Octavio Paz
El último intelectual mexicanoOctavio Paz: El último intelectual
mexicano
por Soledad Loaeza
La capacidad para la provocación es uno de los atributos del intelectual.
Mediante la creación y la crítica el artista, el científico, el escritor,
estimulan el pensamiento, la sensibilidad o las tripas de otros cuyas reacciones
son la mejor recompensa que puede esperar el provocador. Pasado el duelo
nacional por la muerte de Octavio Paz, la vitalidad de su obra habrá de
imponerse con la reaparición de los desacuerdos y las polémicas que rodearon al
autor, sobre todo cuando hablaba de política, porque si la belleza de su poesía
es reconocida por unanimidad, en cambio sus posiciones frente al Estado, la
izquierda, el socialismo o la democracia suscitaron siempre dudas, discusiones y
reproches. Solamente los más primitivos intentarán descalificar el conjunto de
la obra y de la vida de Paz porque les disgusten el sentido de su crítica o sus
afinidades políticas; otros, para preservar el arte paciano querrán ignorar su
legado ensayístico. Sin embargo, mientras lo primero es pueril, lo segundo es
innecesario, entre otras razones porque si la poesía de Paz enriqueció nuestra
vida cultural, su visión de la política contribuyó a diversificar nuestro
horizonte ideológico.
A Paz le tocó vivir un siglo apasionado de la política. Fue testigo de guerras,
supo de campos de concentración, deportaciones masivas, del ascenso y caída de
imperios ideológicos, de varios reacomodos políticos de la geografía mundial. En
México presenció las transformaciones que precipitó la Revolución, que luego
profundizó la estabilidad, y que después se tradujeron en urgencia por más
cambios. Sus reflexiones deben ser leídas como un esfuerzo supremo por
introducir cierto orden en el universo caótico de acontecimientos del siglo XX,
que se presentaron en muchos casos en forma simultánea, sin que entre ellos
hubiera más relación que la que podía o quería establecer un observador
privilegiado, como lo era el mismo Octavio Paz.
Paz fue siempre un hombre de contrastes, que miraba el mundo como un problema,
como un enigma, a través de las contradicciones de la realidad, buscando revelar
aquello que se ocultaba bajo lo obvio. De ahí su pasión por las dualidades que
se contradicen y se complementan: soledad y comunión, modernidad y tradición,
mexicanidad y universalidad, para citar algunas de las antinomias que utilizaba
como referencia para descifrar la realidad y ayudarnos a comprenderla.
Sorprendentemente, al tiempo que reflexionaba a partir de dicotomías, podía
mantener el matiz que distingue la reflexión del intelectual de la contundencia
del político.
Hace unos meses un crítico norteamericano escribió que las posiciones políticas
de los escritores latinoamericanos tenían que ser entendidas como una extensión
de su literatura. Este juicio, devastador y exacto, no es de ninguna manera
aplicable a Paz quien nunca puso la política al servicio de su obra, y mucho
menos su obra al servicio de la política, como le reprochaba haberlo hecho a
Louis Aragon y a Pablo Neruda. A diferencia de ellos, no creía que la poesía, la
literatura o las ideas produjeran los acontecimientos históricos, sino más bien
que éstos producían aquéllas. "La literatura no salva al mundo; al menos lo hace
visible: lo representa o, mejor dicho, lo presenta".1 Su interés por la política
no nacía del compromiso con una utopía, sino de su creencia de que el
intelectual debía ser la conciencia crítica de la sociedad; así como de su
convicción de que la política era un dimensión de la historia, que mucho lo
seducía porque sin ser historiador tenía la obsesión del poeta con el tiempo.
La amplia y diversa obra ensayística de Octavio Paz está guiada por la
curiosidad del hombre culto que aspira a capturar las particularidades del mundo
e integrarlas en una visión coherente. Al reflexionar sobre el presente y los
pasados de México, se proponía situar al país en el universo y en la historia, y
para eso incursionó en meditaciones y análisis críticos de la política interna e
internacional. Se ocupó de los grandes temas del siglo XX mexicano: la
revolución, el Estado, la modernidad, el subdesarrollo, la democracia, las
relaciones con Estados Unidos, con América Latina, la izquierda, las tareas de
la intelligentsia. Pero sus intereses eran amplios: se extendían del socialismo
real en Europa, a las revoluciones cubana y nicaragüense, la sociedad y cultura
norteamericanas o las relaciones entre las superpotencias. Los ensayos de
historia y política de Paz abarcan más de tres décadas de la segunda mitad del
siglo XX: desde las primeras observaciones en El laberinto de la soledad a
propósito de las continuidades culturales mexicanas y de su proyección política,
hasta el envejecimiento del Estado postrevolucionario, los dilemas de la
izquierda ante el reformismo electoral, y la disolución del bloque soviético
entre 1985 y 1991.
Como es bien sabido, Paz renunció al cargo de embajador en la India para
protestar contra la represión policiaca al movimiento estudiantil que tuvo lugar
en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. La
renuncia fue un punto de inflexión en la visión política de Paz, así como el
inicio de su ascenso a la posición de crítico del poder del Estado, desde donde
se convertiría en un interlocutor incómodo de la izquierda universitaria y en
uno de los polos de articulación de una contrahegemonía política en el mundo de
la cultura y de las ideas.
La trayectoria del compromiso de Paz con sus tiempos arranca en 1970 con la
publicación de Postdata, que a su vez indujo la lectura masiva de El laberinto
de la soledad. Este dato justifica que entremos al universo político paciano
preguntándonos qué buscaba en sus ensayos la generación que llegó entonces a la
universidad. En su poesía nos empeñábamos en encontrar puertas de entrada a la
edad adulta, respuestas íntimas a preguntas que como nos enseñó Paz a
reconocerlo no por ser íntimas eran menos universales; sin embargo, teniendo en
cuenta también que buena parte de los jóvenes de 1968 había nacido después de la
primera publicación de El laberinto de la soledad en 1949, cabe preguntarse:
¿qué podía ofrecer ese libro a los universitarios mexicanos, hijos del
desarrollo estabilizador y de la democracia priista perennemente en transición?
¿Qué encontramos en él que primero nos acercó a Paz? Pero luego, ¿qué nos alejó
de Paz? Leerlo desde esta perspectiva también se justifica porque si la
comprensión del último tercio del siglo XX mexicano sería incompleta si no se
leyera a Paz, inversamente la lectura de sus ensayos políticos sería incompleta
si no se hace a la luz de su relación, ambivalente y contradictoria, con la
generación de 1968.
El antiestatismo de Octavio Paz
Lo primero que ofreció Paz a los jóvenes de 1968 fue la crítica al Estado
autoritario en Postdata, que visto a la distancia fue el cimiento del sólido
antiestatismo que recorre en forma consistente sus ensayos, que se había
iniciado en la crítica antiestalinista de los años cincuenta hasta desembocar en
el liberalismo de la década de los noventa. Los momentos clave de esta
trayectoria están consignados en ensayos clave para su comprensión: Los campos
de concentración soviéticos, de 1951; la edición revisada y corregida de El
laberinto de la soledad, cuyas principales adiciones se refieren al movimiento
ferrocarrilero de 1958; Postdata en 1970; El ogro filantrópico, publicado en
1978, en el que denunciaba el crecimiento desmesurado del Estado, motivado en
buena medida por la experiencia de la salida de Excélsior de Julio Scherer,
impugnado por un grupo de cooperativistas y periodistas, que tenían el apoyo del
presidente Echeverría. Este golpe afectó personalmente a Octavio Paz, quien
dirigía la revista Plural. La expropiación de la banca decretada por el
presidente López Portillo en septiembre de 1982, "mezcla de albazo y sentencia
sumarísima",2 afianzó su desconfianza ante la manera cómo, según él, el Estado
mexicano doblegaba a toda la sociedad, en primer lugar a sus élites. Las
elecciones federales de 1985 le hicieron creer que el país se encontraba ante la
disyuntiva entre estancamiento y democracia, y el derrumbe del bloque socialista
entre 1989 y 1991 confirmó su fe en las instituciones de la democracia liberal.
En 1970 la crítica antiautoritaria de Paz tuvo un impacto refrescante y
liberador en la atmósfera opresiva que se vivía en México en esos años, sobre
todo la denuncia que hacía de los muertos y los encarcelados, del país
amordazado, de la intolerancia frente a la disidencia intelectual, de las
falsedades del PRI que encubría una jerga radical que a sus ojos lo asemejaba a
los partidos comunistas del Este de Europa. Postdata al igual que El laberinto
de la soledad nos ofrecía elementos para resolver la crisis de identidad que
había precipitado el movimiento estudiantil, porque si la coincidencia de
nuestra protesta con la que ocurría en París, en Berlín, en Nueva York y en
California nos había hecho creer que éramos universales, el 2 de octubre de 1968
nos había devuelto brutalmente nuestra singularidad.
Sin embargo, el siempre oportuno reformismo mexicano fue políticamente más
eficaz que Postdata, que parece haber tenido sobre todo efecto sobre nuestras
emociones, porque no tardó mucho el Estado mexicano en recuperar el prestigio
comprometido en Tlatelolco. La política de reconciliación de Luis Echeverría
hacia escritores y universitarios dio al traste con las esperanzas de Paz de que
1968 pusiera fin a la tregua que la Revolución había establecido entre la
intelligentsia y el Estado. En los años del populismo echeverrista y de la
segunda mitad del sexenio de López Portillo, la reanimación del discurso
revolucionario, la solidaridad con los países del Tercer Mundo, con Cuba y con
la revolución sandinista y la expansión del intervencionismo estatal
enmudecieron los ecos que el antiestatismo de Paz pudo haber encontrado en 1970.
La crítica al Estado que unos años antes le había valido la popularidad, después
lo convirtió en un individuo sospechoso sobre todo cuando sus críticas se
extendieron a la vía revolucionaria. Tanto que, para protestar contra el
discurso que pronunció Paz en Frankfurt en 1984, en el que afirmó que en
Nicaragua la revolución había sido confiscada por los dirigentes y demandó la
celebración de elecciones, un grupo de estudiantes enfurecidos quemó la efigie
de Octavio Paz.3
Paz comparte con autores como Bertrand de Jouvenel, una visión hobbesiana que
sostiene que el Estado nace para defender a los hombres de los hombres, así como
la idea general de que su desarrollo es un proceso histórico, más que el
resultado de un proyecto ideológico particular. Sin embargo, mientras que para
autores como de Jouvenel el Estado es también un aspecto central del proceso
civilizatorio de Occidente, para Paz esta construcción histórica era una
fatalidad que había que combatir; un ente intrínsecamente perverso, sujeto a la
racionalidad del poder y condenado a la burocratización, que tendía a invadir y
anular amplias áreas de la vida privada.
El Estado benefactor le merece casi las mismas críticas que el socialista. Ante
el Estado mexicano mantenía una cierta ambivalencia. Por una parte, reconocía
que había sido un protagonista insustituible de la modernización, y patrocinador
de élites que habían jugado un papel clave en el cambio; pero por otra, veía en
el paternalismo estatal un poderoso obstáculo al desarrollo de la sociedad
civil, y se rebelaba contra su intransigencia ante la disidencia, actitud que a
ojos de Paz había frustrado la maduración del pensamiento crítico independiente.
Paz se empeñaba en establecer analogías entre el régimen político mexicano y el
soviético, con base en la existencia de un partido oficial, el PRI, y en lo que
él consideraba el peso asfixiante de la burocracia; sin embargo, no dejaba de
reconocer que existían diferencias muy importantes entre ellos. En particular el
hecho de que el arreglo político mexicano no estuviera fundado en "una
ideocracia totalitaria", sino que, a diferencia del PCUS, el partido mexicano
era una coalición de grupos e intereses que no había incurrido en "los terrores
de una ortodoxia cualquiera". Esta fórmula peculiar había garantizado
flexibilidad en las relaciones políticas, y había permitido escapar a la
petrificación a la que se había visto condenada la sociedad en los países
socialistas. En 1981, por ejemplo, escribió que la revolución cubana era "una
losa de piedra que ha caído sobre el pueblo".4
La importancia de El ogro filantrópico en el conjunto de la obra política de Paz
estriba en que sus líneas generales están presentes en todos los trabajos
posteriores, pero para leerlo y medir su significado real hay que recordar que
fue escrito al término del sexenio de Echeverría, cuando todavía no se superaba
la atmósfera de crisis que había heredado a su sucesor. En 1977 el gobierno de
López Portillo había firmado con el Fondo Monetario Internacional un riguroso
programa de ajuste y estabilización para salirle al paso a la crisis financiera
y a una deuda internacional sin precedentes; también tenía que responder a las
presiones derivadas del crecimiento desmesurado del sector paraestatal, así como
de la politización de amplios sectores de la población que se había producido al
margen de las instituciones, gracias al presidencialismo personalizado que
ejerció Echeverría, similar al que en su momento representaron Lázaro Cárdenas y
Miguel Alemán. En este ensayo Paz atribuye esta recurrencia a una continuidad
cultural cuyos orígenes podían rastrearse en el poder del Tlatoani de los
aztecas retomando la idea que había desarrollado en El laberinto de la soledad,
y en Postdata después. Sin embargo, en el escrito de 1978 se trata de una
referencia más que de una observación, y este matiz sugiere una interesante
evolución de la visión del propio Paz de la relación entre el México de entonces
y el de veinte o diez años antes.
El antiestatismo de Paz fue la posición que cavó la brecha más amplia entre el
autor y la generación de 1968, y también lo separó de buena parte de la
intelligentsia mexicana como se verá más adelante y de los universitarios. A
partir de El ogro filantrópico el distanciamiento se afianzó porque con las
posturas de ese ensayo Octavio Paz optó por el noconformismo no tanto frente al
Estado, sino ante las corrientes hegemónicas en la universidad dominadas por los
intelectuales marxistas, "fieles aunque poco imaginativos apologistas del
‘socialismo histórico’ ". Incluso en los medios que escapaban a esa hegemonía
muy reducidos por cierto, el antiestatismo de Paz nos causaba una irritación que
visto a la distancia era la expresión de la angustia que nos producía el vacío:
si el Estado no era la salvación, entonces ¿quién? o ¿qué? Habíamos crecido
firmemente convencidos de que más Estado significaba más democracia. Si lo
suprimíamos entonces quedábamos solos en "las aguas heladas del cálculo
egoísta", que era la sociedad, para retomar una cita de Marx que a Paz le
gustaba repetir. Una sociedad en la que en esos años no reconocíamos la
capacidad para transformarse a sí misma, sin ayuda del Estado.
La segunda razón por la cual el antiestatismo de Paz nos causaba irritación era
porque su crítica era la de un europeo que denunciaba el socialismo real. Su
descripción de los totalitarismos en Europa del Este apenas tenía resonancia en
un país y en un continente donde el socialismo y la revolución seguían siendo la
materia prima de las utopías. De suerte que su discurso nos parecía exótico y
hasta incomprensible. En el mundo de la Guerra Fría, frente a la realidad
cotidiana de la dominación y prepotencia de Estados Unidos, los crímenes del
stalinismo o de Brejnev nos eran tan ajenos que las denuncias sabían a
propaganda. Al releer los textos recogidos en Tiempo nublado que se publicó en
1979, muchos de ellos dedicados al socialismo, a las perversiones soviéticas del
pensamiento marxista y al autoritarismo mexicano, salta la duda de si acaso la
comparación que hacía Paz entre México y la Unión Soviética, o el PRI y el PCUS,
no respondía más bien a la búsqueda de un terreno común de discusión con
intelectuales checos, rusos, húngaros, polacos y rumanos. Si así fuera, entonces
el diálogo de Paz con la intelligentsia europea antitotalitaria era una
alternativa ante la soledad y el aislamiento que le imponía la crítica
antiestatista en el México de entonces.
En este país, el antiestatismo le ganó a Paz poderosos adversarios, pero sobre
todo impopularidad entre los universitarios. Fue también la piedra de toque de
afinidades políticas y de aliados que se le reprocharon incluso después de su
muerte. Sin embargo, difícilmente hubiera podido escapar a ellas, sobre todo
porque a quererlo o no, Paz se convirtió en el referente intelectual y moral de
corrientes de opinión que no se identificaban con el Estado y que habían sido
condenadas por la retórica revolucionaria del PRI.
El mito del eterno retorno
La vena conservadora de Paz no está en su crítica al Estado ni en el tipo de
aliados que se le allegaron, sino que deriva de la manera como entiende el
tiempo. El doble significado que le atribuía explica algunas de sus
ambivalencias más notables, por ejemplo, la fe en la modernidad y su
desconfianza frente al cambio. Su interpretación de la historia se basa en el
juego entre el tiempo lineal y progresivo del hombre moderno, creador de su
propia historia, y el tiempo cíclico de las civilizaciones primitivas en el que
los acontecimientos regresan periódicamente. La importancia que cada una de
estas interpretaciones tiene en la comprensión de Paz de los acontecimientos de
su época varía: el tiempo cíclico domina textos como El laberinto de la soledad
y Postdata, y aunque nunca lo abandona realmente, en escritos posteriores el
tiempo histórico se impone cada vez con mayor fuerza sobre su visión del mundo.
En 1976 Paz intentó reconciliarlos al explicar el porqué del nombre Vuelta a la
revista que sustituyó el Plural que Echeverría le había arrebatado:
_Vuelta quiere decir regreso al punto de partida, y asimismo, mudanza, cambio
¿Dos sentidos contradictorios? Más bien complementarios: dos aspectos de la
misma realidad, como la noche y el día. Damos vueltas con las vueltas de la
misma realidad, como la noche y el día. Damos vueltas con las vueltas del
tiempo, con las revoluciones de las estaciones y las revueltas de los hombres:
así cambiamos; al cambiar como los años y los pueblos, volvemos a lo que fuimos
y a lo que somos. Vuelta a lo mismo. Y al dar la vuelta descubrimos que ya no es
lo mismo: el que regresa es otro y es otro a lo que regresa_(El peregrino en su
patria, p. 563)
Esta propuesta, a pesar de una formulación atractiva, concluye implícitamente en
la victoria del tiempo histórico, que está determinada por la naturaleza
irrepetible de cada acontecimiento. La idea de Paz de que la vuelta a los
orígenes es una transformación, no basta para reconocer la especificidad de cada
uno de los acontecimientos, dado que al plantear el regreso simplemente está
incorporando la dialéctica de la historia que el hombre primitivo desconocía o
rehuía. Admitía que el cambio de las sociedades era una fatalidad histórica,
pero al mismo tiempo las miraba como si estuvieran irremediablemente encerradas
en la búsqueda del eterno retorno. Esta visión expresa antes que nada un rechazo
a la irreversibilidad de la historia, que varias décadas antes Mircea Eliade
había desentrañado en el pensamiento marxista. Según el antropólogo rumano, el
mito del eterno retorno estaba detrás de la utopía socialista, de la salvación
que proponían y que según él consistía en la eliminación final del terror a la
historia: "el militante marxista de nuestro tiempo (1946) descifra un mal
necesario en el drama que provoca la presión de la historia: el augurio del
triunfo cercano que pondrá fin para siempre a todo mal histórico".5
Paz miraba con terror la presión que la historia contemporánea ponía sobre la
inteligencia y la imaginación de los hombres, en particular de los mexicanos. Su
crítica a la modernidad estaba inspirada en su desconfianza frente al futuro, al
que consideraba un tiempo vacío, "intocable, inalcanzable y perpetuo". En
Postdata escribe: "el valor supremo no es el futuro sino el presente; el futuro
es un tiempo falaz que siempre nos dice ‘todavía no es hora’ ". (El peregrino en
su patria, p. 303) De ahí que en El laberinto... interpretara la Revolución
Mexicana como un regreso a la vez que como un cambio, una "vuelta a los orígenes
en la que se lanzó México al encuentro de sí mismo. Es una reconciliación con
nuestro pasado y con nuestros orígenes: las comunidades indígenas anteriores a
la Conquista y el cristianismo evangélico de los misioneros" , y que en ese
movimiento el zapatismo fuera, en su opinión, una paradoja porque siendo el más
tradicionalista era también el más subversivo, el portador de la que para Paz
era la única utopía mexicana posible: aquella en la que reinaban la justicia y
la armonía, y las jerarquías naturales que para Paz eran superiores a los
órdenes artificiales que habían impuesto el Estado o la Iglesia.
Sin embargo, en su admiración por lo que él entiende como la utopía zapatista,
que a sus ojos podría nutrir un proyecto auténticamente mexicano de
modernización, parece olvidar que nada hay tan asfixiante como las jerarquías
naturales que él mismo enumera: padres e hijos, hombres y mujeres, viejos y
jóvenes, casados y solteros, en la conversación que sostiene con Claude Fell a
los veinticinco años de publicación de El laberinto de la soledad (El peregrino
en su patria, p. 250). Después de todo el 68 mexicano fue también una rebelión
contra esas mismas jerarquías naturales: el padre, la familia, el orden
tradicional. El alcance de este acontecimiento sobre el cambio de actitudes fue
mucho más profundo que lo que Paz está dispuesto a reconocerle a este tipo de
acciones, en comparación con las revoluciones a las que entiende como hijas del
tiempo lineal, y a las revueltas que según él son hijas del tiempo cíclico,
levantamientos populares que se proponen restaurar el tiempo original "el
momento inaugural del pacto entre los iguales". (El peregrino en su patria, p.
249)
La utopía zapatista de Paz contradice sus posturas respecto al presente mexicano
deseable para finales del siglo XX, construido en torno al individuo que alcanza
su plena libertad en un régimen de partidos competitivos. Paz se comprometió sin
reservas con este proyecto de modernización política desde su cautelosa
evaluación de la reforma electoral de 1977, aun cuando desconfiara de las
verdaderas actitudes de los mexicanos ante la democracia. En El ogro
filantrópico escribe: "La cuestión que la historia ha planteado a México desde
1968 no consiste únicamente en saber si el Estado podrá gobernar sin el PRI,
sino si los mexicanos nos dejaremos gobernar sin un PRI".
Los dos tiempos que sustentan la interpretación de la historia de Paz son
también dos maneras de recuperar la libertad. Sin embargo, a pesar de sus
esfuerzos no logra reconciliarlas, probablemente porque son irreconciliables,
porque para escapar al yugo del tiempo que no se detiene, una plantea el regreso
a los orígenes, y la otra pretende hacer al hombre libre convirtiéndolo en el
autor de la historia. En la primera interpretación el protagonista de la
búsqueda de la libertad es la colectividad, en la segunda, el individuo, y, como
se ha visto en Chiapas en los últimos cuatro años, el triunfo de una es la
destrucción del otro, y viceversa.
Octavio Paz, el marginado de la intelligentsia
Paz dedica un buen espacio de su reflexión política al tema de la relación entre
los intelectuales y el poder. Estaba convencido de que tenían un compromiso con
la crítica de la sociedad, del estado de cosas, pero reprobaba su participación
directa en las tareas de transformación de la propia sociedad. Temía que al
hacerlo se perdieran en la pasión política y que su inteligencia quedara
sometida a las restricciones de la ideología. Reconocía la importancia de los
intelectuales, de su influencia pública y de su acción política, pero
consideraba que no tenían capacidad para erigirse en protagonistas del poder. En
1972, mientras lo más granado del establishment universitario se rendía a la
seducción populista del presidente Echeverría, Paz sostenía que como escritor su
deber era "preservar mi marginalidad frente al Estado, los partidos, las
ideologías y la sociedad misma_ Ni el sillón del consejero del Príncipe ni el
asiento en el capítulo de los doctores de las Santas Escrituras
revolucionarias". (El peregrino en su patria, p. 549)
En esos años está el origen de la sorprendente paradoja que encarna Octavio Paz,
de ser marginal a las élites intelectuales y universitarias mexicanas, pese a
ser también el más distinguido de sus escritores y poetas. Por convicción, por
vocación y por decisión, Paz se mantuvo al margen de las corrientes dominantes
de la vida intelectual y universitaria en México. Creía que el intelectual debía
ser un "francotirador, debe soportar la soledad, saberse un marginal" en tanto
que guardián y poseedor de un juicio independiente. Y añade, "Ser marginales
puede dar validez a nuestra escritura". Pero también fue marginal a estas élites
porque no compartía sus presupuestos centrales en relación con el Estado, la
capacidad redentora del presidencialismo, ni su defensa del socialismo
histórico, de las revoluciones en América Latina o de la capacidad
transformadora del PRI. No obstante, Paz fue marginal a la intelligentsia
mexicana sobre todo porque creía que mientras el político representaba a una
clase, un partido o una nación "el escritor no representa a nadie" (El peregrino
en su patria, p. 550), creencia que para muchos de ellos era un desacato
inadmisible.
Sostener en un país como México que la marginalidad era la posición natural del
intelectual era una manifestación de noconformismo político. El intelectual ha
sido una de las figuras centrales del siglo XX mexicano. Por obra primero de la
Revolución y luego del Estado al que dio vida, los artistas, los universitarios
y los hombres de ciencia asumieron el papel de líderes de la nueva sociedad; así
que en México la intelligentsia no sólo no se definió en oposición al Estado,
sino que se desarrolló a su sombra y cobijo. Al contrario de lo que hubiera
dejado suponer la naturaleza autoritaria de ese mismo Estado, durante la mayor
parte de este siglo la intelligentsia mexicana no ha tenido que enfrentar el
compromiso con el poder como un dilema porque, al igual que el Estado de la
revolución, nació engagée con los desposeídos, pero conforme con el producto
terminado que les entregaba el Estado, en forma de discurso contestatario. A
diferencia de las élites políticas que se ganaron su posición con buenas y malas
artes, a las élites intelectuales la posición privilegiada les fue atribuida
casi naturalmente cuando la educación y el conocimiento eran el atributo
exclusivo de unos cuantos y la modernidad se volvió un objetivo nacional. Esta
superioridad les acordó tanto el derecho a hablar de muchas cosas de las que
probablemente sabían poco, como la garantía de que serían escuchados. Desde los
años cincuenta, crisis de credibilidad de las élites van y vienen, pero la
intelligentsia universitaria se ha reproducido con más eficacia incluso que el
establishment político.
En el laberinto de la soledad, Paz observa que el Estado había utilizado a la
intelligentsia para alcanzar sus objetivos inmediatos y concretos, y que al
hacerlo la había desnaturalizado. Creyó que 1968 sería un punto de partida en la
historia de México porque vio en lo ocurrido ese año la oportunidad para que los
intelectuales y los universitarios recuperaran su verdadero papel, como
adversarios del Estado y del status quo. Uno puede imaginarse su desilusión ante
el éxito de la política de reconciliación del presidente Echeverría con los
universitarios, de quienes afirma en El ogro filantrópico que desempeñan en el
México de entonces la función de los frailes y clérigos de la Nueva España, con
la única diferencia de que en vez de ocuparse de teología y de religión, se
ocupaban de ideología. (El ogro filantrópico, p. 89)
Paz desconfiaba sobre todo de las pretensiones revolucionarias de las élites
ilustradas educadas en Europa, en París, para más señas . A los intelectuales y
a los estudiantes mexicanos reprochaba su poco o nulo contacto con las clases
populares; afirmaba que su crítica era real, pero su acción irreal porque no
alcanzaba a inspirar a otras clases, a diferencia de la que era organizada desde
abajo, por los obreros o por los campesinos que, en la visión de Paz, eran los
únicos protagonistas verdaderos de las revoluciones, como Lech Walesa, el líder
de los estibadores polacos, organizador del sindicato Solidarnosc. Le
entusiasmaba que no fuera ni un teórico ni un intelectual: "Tiene pocas ideas,
mucho sentido común y un antiguo e instintivo sentido de la justicia. Es un
hombre salido del pueblo_No es una entelequia: es un hombre real". (Tiempo
nublado, p. 250)
Paz ostentó con soberbia su marginalidad frente a la intelligentsia y a los
universitarios mexicanos, pero no sin contradicciones, porque se ufanaba de
ella, pero hay demasiadas referencias en sus escritos a la hostilidad de ese
medio, como para que creamos que le era indiferente.
Un libro vale tanto por las respuestas que ofrece como por las preguntas que
formula. Así la obra ensayística de Octavio Paz, tendrá que ser releída y leída
por las generaciones que vienen, pues identificó con certeza las oscuridades de
la identidad mexicana y de los sucesivos presentes de México que le tocó vivir,
aunque no siempre haya logrado esclarecerlas del todo.
El 17 de febrero de 1998 se llevó cabo la ceremonia de instalación de la
Fundación Octavio Paz en la Casa de Alvarado, en Coyoacán. Fue estremecedor el
contraste entre la debilidad física que mantenía a Paz sentado y el poder de su
mirada, que lo sostenía como si estuviera firmemente de pie, plantado frente a
nosotros, desafiante y exánime, para recurrir al gusto paciano por las dualides
que se contradicen sin anularse. Sabedor de que en ese momento los mexicanos
necesitábamos un regalo, esa mañana, contra su costumbre, Paz habló del futuro.
Hizo a un lado al crítico y profetizó un tiempo luminoso para México, como si
hubiera recordado lo que escribió cuarenta años antes en El laberinto de la
soledad: "Quien ha visto la esperanza, no la olvida_Y sueña que un día va a
encontrarla de nuevo, no sabe dónde, acaso entre los suyos". ( El peregrino en
su patria, p. 60)
>
Soledad Loaeza. Investigadora de El Colegio de México.
Próximamente aparecerá su libro el Partido Acción Nacional.
1Octavio Paz: El peregrino en su patria. Historia y política de México. Obras
completas, volumen 8. Fondo de Cultura Económica, México, 1993. p. 565.
2Octavio Paz: Tiempo nublado. Seix Barral, México, 1983, p. 126.
3Octavio Paz: "El diálogo y el ruido". Discurso pronunciado al recibir el Premio
Internacional de la Paz de la Asociación de Editores y Libreros Alemanes.
Pequeña crónica de grandes días. Fondo de Cultura Económica, México, 1990.
4Octavio Paz: Tiempo nublado, p. 188.
5Mircea Eliade: Le mythe de l’éternel retour. Gallimard, París, 1969, pp.
167168.
origen de datos:
hem.passagen.se/plenaluz/paz1.htm