NICOLAS OLIVARI

POR:MARIA GURIELA MIZRAJE

 

creo que ningún poeta argentino ha sufrido como yo el bárbaro chaparrón de las peores injurias. Se me negó con sistema. Se me aconsejó acremente no escribir más versos, se me disimulé y ennegreció con las peores tintas y sin embargo, señoras y señores, aquí me veis tan franco y sereno y sencillo como si nada me hubiera pasado. Que nada pasó en verdad, porque los que pasaron fueron ellos y yo quedé escribiendo versos todavía y siempre a pesar de todo. Esta es la alegría que clarifica mi voz esta tarde.» Mediante estas palabras tan familiares, Nicolás Olivari, el poeta, se confiesa en el invierno de 1934. Con "un orgullo de paria suburbano" (la frase es de Güiraldes), Nicolás Olivari que había nacido el 8 de septiembre del 1900‑ se lanzó a caminar Buenos Aires para mejor cantarla. Rimó versos con pie en el mismo bajo que frecuentaban César Tiempo, Álvaro Yunque, Julián Centeya. Se desgarró ante la inmediatez ‑no por tan reiterada menos inverosímil‑ de la gente a cuestas con su pobreza y «su soledad. Pero no quiso ser trágico, mucho menos solemne, lo suyo era la mueca realista que no desconocía el juego. Por eso ironizó, por eso se burló, por eso rió. Ironizó acerca de ciertas recitadoras, se burló de los oropeles del ambiente literario, se rió con La anuda infiel (1924) de la vencida costurerita de Evaristo Carriego, ya que a pesar de haber dado aquel mal paso sin necesidad (y justamente por haberlo hecho) parece que no había fracasado. Olivarí hijo de la inmigración italiana, como demuestran su apellido y su obra tuvo también su almacén, en la esquina de una infancia que no fue rosada, en Cangallo y Ombú. A ese rincón vuelven con insistencia sus oraciones. "Cinco años de almacén/ más veinte de vida urbana" ‑cuenta en 1925 en la revista Martín Fierro. Pero ésa no es la única medida; otro poema, Cuadro sinoptico  de mi existencia, reconstruye: "Diez horas, diez horas de almacén,/ Diez horas, diez./ Sacos de garbanzos, «Petit Pois. extrafins » / y fárdos de té», para terminar en un grito de ilusiones perdidas, "Mamí~ mamá, mamá». Se acercó a los puertos e intentó buscar más allá del río algunos ecos de sus orígenes. Sin embargo, es la realidad local la que más lo sobrecoge: las calles con sus miserias de cosas desprendidas y personas girando en la farsa colosal de la sobre vivencia. Los oficios que conmueven, las prostitutas que casi‑nunca alegran, los colores, un excedente de desenfado y literatura donde probar los propios límites. Este personaje importante de la van­guardia de los años veinte, que, contribuyó al giro lúdico e irreversible de la  estética rioplatense,,no solo fue el poeta del salto de Boedo a. florida (Aquel grupo de Boedo que fundara junto a Lorenzo Stanchina y Elías castelnuovo. aquel grupo de florida al que Evar Méndez, Ricardo Güiraldes y luego Jorge Luis Borges lo convocaron con aplauso fraterno.) Fue también el dramaturgo de algunas piezas que subieron a Corrientes 465, el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta. Y un periodista (que conoció, entre otros, el seudónimo de Diego Arzano y las redacciones de Crítica, El Mundo, Para Ti, Vosotras, Histonium, Atlántida, Democracia ... ), un pintor de vocación, un autor de novela policial. Un guionista de actos para radio­fonía, el que firmó un tango ahora más o menos olvidado ‑La violeta‑, pero que en­tonces escalara la. musica de Cátulo Casti­llo y la voz de Gardel, y más tarde el ban­doneón de Troilo y las vocales de Jorge Ca­sal y Goyeneche .Lector entusiasta de Baudelaire, de Frangois Villon, de Lautréamont, de Tristán Corbiere, de los rusos, de J. K. Huysmann, de la novela estadounidense de las primeras décadas de su siglo, de las revistas italianas de los años cincuenta, de sus contemporáneos españoles y brasileños, lector incluso desprolijo pero, sin duda ávido, adaptó obras y tradujo. Frecuentemente escribe en colaboración; en esa tarea casi indiscernible son sus compañeros L. Stanchina ‑con quien comparte el primer estudio que se realiza sobre Manuel Gálvez (1924)‑, y Raúl González Tuñón ‑a quien lo unen varias piezas dramáticas­ La pierna de plomo, representada en el Teatro del Pueblo en 1934 o Dan tres vueltas, y luego se van, del mismo año aunque estrenada en el Teatro la Máscara en 1958. Con Stanchina y con Raúl G. Tuñón lo enlazan además páginas que si bien no surgen a cuatro manos reciben escrituras paralelas, evidencia que puede rastrearse ya desde ciertos títulos, La mala vida (1923) para hermanarlo al primero y Antigua canción de marina mercante (1946).En 1929 el famoso poemario el gato escaldado le aseguró el Premio Municipal. Con similar impronta a la de su libro anterior, La musa de la mala pata (1926), la irreverencia de Olivari visita allí tanto la imagen ultraísta como el lunfardo. De pronto, se siente claramente en sus textos: lo único no contingente es la ciu­dad. Pueden cambiar las mujeres, las mo­das cambiarán, cambian las mareas 'y los árboles y los niños con las estaciones, han de cambiar las memorias. y los notas esquivas de los diarios, todo, desde el. Amor hasta le enfermedad, la traición o el éxito puede huir de un solo golpe de vista, igual que las imágenes en la pantalla que ya fue­ron, pero la ciudad la ciudad cambiante estaria siempre, continente­ crucial como la lengua. También los amigos cambiarán, sin embargo entre ellos una pareja se recorta con nitidez, la de Enrique González Tuñón y María Luisa Carnelli, "los más buenos, los más fieles, los más leales». Si sale de la complicidad y de los barrios, cuando mira por encima de su perímetro, Olivar¡ es aquel que querría competir en atuendos con el lord británico George María Brummel, compañero del Príncipe de Gales, a quien dedica un cuento en La noche es nuestra (1952), o con el actor estadounidense William Powell, primera figura masculina del cine que celebra, por lo que tiene de victorioso y de aliado: «Nos consuela de nuestra provinciana trabazón de las manos (nunca sabemos dónde ponerlas cuando nos retratamos) este hombre que sostiene una baraja como una flor.» Para tal conquista de elegancia, las boquíllas ‑22 centímetros que gusta sostener equilibradamente, como una espada entre los labios‑, los sombreros, el lápiz de oro e innumerables detalles que hacen sobresaltar al lector lineal que espera, como corolario imprescindible de la bohemia vanguardista y de los recorridos marginales, una figura descosida o despeinada. Sus textos tematizaban inquietudes en tomo a la apariencia, es así que en Glosa de un amor que no tuve (de Carne al sol, 1922), el gimnasio se muestra como una alternativa de la literatura, recursos de fuerza y seducción para alcanzar a una mujer. Olivari es un coleccionista (las postales, las armas, los blasones lo atestiguan); un tierno. Y un provocador. Naipes, asesinatos, amantes codiciadas; humo, muelles y una destreza que hace de los' cuerpos el dato inequívoco de una época de transformaciones. El ingreso del cine como "nuevo arte" ensancha las perspectivas de la visión sobre el. mundo que gradúan los escritores. El gato escaldado había comenzado con Palabras que se lleva el viento, donde la distancia irónica respecto del inmediato y fascinador fenómeno del cine no se dejaba estar. En la tensión entablada entre la reciente forma de expresión y la tradicional de la literatura y el libro que Olivari se siente representando, el triunfo que ambiciona debe ser, sin duda, para la poesía. Un juego de palabras a mano, entre firmar y filmar, facilita las cosas: "He ahí la única literatura del porvenir si es que, como resultará evidente, no la desaloja el cinematógrafo. Entonces los poetas firmarán filmes como ahora poemas y todos saldremos ganando". "Abonado permanente a los cinematógrafos, él mismo es un personaje de cine", habla sugerido Lisardo Zía. El hombre de la baraja y la puñalada (1933) es un libro desconocido e insólito, un canto múltiple al cinematógrafo, donde las imágenes pulsan hasta gastar la franja entre realidad y ficción. Por otra parte, en sentido más literal, el hombre de la baraja y la puñalada es aquel W. Powell inconfundible en los años 20 y en los 30: el de La ley del hampa ‑«Under‑world»‑, dirigida por Josef von Stemberg, 1927, y La redada («The drug net", 1928) junto a George Bancroft, el Philo Vencede lbe Benson murder case (1930). Acompañado, de otros hombres y mujeres de la pantalla ‑desde el.flaco Laurel y ,el, gordo Hardy hasta MauriceChevalier con su peso justo‑, Powell irrumpe ante la mirada inquieta de Olivar¡ en la sala`de barrio. Es el tiempo del apogeo del star syskm de Hollywood: Rodolfo Valentíno, Wallace Reid, Mary Pickford, Douglas Fairbanks, Norma Talmadge, Lon Chanéy, John Gilbert, Clara Bow,, Gloria Swanson, Pola Negri. Si la literatura había alimentado al cine ‑baste con la sola mención de Victor Hugo: George Bancroft y Mary Philbin, en El jorobado de Notre Dame (Chaney, 1923) y en El hombre que ríe (Paul Leyi)‑, del celuloide saltan a los libros, como manchas vivas, personas, personajes y posibilidades de nuevas tramas. Así, hay novelas que siguen al estallido del cine sonoro en 1927, Cinéville, de Ramón Gómez de la Serna, y Adam's, de René Clair en 1§28. La Editorial. Claridad vende, al finalizar los años 20, L Valentino, en la vida y en la muerte, de Príncipe Azul, por 20 centavos, Victoria Ocampo selecciona para el primer número de su revista Sur un artículo de Benjamin Fondane sobre "El cinema en el atolladero" de la voz (es enero de 1931). Crece la década y otra revista cultural, Flecha, presenta una tipología de novelas y, junto a las especificaciones de pasional, policial o dramática, coloca la "novela cinematográfica" que recomienda. Entretanto, en las tapas de las publicaciones ‑literarias o no‑ se multiplican las estrellas. Estos ejemplos dispersos evidencian el impacto y la mixtura entre el adentro y el afuera de la cinta. La gente se hace la película. Y, con gracia y diversión personal, Olivarí se la escribe (o la tacha). En 1930, inspirándose en éxitos incalculables, el diseñador Bernard Waldan lanza los Screen stars styles y Cinema modes. El cine también viene a trastocar la realidad, a dilatarla, alternarla. Jean Harlow impone la moda del rubio platino para el cabello de las mujeres, después de la repercusión gozosa de La jaula de oro (Frank Capra, 1931). El cine permite, de alguna forma, socializar la belleza y marcar la frontera de esa socialización en cuanto la misma belleza se torna intangible: "Jean Harlow, sin saberlo, llena de amargura la boca del silencioso espectador en los cines de arrabal. Porque el silencioso espectador piensa que mientras que el mundo es como es, no se podrá ser nunca, normalmente, esposo de jean Harlow. Y entonces sueña con un mundo anárquico y maravilloso, destrozado y convulso, en donde las mujeres como jean Harlow serian colectivizadas" es el deseo de Olívarí. En medio de tales desfiles y expectativas, él quiere rendir homenaje «a los pulmones vencidos de Bárbara La Marr» o "a la nariz sin tabique de Wallace Reid»; Menciona, en rigor, pocas películas, reproduce las atmósferas, sobreentiende los títulos, habla de las características, de las escenas 6 de los papeles pero no suele pre cisar el filme. Las excepciones las constituyen Marruecos, con Marlene Dietrich, Pimpollos rotos, por Lilian Gish, o la ‑en su criterio insuperable‑ Anna Christie de Garbo. Greta Garbo es sencillamente ELLA. El autor no utiliza una mayúscula igual, salva para repetir con. énfasis y enojo. su propio nombre, al enfrentarse con los empresarios de la industria estadounidense, ya'que con lúcida simultaneidad admira los productos de Hollywood al tiempo que se mantiene alerta, en términos políticos, a «los capitalistas~yanquis' los drenadores de dólares». Buscando datos corroborará que "en esas oficinas yanquis ‑quistes imperialistas en el corazón de Buenos‑Aires‑ el espléndido arte nuevo del cine no significa nada" Ellos desconoen que Clark Gable es "el Valentino troglodita" y Lewis Stone "el perfecto solterón", saltean la belleza de «la mujer que los dioses olvidaron" ~Olga Baclanova‑, que jamás deja de actuar de sí misma, y de Ana Sten, peligrosa de sexualidad irrefutable, "tan ingenua a pesar de ser tan puerca. Un telón hacia el otro cielo (ahora Atlas lo que sostiene sobre su hombro es una cámara) había de ' socorrido Horacio Quiro­ga, el pionero de "Miss Dorathy Phillips, mi esposa" (1919), "El espectro" (1921), "El puritano" (1926), "El vampiro" (1927). A su lado espían el uruguayo Enrique Amo­rim ‑a través de sus columnas en El Ho­gar‑, Borges, Arlt, los hermanos Tuñón, Sergio Piñero. La fantasía reiterada de to­da una generación de escritores ‑que fue del escritorio a la butaca‑ va a llegar a su punto culminante en 1937 con un relato de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel. Desde su isla urbana Ohvari, que pertenece a dicha generación, va estable­ estableciendo relaciones personales con las actri­ces y los actores. Entre ellas, la pérdida; al­gunas estampas también son un responso, mientras el duraluminio permite que perdure la ilusión. Nicolás Olivari murió el 22 de septiembre de 1966. Sirva este recuerdo como conjuro de algunas de sus certezas más dolorosas: "El oficio de escribir en nuestro país es atroz, mal remunerado y sin mayor gravitación en el medio oficial ni popular. Más valdría imitar a tantos que desertaron de nuestras filas y se enriquecieron... En un país que cada vez tiene menos de poesía, ojalá puedan permanecer algunos desafi6s cotidianos como los que él querría: barajar aún los sueños y apuñalar la injusticia.               

 origen de datos CLARIN CULTURA 8/10/2000

DANIEL FREIDEMBERG
EL CINE SEGUN NICOLAS OLIVARI
Lo que se ha dicho para explicar la persistente fascinación de Casablanca bien puede decirse del cine clásico estadounidense en general: ofrece un mundo en el que todo tiene un sentido. Cada película un mundo. pulido y fotogénico pero con espesor y claroscuros, hecho de historias atractivamente estructuradas, de diálogos tersos, fluidos e inteligentes, de encuadres milimétricamente resueltos, de iluminación sugerente, y sobre todo, de personajes inolvidables: a los sueños fabricados por Hollywood dedicó Nicolás Olivar¡ uno de sus mejores libros, El hombre de la baraja y la puñalada, publicado en 1933 y recién ahora reeditado por Adriana Hidalgo, con un estudio preliminar de María Gabriela Mizraje, también responsable del apéndice con datos sobre los actores y actrices a que se refieren los dieciocho capítulos y de un quizá prescindible agregado que toma del resto de la obra de Olivar¡ ocho poemas y dos cuentos -uno hasta ahora inédito- en los que el cine aparece directa o indirectamente. Conocido sobre todo como poeta, Olivari fue también periodista, narrador, dramaturgo, dibujante, traductor y autor de radioteatros, entre otras actividades. Las tres primeras pueden verse de algún modo sintetizadas en la ágil y precisa prosa de El hombre de la baraja y la puñalada, que no es, como podría suponerse, una compilación de los artículos sobre cine que Olivar¡ produjo durante su carrera periodística sino una obra literaria, concebida como una unidad y a la que, si hubiera que forzarla a entrar en un género, bien podría situarse dentro de la obra poética del autor, por su estructura fragmentaria y discontinua -cada capítulo es un montaje de "pastillas, fragmentos fugaces como diminutas aguafuertes", tal como describe Mizraje- y, sobre todo, por la escritura saturada de imágenes, metáforas y comparaciones notablemente eficaces: 'Tas notas (del Claro de Luna de Beethoven) caían una a una, como gotas de agua en una plancha de oro en esa estancia, llena de malandrines, con el sombrero puesto y el pucho en la boca". Mucho más que el cine, el tema es, como declara olivar¡ en la "invectiva" con que cierra el libro, Ios artistas del cine yanqui": Joan Crawford, Laurel y Hardy, Mariene Dietrich, Clark Gable, Gary Cooper y Maurice Chevalier, entre otros, empezando, en el primer capítulo, por William Powell, "el hombre de la baraja y la puñalada" del título; ese hombre "que baja una escalera con un balazo en el vientre y la elegante oscilación de quien va a un baile de gala", y al que Raúl González Tuñón dedicó un poema en La calle del agujero en la media (1930): 'Tasaba entre el rumor de la ciudad con un/aire de distinción displicente, y tranquilo.1Y en el tapete verde sus manos parecían las manos de ángel malvado, de operador de cine". Como George Ban croft, que también aparece en el libro de Tuñón, Powell parece haber motivado una suerte de culto entre los poetas del grupo de Florida (incluido Borges), que en el blanco y negro de las imágenes móviles entrevieron la posibilidad de una épica y una mitología acordes con los tiempos del automóvil, el fonógrafo y el jazz. Claro que tampoco de los actores y las actrices se ocupa Olivar¡ en realidad, sino de los mitos que fueron construyendo sus personajes al ir asentándose en la mernoría y el afecto de quienes los contemplaban en la oscuridad: Gary Cooper "con las patas extendidas en un banquito, un mechón de pelo en la frente y los puchos de setecientos Camel a su lado"; Ana Sten, "friolenta y laxa" pero "con una elasticidad maravillosa para pegarse lentamente a las paredes, con paso perfilado de gata persa, cuando recorre los misteriosos corredores de las casas de departamentos"; o la voz de Greta Garbo, "ríspida, percudida por el sarcasmo y por un gran cansancio de vivir. ( ... ) Su inefable voz que arranca, como de una cuerda musical, de su clítoris hermafrodita". Una galería de mujeres y hombres mucho más nítidos que los que comparten con el espectador la vida diaria, pero lo suficientemente reconocibles como para que sea posible identificarse con ellos, o para hacer de ellos objetos de ocio y/o amor, y al mismo tiempo estilizados hasta volverse inolvidables, entre otras cosas por el modo en que armonizan cualidades contradictorias y de esa ambivalencia extraen un resplandor epifánico.
Lo que, en todo caso, puede sorprende mucho a un lector actual es cómo Olivar celebra la posibilidad que el cine ofrece a ciudadano común de olvidar la mensurable mediocridad de todos sus días". Ver cine, dice, es "creer con los ojos", "corporizar con solidaridad emocional lo que las blancas figuras hacen y deshacen en la película", y ex alta ese abandonarse a un universo ilusorio, sin por eso ignorar el carácter estupefaciente de esa entrega. En lo estrictamente político, llama la atención la "invectiva" final, en la que el hombre de izquierda que fue Olivar¡ relata su odisea en las oficinas de los señores gerentes de las empresas cinemáticas yanquis", a las que califica de "quistes imperialistas en el corazón de Buenos Aires". Pero, al margen de esa explícita declaración política, la vieja cuestión de Hollywood como fábrica de sueños compensatorios aparece en varias de las notas, lo que no le impide al autor defender el derecho de las personas a soñar, incluso a evadirse. Lo que hace es presentar la cuestión sin intentar resolverla, la deja abierta, coherente con el constante vaivén que su libro ofrece, entre lucidez y placentera fantasía, comprensión afectuosa e impiadosa sinceridad. Muy abundante en datos, evidente fruto de un largo trabajo de investigación, el extenso texto de María Gabriela Mizraje es mucho más que una introducción a El hombre de la baraja y la puñalada. Se trata, prácticamente, de un ensayo sobre la obra y la personalidad de Olivari, y en cierto modo, también, sobre un momento de la historia de la literatura Argentina, cuando la vida literaria era una fiesta tan intensa y creativa como nunca más pudo serlo después.




ORIGEN DE DATOS :CLARIN CULTURA 04/03/2001



 

 

 

NICOLAS OLIVARI

 

 

 

 

 

 

 

 

"CONTRIBUYO AL GIRO LÚDICO E IRREVERSIBLE DE LA ESTÉTICA

RIOPLATENSE."

 

"ES UN LIBRO

DESCONOCIDO E  INSÓLITO,

UN CANTO MÚLTIPLE AL

CINEMATÓGRAFO

 

 

 

 

 

 

 

 

molinari