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Bertha conoció a Nobel a través de un aviso clasificado que él publicó para mitigar su soledad. Alfred Nobel nunca se casó. Llevó una vida solitaria y melancólica.

Cuando conoció a Bertha, a los 43 años, Nobel era uno de los hombres más ricos de Europa. Poseía fábricas y laboratorios en 90 ciudades de 20 países.

 

 

Bertha von Suttnerfue la primera mujer en recibir el Premio Nobel de la Paz, en 1905. Pero fue, también, la verdadera inspiradora de este galardón. Alfred Nobel, que mantuvo con ella una relación tan platónica como apasionada, le había prometido hacer "algo grande" por la causa pacifista que ella abrazó como ninguna otra mujer en el siglo XIX.

"Tuyo por siempre y más que para siempre", escribía Alfred Nobel junto a su firma en las cartas que le escribía a Bertha. Se vieron sólo en contadas ocasiones, pero mantuvieron una relación

Extraviadoentre las páginas de un pequeño periódico austríaco, salió publicado el siguiente anuncio: "Caballero adinerado, ya mayor pero altamente instruido, busca una señora de su misma edad que hable varias lenguas para que le sirva como secretaria y de ama de llaves en París". El señor "ya mayor" tenía apenas 43 años pero también una curiosa inclinación por descalificarse a sí mismo a pesar de ser dueño una de las fortunas más grandes de Europa. Poseía fábricas y laboratorios en 90 ciudades de 20 países, un imperio que había construido después de haber patentado en 1867, a los 34 años, uno de los inventos más revolucionarios del siglo XIX: la dinamita. Un hombre sin embargo solitario, melancólico y huérfano de amor: el que había escrito el anuncio era Alfred Nobel. Una mujer de 33 años respondió al aviso, más para huir de una situación que le estaba desgarrando el corazón que tentada por la posibilidad de acomodarse al lado de un caballero de buen pasar. Así fue como a los pocos días Nobel recibió una carta firmada por Bertha Kinsky, una condesa que trabajaba al servicio de una familia aristrocrática de VÍena, los Von Sutt-ner. De su nobleza y abolengo, a Bertha sólo le quedaban los títulos, porque su padre -un mariscal de campo que llegó a ocupar importantes cargos en el gobierno austríaco- había muerto pocos meses después de que ella naciera y la fortuna familiar se fue desmenuzando con el correr de los años. Pero alcanzó para que Bert-ha Sophia Felicita condesa de Kinsky von Chinic und Tenau -tal el nombre con el que la recibieron en este mundo en 1843-, tuviera una educación esmerada, con todas las cátedras de buenos modales y altas costumbres que su madre aderezó con clases de piano e idiomas que la niña perfeccionó a través de estadías en París, Baden-Badeny Milán. Cuando cumplió los 30, Bertha sintió que había llegado el momento de buscar un trabajo que le permitiese mantenerse por sus propios medios. El barón Kari von Suttner la contrató como gobernanta de sus cuatro hijos, sin imaginar que su primogénito, Arthur, terminaría enamorándose de ella. Un par de años después, el escándalo hizo temblar hasta la última piedra del castillo de los Von Suttner: el barón tenía planeado para su hijo un matrimonio por conveniencia, y Bertha no sólo no encajaba en la categoría, sino que además era siete años mayor que Arthur. Aquel aviso de Alfred Nobel en el periódico había llegado justo cuando los Von Suttner le pidieron a Bertha que se marchara de sus vidas. Después de un intercambio de cartas, Nobel intuyó que Bertha era la muj er que estaba buscando y la convocó a París. La recibió en su residencia de la Avenue de Malakoff (hoy llamada Avenue Poincaré), donde además tenía uno de sus laboratorios. La belleza y la inteligencia de aquella mujer de personalidad avasallante lo encandilaron de inmediato. Durante los primeros días de la estancia de Bertha en París, el solitario millonario se dedicó a enseñarle la ciudad mientras mantenían animadas charlas sobre literatura, filosoa, arte e historia. Embriagado por una felicidad desconocida, Nobel se atrevió a ir más allá y una tarde en que sus conversaciones habían avanzado hacia cuestiones más personales, le preguntó a Bertha si era una mujer libre. Recién entonces ella le confesó la verdadera razón por la que se había alejado de Viena, víctima de una abortada historia de amor. Nobel le sugirió que se olvidara para siempre de Arthur von Sutt-ner, y que suspendiera toda la correspondencia que secretamente aún mantenía con él. Eso, le dijo, sólo le traería más sufrimiento. Pocos días después Alfred Nobel tuvo que viajar a Estocolmo por una cuestión de negocios. En su ausencia, Bertha recibió dos telegramas: uno de Nobel desde Suecia, avisándole que había llegado bien y que estaría de regreso en una semana. El otro, procedente de Austria, decía: "No puedo vivir sin ti". Lo firmaba Arthur. Bertha vendió un valioso diamante que había heredado de su familia, compró un pasaje de tren a Viena, le escribió una disculpa a Nobel y se marchó a dar una nueva batalla por su felicidad. Una batalla que Nobel había intentado por primera y única vez al lado de Bertha, con un rotundo fracaso que no hizo más que potenciar su inseguridad. El 12 de junio de 1876 Bertha Kinsky se convirtió en la señora Bertha von Suttner: ella y Arthur se casaron se-i cretamente y se fueron a vivir al Cáu-caso. Durante los años que siguieron, el matrimonio se mantuvo dan-f do clases de idiomas y de música, a la vez que enriquecía su intelecto con estudios de filosoa, historia y literatura. Ambos se transformaron 1 en escritores y a lo largo de aquellos años de exilio publicaron seis nove-? las, además de una gran cantidad de artículos y ensayos en los que empezaba a asomar una decidida cruzada por la causa de la paz. En 1885 Arthur y Bertha se reconciliaron con r sus familias y pudieron vivir por fin bajo los techos del castillo de la fami-i lia Von Suttner en Viena. i Nada se sabe acerca de la reacción de Alfred Nobel cuando regresó a París i y se encontró con aquella nota donde ; Bertha le pedía perdón y le decía adiós. Sí se sabe, en cambio, que jamás conoció a otra mujer que le haya ' llegado tanto al corazón. En 1887 escribió: "Cuando a los cincuenta y cuatro años le dejan a uno tan solo en el mundo, y un sirviente a sueldo es la ? única persona que le ha demostrado hasta ahora la máxima amabilidad, entonces acuden pensamientos tris-1 tes, más tristes de los que la mayoría i puede imaginar". Ese mismo año su hermano Ludwig le pidió alguna re-: ferencia para una biograa familiar. Con el sarcasmo que era habitual en él, le sugirió: "Alfred Nobel: lastimo-[ so medioviviente, debió ser asfixiado por un médico filántropo tan pronto como entró en la vida. Eventos importantes en su vida: ninguno". Su autoestima solía descender hasta los peldaños más bajos del alma. Nobel nunca se casó y sus biografías no registran otra relación donde haya apostado tanto sus sentimientos más que en aquella que lo aferró a Bertha von Suttner. Una relación que continuó a través del correo y creció hasta una intimidad insospechada y decisiva en la vida de ambos. Encadenado a este amor platónico, Nobel empezó a viajar muchas veces sin dejar rastro de su paradero, vencido por la melancolía. Tenía residencia en varios países, y pasaba largas temporadas alejado de sus fábricas y laboratorios para escribir poesías y pequeñas novelas, muchas de las cuales llegó a publicar. En uno de estos textos puede leerse: "Deseo vivir entre árboles y matorrales, amigos silenciosos que respeten el estado de mis nervios: me escapo cuando puedo, tanto de las grandes ciudades como de los desiertos". Lo más extraño de esta relación es que luego de esas pocas semanas en París, Alfred y Bertha sólo se vieron personalmente dos veces más. La segunda fue, precisamente, en 1887, cuando el matrimonio Von Suttner fue a visitarlo a París. Aquel encuentro tuvo dos consecuencias relevantes: por un lado hundió a Nobel en una nueva crisis existencial, y por el otro empujó a Bertha a lanzarse definitivamente como pacifista. Fue durante esa estadía en París que escuchó hablar de la Asociación Internacional por la Paz que tenía su base en Londres, cuyo objetivo era establecer una Corte Internacional de Arbitraje para resolver los conflictos entre las naciones. Ella pronto se unió a esta Asociación y se transformó en su principal vocero. Con la esperanza de ser escuchada por la mayor cantidad de personas, decidió utilizar su literatura como vehículo para su cruzada por la paz. Con la intención de reunir material para un libro, se entrevistó con veteranos y médicos del ejército, oficiales y todo aquel que pudiera transmitirle una visión de primera mano de los horrores de la guerra. El resultado fue Abajo las armas, una novela publicada en 1889 que retrató como pocas en su época el lado más oscuro de la estupidez humana en tiempos de conflicto armado. El libro fue un éxito inmediato traducido a una docena de idiomas y celebrado por los pacifistas de varios países. León Tolstoi llegó a decir que era sólo comparable a La cabana del Tío Tom, aquel clásico universal de otra mujer, Harriet Beecher Stowe. Abajo las armas fue el puntapié que lanzó a Bertha a un escenario más abierto a escuchar sus ideas, sobre todo tratándose de una mujer. Pero su poderosa personalidad supo derribar más de una barrera. En 1891 dio su primer discurso en el Congreso Internacional de Paz en Roma; luego fundó la Sociedad Austríaca para la Paz y su participación fue imprescindible para establecer asociaciones similares en Alemania, Suiza y Hungría. En 1899 fue la principal impulsora -y la única mujer- de la Primera Conferencia por la Paz en La Haya, donde surgió la necesidad de crear una estructura que resolviera los conflictos internacionales de manera diplomática. Mientras tanto, Nobel se refugiaba en su trabajo de inventor y se resignaba a la desdicha. Sus cartas a Bertha mantenían un tono que lejos de destilar rencores, avanzaban en un trato cada vez más cercano al de un enamorado. Solía escribirle en francés y a veces hasta en ruso, pero cuando quería poner énfasis en algún párrafo o idea, el inglés era el elegido. Por eso a la par de su firma, muchas veces añadía esta frase en inglés: "Tuyo por siempre y más que para siempre". Esa pasión epistolar fue el único atajo que le encontró al amor. Las cartas de Bertha también estaban teñidas de afecto y confianza, pero la mayoría eran un intento por sumar a Nobel en su causa por la paz. El no se decidía a participar activamente en los encuentros pacifistas a los que Bertha pretendía arrastrarlo, pero colaboraba con gruesos cheques cada vez que ella se lo pedía. "Tal vez mis fábricas le pongan un fin a la guerra antes que tus congresos: el día en que dos ejércitos puedan aniquilarse el uno al otro en un segundo, todas las naciones civilizadas seguramente retrocederán con horror y desarmarán sus ejércitos", le escribía a la insistente Bertha, que a su vez le respon-' día: "Sería bueno que el inventor de I los explosivos para la guerra fuera uno de los promotores del movimiento por la paz". Nobel era escép-tico acerca de los métodos de propaganda de las asociaciones pacifistas, pero Bertha lo tenía tan encandilado que le seguía el juego carta tras carta: "Infórmame y convénceme; sólo entonces haré algo grande por el movimiento" . El ya había pensando en legar parte de su fortuna para premiar no sólo a quienes se hubieran destacado en el campo de la medicina, la física, la química y la literatura, sino también en la lucha por la paz. Y l Bertha fue la primera en saberlo. l En 1892 se vieron por última vez, cuando Nobel la recibió junto a su marido en su residencia de Zurich. i Allí, según escribió Bertha en sus memorias, hicieron largos paseos en bote por el lago y hablaron de "miles de cosas entre el cielo y la tierra", e in-i cluso hicieron planes para publicar juntos un libro, atacando todo aquello que el mundo tenía de miseria y estupidez. Pocos meses después de aquel encuentro, él le escribió: "Quisiera disponer a través de mi testa-; mentó parte de mi fortuna para ser distribuida entre aquellos que hayan dado un gran paso por la pacificación de Europa". En una carta del 28 de marzo de 1896, pocos meses antes de la muerte de Nobel, ella se lo recordó: " Me escribiste una vez que pensabas dejar un legado considerable para el trabajo por la paz. Hazlo, te lo ruego. Esté o no yo aquí, lo que hayamos dado, túyyo, sobrevivirá". Ella no sabía entonces que el 27 de noviembre de 1895, Nobel había redactado la versión final de su tesi mentó donde disponía la creación ül-la Fundación Nobel, que establecería los premios que se entregaron por primera vez hace exactamente cien años. Según su propio puño y letra, el de la Paz debía otorgarse "a quien haya trabajado más y mejor en pro de la fraternidad entre las naciones, a favor de la abolición o reducción de los ejércitos permanentes, y en la formación y propagación de Congresos de Paz". Cada frase parecía hecha a medida de Bertha, y muchos creyeron que ella sería la gran candidata para recibir el primer Nobel de la Paz, en 1901. Se lo concedieron recién en 1905, y fue la segunda mujer en recibir uno: la célebre Marie Curie fue galardonada con el de Física en 1904. Pero antes de que eso fuera posibi el testamento de Alfred Nobel tuvo que pasar por los estrados judiciales. Las disposiciones de su legado fueron controvertidas, y sus herederos naturales protestaron al sentirse lesionados en sus intereses. Hubo también algunos personajes públicos que se opusieron abiertamente al testamento, entre ellos el propio rey de Suecia, Oscar II, que convocó a su palacio a un sobrino de Nobel y lo incitó a no consentir la ejecución del testamento: "Su tío —le dijo- ha sido influido por los fanáticos de la paz, sobre todo por esa austríaca". El nombre de esa austríaca es el que tal vez haya balbuceado Nobel en su último suspiro, el 10 de diciembre de 1896 en su residencia de San Remo, Italia. Unos días antes había escrito: "Llevo nueve días grave y nadie pregunta por mí". Se fue como vivió: absolutamente solo, apenas acompañado por un mayordomo que no supo entender el nombre que aquel desahuciado pronunció antes de morir