, como esa Errázuriz. En ella admira su misma incapacidad de equivocarse en cuestiones de gusto, que es una cualidad de clase. Pero sería equivocado atribuir esta seguridad en el gusto a toda una clase, la oligarquía, que sometía a sus mujeres a un régimen de trivialidades distinguidas. La oligarquía no tiene el gusto de esta descarriada, que nunca renegó de su origen pero creó una red intelectual que le permitió desviarlo.
No estamos acostumbrados a estos desvíos. Muestran lo que una mujer puede hacer con su origen. Victoria Ocampo hizo Sur y escribió estos textos.

                    origen de datos:Beatriz sarlo , Diario clarin (18/06/2000)

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