Fragmento
de Episodios nacionales.
Zaragoza
De Benito Pérez Galdós.
Zaragoza.
Vete lejos de mí, horrible pesadilla. No quiero
dormir. Pero el mal sueño que anhelo desechar vuelve á mortificarme.
Quiero borrar de mi imaginación la lúgubre escena; pero pasa una noche y
otra, y la escena no se borra. Yo, que en tantas ocasiones he afrontado
sin pestañear los mayores peligros, hoy tiemblo: mi cuerpo se estremece y
helado sudor corre por mi frente. La espada, teñida en sangre de
franceses, se cae de mis manos y cierro los ojos para no ver lo que pasa
delante de mí.
En vano te arrojo, imagen funesta. Te expulso y vuelves
porque has echado profunda raíz en mi cerebro. No, yo no soy capaz de
quitar á sangre fría la vida á un semejante, aunque un deber inexorable
me lo ordene. ¿Por qué no temblaba en las trincheras y ahora tiemblo?
Siento un frío mortal. A la luz de las linternas veo algunas caras
siniestras; una sobre todo, lívida y hosca que expresa un espanto
superior á todos los espantos. ¡Cómo brillan los cañones de los
fusiles! Todo está preparado, y no falta más que una voz: mi voz. Trato
de pronunciar la palabra, y me muerdo la lengua. No, esa palabra no saldrá
jamás de mis labios.
Vete lejos de mí, negra pesadilla. Cierro los ojos, me
aprieto los párpados con fuerza para cerrarlos mejor, y cuanto más los
cierro más te veo, horrendo cuadro. Esperan todos con ansiedad; pero
ninguna ansiedad es comparable á la de mi alma, rebelándose contra la
ley que la obliga á determinar el fin de una existencia extraña. El
tiempo pasa, y unos ojos yo no quisiera haber visto nunca, desaparecen
bajo una venda. Yo no puedo ver tal espectáculo, y quisiera que pusieran
también un lienzo en los míos. Los soldados me miran y yo disimulo mi
cobardía, frunciendo el ceño. Somos estúpidos y vanos hasta en los
momentos supremos. Parece que los circunstantes se burlan de mi
perplejidad, y esto me da cierta energía. Entonces despego mi lengua del
paladar, y grito:
¡Fuego!
La maldita pesadilla no se quiere ir, y me atormenta
esta noche, como anoche, y como anteanoche, reproduciéndome lo que no
quiero ver. Más vale no dormir, y prefiero el insomnio. Sacudo el
letargo, y aborrezco despierto la vigilia como antes aborrecía el sueño.
Siempre el mismo zumbido de los cañones. Esas insolentes bocas de bronce
no han cesado de hablar aún. Han pasado diez días y Zaragoza no se ha
rendido, porque todavía algunos locos se obstinan en guardar para España
aquel montón de polvo y ceniza. Siguen reventando los edificios, y
Francia, después de sentar un pie, gasta ejércitos y quintales de pólvora
para conquistar terreno en que poner el otro. España no se retira
mientras tenga una baldosa en que apoyar la inmensa máquina de su
bravura.
Yo estoy exánime y no me puedo mover. Esos hombres que
veo pasar por delante de mí no parecen hombres. Están flacos,
macilentos, y sus rostros serían amarillos si no les ennegreciera el
polvo y el humo. Brillan bajo la negra ceja los ojos que ya no saben mirar
sino matando. Se cubren de inmundos harapos, y un pañizuelo ciñe su
cabeza como un cordel. Están tan escuálidos, que parecen los muertos del
montón de la calle de la Imprenta, que se han levantado para relevar á
los vivos. De trecho en trecho se ven, entre columnas de humo, moribundos,
en cuyo oído murmura un fraile conceptos religiosos. Ni el moribundo
entiende, ni el fraile sabe lo que dice. La religión misma anda
desatinada y medio loca. Generales, soldados, paisanos, frailes, mujeres,
todos están confundidos. No hay clases ni sexos. Nadie manda ya, y la
ciudad se defiende en la anarquía.
No sé lo que me pasa. No me digáis que siga contando,
porque ya no hay nada. Ya no hay nada que contar, y lo que veo no parece
cosa real, confundiéndose en mi memoria lo verdadero con lo soñado.
Estoy tendido en un portal de la calle de la Albardería, y tiemblo de frío;
mi mano izquierda está envuelta en un lienzo lleno de sangre y fango. La
calentura me abrasa, y anhelo tener fuerzas para acudir al fuego. No son
cadáveres todos los que hay á mi lado. Alargo la mano y toco el brazo de
un amigo que vive aún:
–¿Qué ocurre, Sr.
Sursum
Corda?
–Los franceses parece que están del lado acá del
Coso –me contesta con voz desfallecida.– Han volado media ciudad.
Puede ser que sea preciso rendirse. El capitán general ha caído enfermo
de la epidemia, y está en la calle de Predicadores. Creen que se morirá.
Entrarán los franceses. Me alegro de morirme para no verlos. ¿Qué tal
se encuentra usted, Sr. de Araceli?
–Muy mal. Veré si puedo levantarme.
–Yo estoy vivo todavía, á lo que parece. No lo creí.
El Señor sea conmigo. Me iré derecho al cielo. Sr. Araceli, ¿se ha
muerto usted ya?
Me levanto y doy algunos pasos. Apoyándome en las
paredes, avanzo un poco y llego junto á las Escuelas Pias. Algunos
militares de alta graduación acompañan hasta la puerta á un clérigo
pequeño y delgado, que les despide diciendo: «Con nuestro deber hemos
cumplido, y la fuerza humana no alcanza á más.» Era el padre Basilio.
Un brazo amigo me sostiene y reconozco á D. Roque.
–Amigo Gabriel –me dice con aflicción.– La
ciudad se rinde hoy mismo.
–¿Qué ciudad?
–Esta.
Al hablar así, me parece que nada está en su sitio.
Los hombres y las casas, todo corre en veloz fuga. La Torre Nueva saca sus
pies de los cimientos para huir también, y desapareciendo á los lejos,
el capacete de plomo se le cae de un lado. Ya no resplandecen las llamas
en la ciudad. Columnas de negro humo corren de Levante á Poniente, y el
polvo y la ceniza levantados por los torbellinos del viento marchan en la
misma dirección. El cielo no es cielo, sino un toldo de color plomizo,
que tampoco está quieto.
–Todo huye, todo se va de este lugar de desolación
–dijo D. Roque.– Los franceses no encontrarán nada.
–Nada: hoy entran por la puerta del Ángel. Dicen que
la capitulación ha sido honrosa. Mira; ahí vienen los espectros que
defendían la plaza.
En efecto, por el Coso desfilan los últimos combates,
aquel uno por mil que había resistido á las balas y á la epidemia. Son
padres sin hijos, hermanos sin hermanos, maridos sin mujer. El que no
puede encontrará los suyos entre los vivos, tampoco es fácil que los
encuentre entre los muertos, porque hay cincuenta y dos mil cadáveres,
casi todos arrojados en las calles, en los portales de las casas, en los sótanos,
en las trincheras. Los franceses al entrar se detienen llenos de espanto
ante tan terrible espectáculo, y casi están á punto de retroceder. Las
lágrimas corren de sus ojos y se preguntan si son hombres ó sombras las
pocas criaturas con movimiento que discurren ante su vista.
El soldado voluntario al entrar en su casa, tropieza
con los cuerpos de su esposa y de sus hijos. La mujer corre á la
trinchera, al paredón, á la barricada, y busca á su marido. Nadie sabe
dónde está: los mil muertos no hablan y no pueden dar razón de si está
Fulano entre ellos. Familias numerosas se encuentran reducidas á cero, y
no queda en ellas uno solo que eche de menos á los demás. Esto ahorra
muchas lágrimas, y la muerte ha herido de un solo golpe al padre y al huérfano,
al esposo y á la viuda, á la víctima y á los ojos que habían de
llorarla.
Francia ha puesto al fin el pie dentro de aquella
ciudad edificada á las orillas del clásico río que da su nombre á
nuestra Península; pero la ha conquistado sin domarla. Al ver tanto
desastre y el aspecto que ofrece Zaragoza, el ejército imperial, más que
vencedor, se considera sepulturero de aquellos heroicos habitantes.
Cincuenta y tres mil vidas le tocaron á la ciudad aragonesa en el
contigente de doscientos millones de criaturas con que la humanidad pagó
las glorias militares del imperio francés.
Este sacrificio no será estéril, como sacrificio
hecho en nombre de una idea. El imperio francés, cosa vana y de
circunstancias, fundado en la movible fortuna, en la audacia, en el genio
militar que siempre es secundario, cuando abandonando el servicio de la
idea, sólo existe en obsequio de sí propio; el imperio francés, digo,
aquella tempestad que conturbó los primeros años del siglo, y cuyos relámpagos,
truenos y rayos aterraron tanto á la Europa, pasó, porque las
tempestades pasan, y lo normal de la vida histórica, como en la de la
Naturaleza, es la calma. Todos los vimos pasar, y presenciamos su agonía
en 1815: después vimos su resurrección algunos años adelante, pero
también pasó, derribado el segundo como el primero por la propia
soberbia. Tal vez retoñe por tercera vez este árbol viejo; pero no dará
sombra al mundo durante siglos, y apenas servirá para que algunos hombres
se calienten con el fuego de su última leña.
Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de
nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y la
usurpación. Cuando otros pueblos sucumbieron, ella mantiene su derecho,
lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra como
consagraban los mártires en el circo la idea cristiana. El resultado es
que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena,
desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos
gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más ó menos declaradas, sus
inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos,
no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su
nacionalidad; y aun hoy mismo, cuando parece hemos llegado al último
grado del envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida,
nadie se atreve á intentar la conquista de esta casa de locos.
Hombres de poco seso, ó sin ninguno en ocasiones, los
españoles darán mil caídas hoy como siempre, tropezando y levantándose,
en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún
conservan, y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía
la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y
sorpresas, aparentes muertes y resurreciones prodigiosas reserva la
Providencia á esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación
como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y estará
siempre asegurada.
Fuente: Enseñat, Juan B. Lecturas literarias en prosa y verso. París: Librería de la Vda.
de C. Bouret, 1908.enciclopedia encarta2001
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