E1 sábado 27 se cumplirán los cien años de la muerte de Giuseppe Verdi y su Misa de Réquiem seguramente sonará por toda Italía y en varias ciudades del mundo. Riccardo Muti lo dirigirá en la Basílica de San Marco de Milán -donde la obra se estrenó en 1874- con un cuarteto formado por Barbara Fritoli, Violeta Urmana, Ramón Vargas y Ferruccio Furlanetto; Claudio Abbado lo hará en Berlín con Roberto Alagna, Angela Georghiu, Daniella Barcellona y julian Konstantinov; Zubin Mehta en Munich, con René Fleming, Dolora Zajick, Andrea Bocel]i y René Pape. Un año Verdi no debería ser tan distinto de otros años, ya que sus obras dominan la escena lírica prácticamente desde mediados del siglo XIX, más precisamente desde la creación de Rigoletto (1851), 11 trovatore (1853) y La traviata (1853). Ahora habrá, simplemente, un ligero efecto de intensificación verdiaria. La. Scala de Milán ha programado una decena de obras suyas con los directores Riccardo Muti, Valery Gergiev, Lorin Maazel y Zubin Mehta; Claudio Abbado dirigirá Falstaff en Salzburgo con una puesta en escena de Declan Donnellan. El Colón lo recordará con Falstaff, Attila y el Réquiem. Verdi nació en un modesto hogar de Roncole di Buseto, en Parma, en 1813, el mismo año que Wagner. Podría decirse que Wagner y Verdi se repartieron el mundo de la ópera durante la segunda mitad del siglo XIX, y que se lo repartieron sin conflictos. Wagner aspiró no sólo a la creación de obras singulares sino de un nuevo género, el drama musical, que en cierta forma era una crítica de la ópera de números tradicional. En cambio, Verdi se dedicó a desarrollar el género partiendo de ,la situación en que lo habían dejado Bellini y Donizetti; su obra se incribe en un registro más mundano, no la inspiran los misterios medievales sino las evidencias históricas. Aun cuando fueran ambientadas a siglos de distancia, las óperas de Verdi tuvieron una resonancia política inmediata. En Nabucco, de 1842, la tercera de sus obras, el sometimento de los judíos se identifica con el sometimiento de los italianos y el famoso coro Va, pensiero, con su grandiosa y desarmante sencillez, se convirtió en un símbolo del Risorgimento italiano. Es probable que hacia fines de la década de 1840 los teatros italianos explotasen con el reclamo del general Ezio al rey huno, en la ópera Attila (1846): Avrai tu Uuniverso, resti I'Italia a me (Tendrás el universo, déjame Italia). El progreso de las operas de Verdi a una adecuación dramática. El crítico Ferruccío Bonavia escribió sobre Macheth, de 1847, la mayor obra de su primera etapa: «Es la primera ópera italiana del siglo XIX que admite la necesidad de restringir el lirismo y de hacer un uso más amplio de un estilo esencialmente dramático". El particular sentimiento dramático de Verdi está preciosamente documentado en una carta que el músico escribe a Salvatore Carrimarano (libretista de Donizetti y de algunas óperas de Verdi; no de Macbeth, cuyo libreto es de Piave): "Hay dos momentos muy importantes en la ópera: el dúo entre Lady Maebeth y su marido y la escena del sonambulismo. Si fallan, toda la ópera se viene abajo, Estas dos piezas no deben ser cantadas bajo ningún concepto. Deben ser interpretadas y declamadas en un tono muy velado y sombrío. Si esto no se logra, todo el efecto se perderá". Su rechazo de la célebre cantante Fugenia Tadolini habría sido impensable para la generación anterior: "Madame Tadolini canta de maravilla -explica Verdi-, y yo preferiría que Lady Macbeth no cantara. Madame Tadolini tiene una voz espléndida, clara, pura y potente; yo preferiría una voz una voz dura, áspera y oscura para Lady Macbeth". El

Giuseppe Verdi

Las óperas de Verdí tuvieron una resonancia política inmediata.

teatro de Shakespeare marca en cierta forma el progreso de las óperas de Verdi. El sentido histórico de Verdi llegó al corazón de lo moderno. Hacia 1850 el músico experimenta la necesidad de una ópera más condensada e intimista. La traviata lo expresa como ninguna otra; es su obra más popular, tal vez la más amada de todas las óperas italianas, y en algún sentido la más moderna de todas las óperas de Verdi. La traviata es la primera ópera italiana de ambientación contemporánea, lo que después se tornaría moneda corriente con Puccini y los compositores veristas (la Bohéme es una versión de buhardilla de un drama similar, protagonizado por una mujer tuberculosa que sufre un amor trunco y a la vez inextinguible). El estrepitoso fracaso del estreno de La traviata, en La Fenice de Venecia en 1853, resulta hoy imposible de comprender. "Me duele verme obligado a difundir la triste noticia -escribe Verdi a su editor Giulio Ricordi-, pero no puedo ocultar la verdad: la traviata fracasó. No inquiramos las causas, la cosa resultó así". La crítica atribuyó el fracaso precisamente a la ambientación contemporánea. -1, La gente no iba al teatro para verse a sí misma, al menos no en Venecia (al punto que el director de La Fenice convenció al autor de desplazar la ambientación de la  ópera un siglo atrás). De cualquier forma,  La traviata en versión 1853 no demoró en conquistar su posición imbatible en todos los teatros del mundo, incluso La Feníce. Pero el efecto de realidad de La traviata es muy velado. El Preludio, con unos etéreos violines divididos en el registro agudo, nos transporta de inmediato y a la vez nos desconcierta: ese preludio introduce al jolgorio de Libiamo, libiarno, el más célebre de todos los brindis operísticos. ¿De dónde proviene la rara melancolía del comienzo? En el inicio del tercer acto lo sabremos. La música del preludio es la música de la muerte de Violetta. Todas las fuerzas de la obra estaban orientadas en esa dirección. Las amplias alternativas de las óperas "históricas", con sus decenas de personas y sus tramas complicadas, desaparecen ahora frente a una historia completamente lineal que se concentra en dos personajes o tal vez en uno solo, Violetta Valery. Todo Verdi está en sus obras. No hay una ideología Verdi, un programa Verdi, mucho menos una religión Verdi. Tampoco hay una gran biografía Verdi. Las alternativas de su vida son más bien reducidas. A los veintitrés años se casó con Magheríta Barezzi, la hija de su generoso benefactor. Tuvo dos hijos, Virginia e Icilio, ambos muertos al poco tiempo de nacer. Luego perdería a la joven Margherita, muerta en 1840. Tres años después se unió definitivamente con la cantante Giuseppina Strepporri. Conoció el éxito muy rápido. En 1871 cobraría por Aida los honorarios más altos de toda la historia de la ópera, 100.000 francos en oro. En esa época todavía los compositores podían ganar más dinero que tenores y sopranos. Aida simboliza la gloria de Verdi en el mundo entero. La obra le fue encargada por el estado egipcio para la inauguración de] Canal de Suez (aunque se estrenó dos años después de esa inauguración en El Cairo). Aida parecía haber coronado, tal vez por efecto de sus colosales pirámides, la carrera operística de Verdi. Quizá Verdi consideró que ya había dado todo lo que tenía y resolvió retirarse con su compañera Giseppina a su residencia de Sant'Agata. Pero Ciulio Ricordi no lo dejó en paz y le acercó al gran libretista Arrigo Boito. Con Boito lo aguardaban dos nuevos desafíos shakespearianos, Otello y Falstaff. Otello es el mayor drama lírico de toda la ópera italia na y Falstaff  la mayor ópera cómica. Falstaff, casi una ópera sin números cuyas voces se relevan en una trama continua, es coronada por una fuga magistral sobre la frase Tutto el mondo é burla (Todo es bur- a en este mundo). El creador de los dramas mas  intensos se despedía del inundo con la levedad más exquisita.

los imperdibles

De Oberto, conte di San Bonifacio, de 1839, a Falstaff, de 1893, el catálogo 4e Verdi suma 26 óperas, además del Réquiem, el Cuarteto de cuerdas y las Cuatro piezas sacras. Si multiplicamos al menos la mitad de ese catálogo por la cantidad de registros discográficos de las óperas de Verdi nos encontramos con números imposibles de manejar. Es aconsejable orientarse en principio por grandes los directores verdianos como Toscanini, Herbert von Karajan, Georg Solti, Carlo Maria Giulini, Claudio Abbado y Riccardo Muti, sin olvidar al Leonard Bernstein de Faistaff con la Filarmónica de Viena y un elenco encabezado por Dietrich Fischer . Están también grandes cantantes verdianos, empezando por la impresionante Violetta (La traviata) de Maria Callas. Hay dos grabaciones suyas, una de 1955 con giullini y Di Stefano (Alfredo), tomada en vivo en La Scala de Milán, y otra de 1958 con Alfredo Kraus en la Opera de Lisboa. La segunda grabación es superior a la primera, aunque las dos valen la pena. Callas hace además una admirable Lady Macbeth bajo la dirección de Victor de Sabata. Otros registros imperdibles, los tres dirigidos por Karajan: la Aida de Rena- la Tebaldi y Carlo Bergonzi, 11 Trovatore de Franco Corelli y Leontine Price , E5 el Otello de Tebaldi y Mario del Mónaco. Aunque conviene no olvidar II trovatore de Cellini con el incomparable Jussi Bjórfing en el rol de Manrico. Es generalizado el consenso sobre el Rigoletto de Kubelick con Fischer-Dieskau, Carlo Bergonzi y Renata Seoto. Otras versiones de referencia: el Don Carlos de Solti con Bergonzi y Tebaldi; el Ballo in maschera de Tulio Serafin con Beniamino Gigli y Maria Caniglia (de 1943); La Forza del destino de Mitropoulos con del Monaco y Tebaldi; el Simon Boceanegra de Abbado con- Piero Cappuccilli y Mirela Freni. No hay que olvidar el Réquiem, obra maestra del género y del Verdi maduro. Hay grandes versiones históricas como las de Giullini o Toscanini. Pero aquí conviene abandonar por un rato el fetichismo de los grandes nombres verdianos y entregarse al nuevo Réquiem del inglés John Eliot Gardiner con los solistas Luba Organasova, Anne Soplé von Otter, Luca Canonici y Alastair Mi les.

EL CORAZÓN DEL HOMBRE

En la película Novecento, en la que Bernardo Bertolucci se propuso contar buena parte del siglo veinte, empezaba un amanecer, en la campiña, con un personaje (no casualmente, jorobado), gritando dolorido: "Ha morto Verdi... Ha morto Verdi" El cineasta fija el tiempo de la acción y propone una Italia, y un mundo lírico, que se aprontaban para vivir una centuria sin la presencia física de Giuseppe Verdi. Antes todavía, otro gran regista,  Luchino Visconti, mostró en Senso (Livia, un amor desesperado aquí), cómo en tiempos del risorgimento las paredes italianas rezaban W VERDI; la W es "viva" para los italianos; VERDI, para el caso, no sólo era el nombre del compositor que compuso el Va pensiero de Nabucco (1842) pensando un poco en los judíos y un mucho en su propio pueb1w también era la sigla de Vittorio Emmanuelle, rey d'ltalia, 'Víctor Manuel, rey de Italia"; un rey que no lo era de un país que aun estaba queriendo romper el yugo austríaco. Esas dos imágenes testimonian de qué manera a Verdi lo preocupaban los problemas y los sentimientos de su gente (del pueblo) y cuánto dramatismo se coló en toda su obra. Para otros quedaron las búsquedas, las alturas; él levantó un edificio cuyos cimientos descansan en el corazón del hombre y son precisamente ellos los que le han dejado -contra muchas opiniones de su tiempo la frescura, el verdor, la inmortalidad. Pero si llegó a ese impacto no fue solamente por el mérito musical, indiscutible. La grandeza de sus óperas procede, también, de su potencia escénica y de un (consistencia dramática. Sus óperas son  por excelencia, melodramas : es decir, drama,, , musicales. En ese sentido fue un verdadero precursor, acompañado por algunos libretistas notables. En Rigoletto (1851), con su trágico protagonista giboso, lo mismo que en 11 Trovatore (1853), hay narraciones paralelas que otro medio expresivo, el cine, reinventaría no menos de 70 años después. Macbeth, estrenada en 1847 y refórmulada en los 60, es un modelo de reconstrucci6n dramáticomusical. En Un bailo in maschera (1859) hay raccontos y en La forza de] destino (1862) mi dramatismo mucho más acentuado y vigoroso que el del texto original. Para no hablar del Verdi postrero, que en Otello alcanza cimas a propósito del más terrenal de los sentimientos (los celos) y en Falstaff, esa fiesta, virtualmente prescinde de las, arias y de las escenas de  conjunto. pero- no, claro, de la estructura escénica  y de la construccion dramática. Ese Verdi ha dejado recuerdos imborrables en todos los melómanos que frecuentan la ópera. Este aficionado evoca dos, ambos con el Teatro Colón como escenario, de MUY distinto signo. Uno, La forza... en versión 1972, cuando se presentaba un cantante no muy bien referenciado pero ignoto, Plácido Domingo: todos saludaron el alumbramiento del más grande tenor spinto que se escuchaba en décadas. la otra, anterior: La traviata que venía a cantar Joan Sutherland, imponiendo batuta  y elenco y generando una lucha por localidades inigualable. Termino, en un bochorno. Cuando Verdi estrenó ese clásico, en dirá. El tiempo ha pasado. Bastante. No todo.

RICARDO GARCIA OLIVERI

clarin 15/01/2001 por FEDERICO MONJEAU

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