SERGIO PITOL

   

   
  FUE ESTUDIANTE EN ROMA, TRADUCTOR EN PEKIN, EMBAJADOR EN PRAGA Y ESCRITOR EN TO DE "LA VIDA CONYUGAL", HABLA DE «EL VIAJE", SU NUEVA NOVELA, QUE PRESENTA ESTA SEMANA.

"DESDE PEQUEÑO, FUI UN VIAJERO A TIEMPO COMPLETO Y UN BUSCADOR DE TESOROS."

"LA INMENSA VITALIDAD DE LA GENTE Y EL TEMOR DE LOS BUROCRATAS: ESO FUE LA PERESTROIKA."

Bueno? Aquí, Sergio Pi-tol.-.M, dice el hombre desde México, en medio de los ruidos y ecos de una línea telefónica de matine, tendida entre Jalapa y Buenos Aires. La voz de Pitol -escritor veracruzano "nacido por azar en Puebla" en 1933, autor del ya célebre Tríptico de carnaval, de lectura obligada para quien quiera saber qué pasó en la novela latinoamericana después del boom, traductor de Conrad, James, Gombrowicz y otros grandes, ex diplomático, fumador empedernido que recurrió a la hipnosis para sacarse el vicio (o intentarlo), carne y alma de malaria en la infancia, lector voraz, y hoy, narrador inclasificable- es pausada, baja y cordial.
Son las 17 de un martes y hemos acordado este encuentro invisible para hablar de su nueva y sexta novela. El viaje, editada por Anagrama: un libro que narra la bella, de a ratos inesperada y siempre emocionante hoja de ruta de catorce días en la ex URSS durante 1986, en los primeros tiempos de la perestroika. A las postales de Moscú, Leningrado y Georgia que van saliendo al paso, el protagonista suma el relato de su amor por la literatura rusa, sueños estrambóticos donde caben avestruces que devoran originales de una novela genial y muertos que fingen buena salud, cuadros de Matisse y largas caminatas. También, réquiems, humoradas y un emotivo regreso a la infancia, a los escondrijos de un ingenio azucarero y a un libro de estampas que ilumina el secreto deseo
de ser otro: "Yo siempre quise ser el chico de una de esas fotos", confiesa Pitol. "Tener un gorro de piel, ser ruso y llamarme Iván". De niño, llegó, incluso, a presentarse con ese nombre y el sambenito de la mitomanía le colgó por muchos años. Autor hiperpremiado (el Herralde de novela 1984 y el Rulfo 99 son parte de sus logros), y extranjero por elección durante tres décadas, en 1993, Pitol se afincó en una casona de Veracruz, llena de perros y de verde. Desde allí, contestó estas preguntas. Hoy, domingo, ya en Buenos Aires -"la ciudad más literaria del mundo"-, el escritor desayuna café, medialunas y el resultado de esa charla.

-¿Qué es El viaje: una novela o un diario de asombros?

-Un poco de ambas cosas, creo, porque esas han sido mis pasiones. Desde chico, yo he sido un viajero a tiempo completo y un buscador de tesoros. Cosas de la malaria que contraje muy pequeño y que me obligó a quedarme en casa. Mi hermano iba a la escuela, a tenis, a equitación y yo lo compadecía porque, entretanto, leía... La biblioteca de mi abuela fue mi primer mapamundi y Julio Verne un cicerone fantástico. Así conocí la India, descubrí el corazón de África, subí los Andes y fui a los lugares más helados de Alaska. Luego vinieron Stevenson, Dickens, Scott...

-¿Y cuándo saltó de lector de viajes a escritor viajero?

-Apenas recuperé la salud, en la adolescencia: lo que más quise fue viajar y contarlo. Me fui por primera vez a Europa en el 61. Estudié en Roma, trabajé como traductor en Pekín y en Barcelona, luego co-mojree-lance y como diplomático en sitios increíbles. Las ciudades que visité son los escenarios que elegí luego para mis cuentos. Mucha gente conocida en esos años acabó vestida de personaje en alguna novela o contando sus ideas en aleún ensavo.

A veces pienso que de haberme quedado en México, no habría sido escritor.

-¿Por qué?

-Es que yo tenía una vida muy fácil, muy alegre, muy excéntrica y creo que para escribir, debía pasar por la experiencia del alejamiento, de la soledad, de lo desconocido. Visitar otros lugares, recomponer en la memoria todo el mundo anterior, tamizar mi infancia, mis largas soledades.

-¿Convertir los fantasmas en literatura?

-Sí, los fantasmas y los sueños y las lecturas y las derrotas y los días y los dolores... Los mismos que luego me trajeron de regreso. Cada uno de nosotros alberga historias increíbles sin saberlo.

-¿Me cuenta una de las suyas?

-Cómo no. ¿Sabe? Durante años llevé un diario en el que anotaba todos mis sueños. Me gustaba, al despertar, jugar a reescribirlos. Yo sueño mucho, a veces, incluso, con ciudades que no conozco, a las que vuelvo una y otra vez.

-¿Descubrió qué busca en ellas?

-No todavía. Sé que voy, por ejemplo, a Bucarest (donde en verdad, nunca estuve) j a visitar a alguien. Todo empieza fantastico, pero luego, indefectiblemente, me pierdo y el sueño se transforma en pesadilla y angustia. Esas zonas oscuras son riquísimas para un escritor. Fíjese, le cuento otra experiencia para mí, sorprendente. Una vez, decidido a dejar de fumar, recurrí a un prestigioso hipnotista. En trance, yo debía buscar momentos clave relacionados con mi adicción. Pero sólo llegaban banalidades: fiestas, reuniones... Ya estaba impacientándome, cuando de pronto, me veo, muy pequeño, junto a mi hermano, en una casa que desconozco, los dos muy aturdidos y llorosos. La escena es dolo-rosísima. Recuerdo la imagen como si fuera hoy: fue el día posterior a la muerte de mi madre. Nunca he vuelto a sentir un desgarro igual. Vivió en mí, dormido, hasta la hipnosis.

-Los cruces entre vida y literatura son una constante en su obra. ¿No le teme a la exposición?

-Bueno, escribir así es una forma de mostrarse, pero llena de capas. Lo que cuento son anécdotas que siento que puedo trabajar literariamente, disparadores de un relato. Son mías y hondísimas, pero

también hay mucho de ficción. Parte del encanto de la literatura está en no develar qué hay de verdad y de fantasía.

-¿Qué le interesaba contar en El viaje?

-El libro nació por casualidad. Revisando un viejo diario de mi vida como embajador en Praga, encontré unas páginas sueltas sobre una escapada a la ex URSS en 1986. Después de leerlas, nació el entusiasmo por convertir esos apuntes en una novela. Es un homenaje a la literatura rusa, que amo por su inagotable pasión y su humanidad sin medias tintas. Pero además, creo que el libro pinta un universo más complejo en el que entran la parodia y el folletín, afines a mis búsquedas literarias a partir de El desfile del amor.

-¿Recuerda qué lo impactó más de esos primeros días de la per^troika?

-La gente. Ver cómo la gente empezaba a discutir, a poner en tela de juicio el régimen. Esa vitalidad inmensa se sentía en todas partes. Y asistir también al asombro de los burócratas de la cultura: su temor, su disgusto, la incredulidad ante lo que estaba sucediendo. Volví hace dos años y todo era distinto. Encontré muchos problemas, muchísima pobreza. Pero, bueno, Rusia ha pasado momentos terribles en sus dos mil años como nación. Y ha tenido, a pesar de eso, un increíble esplendor: los grandes novelistas del siglo XIX -Tóls-toi, Gógol-, las vanguardias del XX, los inmensos poetas y escritores que no sofocaron, luego de la revolución, la prohibición ni el exilio. Seguramente, al regreso de mi próximo viaje podré contarle algo mejor.

-Y en su viaje por la literatura, ¿cómo le fue? ¿Perdió muchos trenes, pagó excesos de equipaje, lo bajaron antes de llegar a destino alguna vez?

-(Se ríe) Tuve de todo, ¡incluso premios, que no esperaba! Para mí escribir siempre fue un sinónimo de libertad y la literatura, algo así como una isla perfecta, casi desierta, jamás he participado de grupos literarios, porque me molestan los núcleos cerrados y el ejercicio del poder que se hace en ellos. He escrito siempre a mi aire, sobre los temas que me interesaban: los relatos de mi tierra primero, luego el equívoco, la decadencia, la fiesta como necesidad, el regocijo...

-¿Está escribiendo ahora?

-Sí, una novela histórica, ambientada en el México del siglo XIX. Pero no voy a decir más. Eso nos enseñó Chéjov, el autor que más amo: a no develar del todo una historia, a tramar relatos sin principio ni final, que "van sin ir", inagotables. A honrar el misterio. Y en esto sí, yo soy muy ruso.

PRAGMENTO

Peces rojos

NOVELA

EL VIAJE De Sergio Pitol Un atractivo diario de viaje que mezcla paisajes de Rusia con sueños, deseos y recuerdos, escrito con el estilo personal del ganador del Premio Juan Rulfo 1999.

SERGIO PITOL

Estaba en segundo año de secunda-literaria. Mi abuela me había regalado un  pequeño portafolios rígido de cuero para guardar libros, cuadernos y demás utensilios escolares, con la esperanza de que dejase de perderlos a cada rato. A mi casa llegaba regularmente una revista médica muy bien ilustrada, de cuyo interior se podía desprender la reproducción de una obra maestra del arte. Yo recortaba esas páginas para guardarlas en una caja de tesoros personales.Un día, al abrir la revista me quedé aturdido. Nada había visto tan deslumbrador como aquella página colorida. Un cuadro bañado de luz, iluminado desde arriba, pero también desde el interior de la tela. En una pecera nadaban unos cuantos peces rojos cuyo renejo se mecía en la superficie del agua. Era el triunfo absoluto del color. El cubo que contenía a los peces formaba parte del eje vertical del cuadro y se apoyaba en una mesa redonda sostenida por un solo pie. Estaba, claro, en el centro. Todo el resto de la tela era una selva de hojas hermosas y de flores; estaban en el primer plano, en el fondo, se las veía a través del cristal del recipiente, enardecidas, arracimadas, luminosas, perfectas. Si hubiese vivido en la Antártida, o en el corazón de Sonora, o del Sahara, donde nadie nunca ve flores ni peces ni agua, podría comprender que aquella precipitación  florida me hiciera enloquecer. Pero vivía en Córdoba, en medio de jardines suculentos, y aún así aquello me parecía un milagro. Fijé la página con pegamento en la parte interior dura de mi maletín. Algunos compañeros colocaban allí fotos de las grandes voces del momento o de boxeadores; otros, nada. Conviví con mis peces rojos y su entorno fascinante durante tres años. Fue mi mejor amuleto; una señal, una promesa. Vi  después reproducciones de obras de su autor, pero no ésa. En el MOMA de Nueva York me detuve con asombro ante formidables óleos suyos.Años después, al entrar en una sala del Museo Pushkin de Moscú, la que alberga algunos de los óleos más extraordinarios de Matisse, me encontré de golpe con el original de aquellos Peces rojos míos. Más que una experiencia estética fue un trance místico, una revaloración instantánea del mundo, de la continuidad del mundo