VANGUARDIA

 

  LA MIRADA AL CONTEXTO
por Horacio Salas
Desatento a las cronologías, el siglo XX cultural nació algo más de dos décadas
después de lo establecido como inicio de la centuria por el almanaque. Esa parti
da de nacimiento puede ubicarse hacia 1921, cuando Jorge Luis Borges regresó a Buenos Aires después de siete años de permanencia en Europa. Volvía deslumbrado por la personalidad de Rafael Cansinos Assens, creador del ultraísmo, al que había frecuentado en una tertulia madrileña. Borges fue tan convincente al propagar la nueva escuela, que en poco tiempo la mayor parte de los poetas jóvenes se apegaron a las pautas ultraístas. El furor duró poco, pero la pasión por la metafora y las escuelas de vanguardia habría de signar el resto de la decada.
Tras aquel impulso inicial hubo otros: los jóvenes se entusiasmaban con los destellos supervivientes del dadaísmo, asimilaban los manifiestos surrealistas de André Breton y acogían con simpatía cualquier novedad estética.
Pero estos reflejos de la cultura europea se traducían en la obra de los nuevos escritores a través de un prisma que se coloreaba con los aportes propios de un país distinto al del siglo XIX, que ahora trataba de estructurarse sobre el viejo sedimento criollo, pero emergía signado por e aluvión inmigratorio, arribado masivamente en las últimas cuatro décadas.
Ya hacia 1910, en tiempos del Centenario, habían comenzado a manifestarse los primeros signos de una búsqueda de identidad a través de un retorno a las fuentes hispanas o una nueva mirada, despojada de prejuicios racistas, sobre las antiguas culturas indígenas. Poco tiempo después Leopoldo Lugones, en su libro El  payador, rescató al gaucho como paradigma y al Martín Fierro corno libro nacional. Ya en plena década de los veinte, cuando Ricardo Rojas publicó su Historia de la Literatura Argentina, dio carta de existencia a una trayectoria y un corpus que muchos ponían en duda en años anteriores. Los escritores nativos podían reconocer sus ancestros. El acopio y el canon habían despejado nebulosas. Con la irrupción de una nueva generación en las letras las artes plásticas, la arquitectura y la música, apareció la aceptación casi unánime de la existencia de fenómenos que hacían al dibujo de una identidad. Así los creadores urbanos descubrieron una metrópoli en crecimiento constituida por una suma de estilos edilicios, fragmentos de diversas capitales europeas, y que sin embargo basaba su personalidad en esa misma mixtura. Por su lado, los nuevos poetas describían a Buenos Aires como a un ser vivo, a una amante, y transformaron a la ciudad en protagonista de sus ver Los escritores porteños también se entusiasmaron con la música del tango, un fenómeno que ya empezaba a gestar su propia mitología. En tanto, los artistas del interior del país, en procura de un común denominador capaz de enraizarse en elementos telúricos, enmarcaron sus obras en el colorido escenográfico del paisaje, en sus habitantes, en la descripción de las casas provincianas y el murmullo de la naturaleza.
Por su parte, Ricardo Güiraldes, que había comenzado como un adelantado de la poesía vanguardista, dio a conocer en 1926 el texto que es a la vez exaltación y réquiem de la literatura gauchesca: Don Segundo Sombra. Una muestra de que la Argentina moderna procuraba proyectarse hacia adelante, pero todavía era capaz de rescatar un mundo campesino que tendía a desaparecer acosado por la modernidad. Ese mismo año se estrenaron las obras iniciales de dos poetas que serían pilares de una nueva cultura capaz de fusionar lo académico con lo popular:
Enrique Santos Discépolo y Homero Manzi, quienes en el futuro otorgarían a los versos del tango una apertura hacia la metáfora y la crítica ética. Simultánea mente, Roberto Arlt  inauguraba su narrativa con El juguete rabioso, que al mismo tiempo describía su propia iniciación sentimental e inventaba un atajo, una forma intransferible de encarar la literatura nacional De distintas maneras, los argentinos se miraban, se descubrían, pero sin ensimismarse. No se encerraban. Se dejaban influir, atravesar por nuevos conceptos estéticos en boga en Europa, pero sin eludir el agregado de condimentos propios del contexto, La nueva generación literaria se dividía entre los de Floridas a los que cierta simplificación consideró defensores de la revolución en las formas, y los de Boedo, que ponían el acento en la revolución social. También por esos días se dieron a conocer artistas que contribuyeron a sentar las bases de la plástica argentina del siglo XX: Emilio Pettoruti, Xul Solar, Antonio l3erni, Lino Enea Spilimbergo y Pablo Curatella Manes, entre muchos otros.
El florecimiento cultural signé toda la década de los veinte, pero mientras tanto, en los cuarteles, se gestaba lo que Lugones denominó “la hora de la espada”. El 6 de septiembre de 1930, un golpe militar derrocaba al presidente Hipólito Yrigoyen, y con él al régimen democrático: los efectos del quiebre constitucional perdurarían por más de medio siglo. Los despreocupados “años locos” quedaban atrás.
A pesar de todo, en los años siguientes, aun sin que sus responsables lo advirtieron, las señas de identidad de la cultura argentina se troquelarían con trazos indelebles. A la distancia es evidente que el impulso lo habian dado aquellos muchachos de los veinte que, pese a estar hipnotizados por brillos que llegaban del otro lado del Atlántico, descubrieron una manera distinta —argentina— de mirar, de plantarse en el mundo.

LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEMORIA
por Juan Forn
En 1921, tres años antes de que Pettoruti escandalizara a la pacata sociedad porteña con sus cuadros cubistas, dos jóvenes pintores provincianos hacen su primera muestra individual en Buenos Aires: el tucumano Alfredo Gramajo Gutiérrez y el santiagueño, recién llegado de Europa, Ramón Gómez Cornet. La suerte no puede ser más diversa para ambos. Mientras Lugones y Ricardo Rojas celebran las exuberantes rendiciones de leyendas y costumbres del Norte que hace Gramajo Gutiérrez (y lo canonizan como “el pintor nacional”), los retratos de Gómez Cornet (unas cabezas monumentales de ojos vacíos, con fondos cubistas de colores vivos, invadidos por palabras y garabatos) son puntillosamente denostados. Su autor destruye casi todas las telas que conforman la muestra y vuelve brevemente a Europa. Allí hace crisis y decide retornar a su tierra natal en bus ca de un nuevo eje para su pintura (mientras en Buenos Aires  implacable crítico Atalaya lo reivindica tardíamente diciendo que, si se considera a Pettoruti como el Mesías de la revolución estética en el país, Gómez Cornet debe ser visto como el Bautista, el adelantado que anunciaba esa revolución).
¿Por qué oponer así a Gramajo Gutiérrez y a Gómez Cornet. No sólo por la antitética respuesta que merecieron sus exhibiciones iniciales sino también por el sugestivo antagonismo de sus itinerarios posteriores en esa Argentina que dudaba, a la hora de buscar su imagen en el espejo, entre los brillos de la modernidad europea y los acordes marciales de lo telúrico.
Nacido en 1893 de orígenes mucho más humildes que Gómez Cornet, Gramajo Gutiérrez terminó teniendo una vida mucho más cómoda y sedentaria que su colega, luego de llegar a Buenos Aires como empleado de Ferrocarriles del Estado. La empresa y la ciudad lo cobijarían el resto de su vida como una valiosa especie en extinción: Gramajo pintará toda su obra en la casa de Olivos, donde vivía con su madre y su hermana; sólo irá a su provincia “a inspirarse” en las frecuentes
licencias que le otorgan en Ferrocarriles que solventarán esos viajes comprándole varios de sus cuadros, además de encargarle un almanaque conmemorativo y hasta la realización de un par de frisos para decorar sus salones). Apadrinado de tal manera por Lugones y Ferrocarriles, Gramajo se recuesta en una suerte de fórmula a la hora de pintar, que solo modificara para atenuar las objeciones plásticas que le hace la crítica José León Pagano en El Hogar: “Sus ojos no están maleducados sino que son estéticamente bárbaros”; Atalaya en Campana de Palo: “Siendo algunas de sus telas horriblemente malas, resultan siempre inconfundibles y singulares. Nunca antes que él fueron tratadas nuestras cosas aborígenes con más actitud e ingenuidad”). Los moderados cambios que incorpora a su técnica son puntualmente celebrados. Por ejemplo, hacia fines de la década dice Julio Rinaldini en El Hogar: “Gramajo no ha perdido en sugestión y ha ganado en variedad y acopio de virtudes formales”. Sus adeptos llegan a tal punto en sus elogios que le adjudican una improbable influencia sobre el uruguayo Figari argumentando con cierta fantasía que, en aquel 1921 en que no solo Gomez Cornet y Gramajo Gutiérrez sino también Figari expusieron por primera vez en Buenos Aires, el uruguayo tomó del tucumano la “energía plástica de su expresión” y
.desde entonces hizo mas nítidos los contornos de sus figuras ). Gómez Cornet, en cambio, que a la hora de viajar a Europa “a educar el ojo” había recibido un cargo consular gestionado por su padre (senador provincial) para que no pasara estrecheces, se instala en una casa abandonada en las afueras de Santiago luego de dar la espalda a “los mismos” que había frecuentado en España, Francia e Italia. Allí cambia por completo su estilo. En los peores años de la explotación forestal, elige como modelos a los explotados y marginados de su tierra. Elimina de su paleta “todo afán de innovación” y también las tentaciones de “esa pintura para turistas que responde al canto de sirenas del mercado” según algunos, esta frase era una velada alusión a Gramajo Gutiérrez; según otros, a
Fader, a quien Gómez Cornet siempre detestó). Con una reducida gama cromática y un minucioso trabajo de los rostros, y de s miradas en especial (recuérdense
los ojos vacíos que exhibían sus primeros retratos. modiglianescos, o compárese
esta expresividad con los impávidos perfiles que p los cuadros de Gramajo),
logra un registro absolutamente propio que define como “pintura de almas”. Esta
inesperada evolución lleva a Abraham Haber a comentar que “Gómez Cornet es
la reacción contra Gómez Cornet”. Mientras Gramajo Gutiérrez disfruta en Buenos Aires de su renombre (en 1926 el Museo de Luxemburgo compra con bombos y platillos su Entierro en mi pueblo yen 1929 gana el Premio Municipal y el Premio Sívori en el Salón Nacional con Carnaval norteño), Gómez Cornet debe esperar diez años para recibir honores comparables (en 1937 gana el Premio Nacional con Muchachos santiagueños y en 1939 el Premio Presidente de la Republica, un concurso para ganadores del
Premio Nacional, con Retrato de una joven).
Su vida en esos años es azarosa. Intenta que se abra un Museo Provincial de Bellas
Artes en su provincia (para el cual paga de su bolsillo el traslado de las obras
desde el Museo Nacional) pero se niega a aceptar el puesto de director porque el
gobernador lo obliga a ceder el sueldo a un recomendado. En 1945 es contratado
por la Universidad de Cuyo para la cátedra de Pintura, pero renuncia por las intrigas internas. En 1949 obtiene el Gran Premio deL Salón Nacional. Un año después, mientras Gramajo Gutiérrez es comparado con Diego Rivera por su tríptico La cosecha del tabaco (expuesto en Witcomb), a Gómez Cornet le piden la realización de una serie de murales para el Palacio Municipal de Santiago, pero le rechazan el proyecto por considerarlo muy caro (había pedido, por un trabajo de tres años, una cifra más que razonable: lo que se pagaba por un premio adquisición en los salones nacionales de entonces) Ese mismo año es contrata do por la Universidad de Tucumán (junto a Spilimbergo y Audivert, con alumnos como Carlos Alonso y Leonor Vassena). La experiencia también termina mal. En 1955 vuelve a Mendoza como profesor extraordinario con dedicación exclusiva. Desde allí confiesa a un amigo: “Como por desgracia hacen todos los que en nuestro país quieren estudiar, trabajo en mi pintura robándole tiempo a ta reas absurdas. Sólo aspiro a pasar en Santiago mis últimos años o al menos dormir el sueño eterno en ese cementerio de Tipiro, donde los perros se comen las velas”. No pudo ser: en 1964 viaja a Buenos Aires para hacerse tratar de una dolencia que resulta más grave de lo que parece y la muerte no le da tiempo ni a trasladarse a Santiago a esperarla.
Si Gómez Comet fue un “pintor de almas”, el rosarino Augusto Schiavoni es una suerte de aciago hermano espiritual, cuya insularidad es todavía mayor aunque haya transcurrido en una ciudad supuestamente cosmopolita como Rosario. Nacido en 1893, encaró en 1914 el consabido peregrinaje a Europa, donde se estableció en Florencia y frecuento a Musto y a Pettoruti (quien logró con vencerlo, luego de mucho esfuerzo, de que abandonara el taller de “ese mediocre” de Giovanni Costetti) A su retorno en 1917, Schiavoni decide por motivos misteriosos evitar Buenos Aires (Pettoruti habla de su “vida sentimental dispendiosa” y su “temperamento retraído”; José Carlos Gallardo, de su “disenso permanente con las miopes comisiones oficiales”) y aislarse en una casa del barrio de Saladillo, en Rosario, donde pinta febrilmente con las persianas permanente mente cerradas (porque “la luz del día turba su luz interior”) sus extraordinarios
retratos y naturalezas muertas. Veía en unos y otros el mismo signo: “El desamparo de los hombres me es tan patético como el de las tazas, las flores, las frutas o los libros , le comento a su amigo Musto. El único reconocimiento que mereció
en vida fue un premio estímulo (que, según algunos, fue mera compra, por una
cifra irrisoria) ene1 Salón de Rosario de 1931 (el cuadro, Figura de viejo, hoy está
en el Museo Rosa Galisteo de Rodríguez, de Santa Fe). A principios de los anos
treinta, José León Pagano comentó acerca de su pintura: “Tal ve: sólo el psicoanálisis pueda explicar esta personalidad exacerbada. Su sobreexcitación ofrece
matices destinados a prender en lo estético y hay casos de afortunada lucidez, en su obra dispar y arbitraria”. Pettoruti fue más justo cuando escribió en 1932 “Hay que situarlo entre los que están abriendo nuevos surcos en pro de un arte argentino. Sus telas plenas de sugestión y realizadas con pura plasticidad pictórica revelan un espíritu tan alerta como cargado de rara religiosidad, mezcla de ternura y hastío, de reflexión y arrebato” La serie de exangües magnolias que en 1934 prácticamente raspó sobre la tela es una señal inequívoca de lo que se avecina: poco después Schiavoni deja de pintar. Los siguientes (ocho años son una inmersión sin retomo en la locura, hasta su muerte en 1942, ya internado en el manicomio. Las ignominias no terminan con su muerte: cuando Juan Pablo Renzi pidió por escrito en 1965 (junto a sus colegas Bortolotti, Payano y Gatti) al Museo Castagnino de Rosario que exhibiera el cuadro Con los amigos pintores de Schiavoni, que estaba arrumbado en c depósito, se consideró el pedido “un acto subversivo sin el menor sustento artístico” (Renzi tendría su revancha en 1984, cuando exhibió en la retrospectiva de su obra que hizo el mismo museo, su Tercer Homenaje a Schiavoni, una naturaleza muerta que trabaja los distintos tonos del blanco tal como había pintado Schiavoni, en 1931, una estremecedora escena similar apelando sólo a ese color).
En las antípodas de este exilio interior pero víctima de un similar relegamiento luego de su muerte se encuentra la obra de. Valentín Thihon de Libian. Su vida breve y tumultuosa (nació en 1889, murió en 19.31) fluctuó entre el afán de seguir los pasos de su admirado Degas y el inf1 hipnótico que ejercían sobre él la bohemia nocturna y sus márgenes más silenciados. La fina línea que separaba el cabaret de la prostitución, por ejemplo, que Thibon retrató con maestría, convive en su obra con desvaídas estampas de bailarinas en tutú, a la manera del impresionista francés. Capaz de pintarse la cara como un payaso en la soledad de su habitación antes de encarar alguna de sus célebres escenas de vodevil circense, y promotor impenitente de diversas cofradías de bebedores noctámbulos como la Peña del lagarto y el Cuarteto de la madrugada, la figura de Thibon brillá en vida, alimentada por su maestría y su generosidad tanto en el dibujo como en la camaradería nocturna, y se va angostando después de su muerte, ceñida a dos epitafios igualmente concluyentes, uno de ellos de Romero Brest (“Fue demasiado inteligente para que lo soportara nuestra burguesía”) y el otro del inefable Atalaya( Fue lo suyo un semifracaso como finalidad de arte ). Aun as la galeria de personajes de sus cuadros, como los anónimos rostros santiagueños de Gómez Cornet, los escasos retratos de Schiavoni y las funambulescas multitudes de Gramajo Gutierrez encontraron en esos anos, por primera vez, quien los convirtiera en iconografía a través de la pintura y así, ligados a la estética de quien los pintó, empezaron a integrar el inconsciente colectivo de una sociedad Lamen tablemente proclive al ejercicio de la amnesia.
 

TENSIONES DE LA MODERNIDAD
por Diana IB. Wechsler
En noviembre de 1921, la exposición de Ramón Gómez Cornet en el  Salón Chandier se presenta como un primer mojón dentro de lo que será el debate por el arte moderno en la Argentina. Fernán Félix de Amador, crítico de arte del diario La Época, se ocupa extensamente de la muestra. La nota reproduce imágenes que revelan una mirada diferente: rostros muy sintéticos, fondos con tratamientos geométricos, un paisaje concebido como volúmenes en el espacio. El crítico, advirtiendo la novedad de estas obras, habla de “un artista joven que sabe usar su juventud como una fuerza”, que tiene una “nueva visión” que lo sitúa dentro de las “buenas orientaciones de la pintura moderna”
Reinstalado en la Argentina, Gómez Cornet pone, ya hacia los años treinta, esta experiencia plástica al servicio de otros motivos. El tema vuelve a tener interés: recoge los rostros de la infancia de Santiago del Estero, situados en ámbitos muy despojados, polvorientos, de escasos recursos materiales.
Construye en cada una de estas obras los iconos de una identidad regional signada por la austeridad y la pobreza.
Términos como “juventud”, “nueva visión”, “pintura moderna” aparecen en la crítica a Gómez Cornet y se repiten en el futuro a medida que se suceden las presentaciones de arte nuevo. Se suman también otros calificativos como"jóvenes vanguardistas”, “artistas modernos”, “nueva sensibilidad”. Gómez Cornet, Pettoruti, Xul Solar, Forner, Berni, (guttero y Spilimhergo, entre otros, son los que reciben estas valoraciones. Estos artistas hicieron el iniciático viaje de estudios a Europa. Enviaron obras a los salones oficiales, Se mostraron en galerías privadas buscando alcanzar cada vez más visibilidad. Conmovieron el gusto de jurados y públicos con sus nuevas propuestas a la ve: que trataron de dialogar, desde las obras, con otras alternativas estéticas vigentes entonces. Nuestra “primera vanguardia” artística, a diferencia de lo que se ha definido como vanguardias históricas para Europa, se caracterizo por no romper con la tradición plástica ni con las instituciones del campo artístico, sino que elaboró estrategias que tendieron a fisurar espacios oficiales como los Salones Nacionales, a poner en duda los juicios de la critica de arte y finalmente a ir instalándose en el gusto del público a través de diferentes estrategias: exposiciones grupales e individuales, conferencias sobre arte contemporáneo, notas en los periódicos porteños y la acción de la crítica moderna filtrándose en los grandes matutinos o en diarios corno Crítica, en revistas vanguardistas como Martín Fierro, Proa, y en la más tradicional Nosotros, o en publicaciones de interés general como Plus Ultra o el Magazin de La Nación, El debate moderno está tensado en nuestro campo artístico por a discusión en tomo al arte nacional y con ella la construcción de una identidad. Lo moderno aparece aso ciado con lo cosmopolita y por ende al margen de las preocupaciones por la definición de un arte de raíces nacionales-tradicionalistas. Entre ambas posiciones se ubican varios artistas tratando de dar una respuesta propia. Las obras de Oramajo Ouriérrez, por ejemplo —que ilustrara algún número de la revista de la joven generación Proa—, ofrecen una síntesis peculiar. Los personajes del ámbito rural inundan sus cuadros. Las coloridas escenas de ferias, fiestas camperas y pueblos organizan un variado tapiz costumbrista,
La batalla por el arte moderno entre la construcción de una identidad y la producción de una “imagen moderna” va teniendo sus éxitos a lo largo de las décadas del 20 y 30. Entre ellos contamos, por ejemplo, la modificación progresiva de la mirada de la crítica sobre e) arte nuevo y el giro del juicio de los jurados de los Salones Oficiales. Otra de las victorias del movimiento moderno ha sido la expansión hacia algunas otras metrópolis del país, entre ellas Rosario. Allí se desarrollan propuestas plásticas modernas como las de Augusto Schiavoni, caracterizadas por un realismo sutil, sencillo y sugerente, y las de Domingo Candia, con un intimismo expresado a través de una paleta tonal apastelada. Estos y otros artistas como Spilimbergo, Gramajo Gutiérrez, Forner, Butier, Cúnsolo, etcétera, participa  hacia 1932, de la Exposición del Cincuentenario de la Ciudad de La Plata. Esta muestra, constituida en su mayoría por artistas jóvenes, representantes del arte nuevo, es una victoria contundente del derrotero moderno en el país.
En la tensión por la renovación artística avanza y gana terreno otra vertiente dentro de estas búsquedas. En este caso la vinculada directamente con la yo voluntad de ofrecer las imágenes para una identidad nacional, En sintonía con las consignas de Malbarro primero y Fader más tarde, aunque con otra pro puesta plástica, artistas como el riojano Guzmán Loza o Gertrudis Chale recuperan el paisaje regional. Entre tanto Jorge Bermúdez, apropiándose de los recursos de lenguaje de la pintura regional española, en especial de Zuloaga, su maestro, ofrece una gatería de escenas del campo y retratos expresivos de sus personajes. Tradición y modernidad, identidad y ‘cosmopolitismo se tensan en el debate por la renovación artística en la Argentina dando un variado repertorio de imágenes que enriquecen el mapa de nuestra modernidad

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