KARL MARX

LUIS ALBERTO ROMERO

Hay que reconocer que el Moro es un magnífico caballo... personalmente lo prefiero corno caballo de monta." "El Moro" era Carlos Marx, y quien así lo recuerda es su hija Eleonor; a ella y a sus hermanas Jeriny y Laura solía contarles largos cuentos, que venían con su moraleja: los niños aprendieron desde muy chicos el significado de la explotación y la enajenación. He aquí una de las imágenes, terrenas y cotidianas, del fundador del socialismo científico presentadas por Francís Wheen. Otras son más habituales: el vocero de la verdad revelada, que presentó la izquierda dogmática; el responsable de los crímenes de Stalin y Pol Pot, como lo quiso el anticomunismo militante; el profeta que erró en todos sus vaticinios, como lo presentan sus críticos torpemente irónicos; o en fin, quien percibió tempranamente el destino triunfal y ecuménico del capitalismo, como es común que se lo muestre hoy en círculos cercanos a Wall Street. Lidiando con exaltaciones ingenuas y condenas torpes, Wheen se propone, simplemente, presentar al hombre en su época, que fue la del apogeo del mundo burgués, y lo hace con pulcritud y claridad. No faltan los principales temas de su itinerario intelectual y político, correctamente explicados. Primero, el estudiante universitario, lidiando con Hegel, con sus discípulos de izquierda y luego con Protidhon, mientras definía su lugar en el campo revolucionario. Marx se inició en 1842, como redactor de La Gaceta Renana, burlando a los censores prusianos. Participó en la experiencia de 1848 y sufrió persecuciones en varios países hasta recalar en Inglaterra. Allí pudo vivir tranquilo e ignorado -salvo por los espías prusianos-; estableció una estrecha relación con Federico Engels e hizo un descarnado balance del ciclo revolucionario que concluía en El dieciocho Brumarío de Luis Napoleón Bonaparte. En Londres, lejos de la militancia, se dedicó a estudiar economía política: Smith, Ricardo, Malthus, leídos en largas jornadas de trabajo en el Museo Británico, mientras en infinitos cuadernos de notas esbozaba lo que sería El Capital. En 1864 volvió a la militancia, como principal animador de la Asociación Internacional de Trabajadores hasta su disolución, que él mismo decidió. En 1870, con la Comuna de París, Marx pasó a ser para muchos el peligroso jefe de una vasta conspiración mundial, algo muy distante de sus ideas y hábitos de vida. En 1867 había publicado el primer tomo de El Capital; luego el impulso se redujo, y no llegó a concluir la versión final de los otros dos tomos. Tal la trayectoria del célebre pensador, a quien su familia y amigos cercanos llamaban "el Moro" por su tez oscura. Su salud era mala: permanentes malestares hepáticos y una asombrosa cantidad de forúnculos, que le salían en los sitios más inopinados. Era irascible, intolerante y hasta maligno cuando embestía contra alguien. Pero a la vez disfrutaba de la conversación con amigos, sobre todo en las tabernas, donde jugaba ajedrez, discutía y se emborrachaba. Otras noches se encerraba en su estudio, trabajaba hasta el alba y luego dormía todo el día. Según los espías prusianos, vivía en el más completo desorden: "en contadas ocasiones lava, cepilla o cambia la ropa de la casa". Siempre activo, nunca tuvo un empleo regular: convencido de su genio, creía que alguien debía ocuparse de sus necesidades y las de su familia: la sociedad en general, los parientes de su mujer, su ama de llaves -personaje digno de Galdós- o su amigo Engels, a cuya costa vivió la mayor par-te de su vida. El profeta del comunismo quería que su esposa usara su título de baronesa, sobre todo cuando salía a pedir préstamos. Dedicaba mucho tiempo a sus hijos y fue un padre perseguido por la desdicha: tres de ellos murieron en la niñez. Sobrevivió en cambio el hijo de su ama de llaves que, según se descubrió mucho después, probablemente fue suyo. La vida familiar fue digna de una novela de Dickens: en medio de la miseria y los acreedores, sin saber qué comerían, empeñando y desempeñando los enseres personales. Pese a todo, mantenían sus arraigados hábitos burgueses: pagar un secretario, lecciones de baile y piano para las hijas, bailes y fiestas cuando pasaron a ser niñas casaderas. Tan hondo calaban los "prejuicios burgueses" en los Marx, que se negaron a recibir en su casa a Mary Buril, una obrera irlandesa, militante cartista que convivía con Engels. Al final de su vida, cuando disfrutó de una cierta holgura, completó su perfil burgués afeitándose completamente y concurriendo con su familia a los balnearios de moda. En suma, Marx vivió plenamente y a satisfacción en el mundo burgués, y no asoció su persona con la sociedad del futuro, cuyos rasgos, por otra parte, apenas imaginaba. Según Wheen, su biografía ilumina algunos aspectos y tensiones de sus ideas. Desde joven disfrutó con los juegos de palabras y retruécanos: "el intercambio entre el predicado y el sujeto, entre lo que determina y lo que es determinado, es una revolución". De a poco, lo que empezó como juegos verbales para la tertulia de la taberna se convirtió en forma mentis, un modo de analizar la realidad y develar su dinámica. Analista y crítico del capitalismo, solía dedicarse a leer los periódicos financieros, especular en la Bolsa y disfrutar con sus ganancias; pero con el mismo entusiasmo iban -él y Engels- la declinación bursátil que anunciaría el esperado derrumbe del capitalismo. La manera de jugar al ajedrez es reveladora de su concepción de la política. Su talento estratégico le permitía desplegar, en situación de inferioridad, ataques masivos y demoledores contra el rey enemigo, operaciones de gran vuelo que culminaban en su aniquilamiento, salvo que en medio de la maniobra -como era frecuente- recibiera el jaque mate de un adversario con menos vuelo pero mejor preparado para las contingencias tácticas. Respetaba en general a los obreros, portadores del germen de la nueva sociedad, pero no soportaba las ideas ridículas de los militantes obreros concretos con los que debía convivir, sobre todo en la Asociación Internacional: en ocasión de prepararse el luego famoso Manifiesto inaugural, optó por emborrachar sistemáticamente al grupo de trabajadores con quienes debía compartir la redacción, para poder así escribirlo libremente. Luego de seguir en paralelo su vida intelectual y personal, Wheen concluye que Marx poseía una mente sutil, nada dogmática y muy poco "marxista". Cree que su valor reside, no tanto en el aporte a un campo específico, como en su capacidad para integrar y sistematizar distintas esferas de la realidad, sobre las que sucesivamente volcó su interés. Pero puesto a elegir un aspecto destacado, Wheen no duda en proponer el literario. Ya Marshall Berman había considerado el Manifiesto Comunista como texto emblemático de la modernidad. Para Wheen, El Capital es ante todo una obra de imaginación: una suerte de novela cómica, a la manera de Swift o de Lawrence Sterne, en la que, utilizando el humorismo, la ironía o la farsa, va revelando los secretos del capitalismo. En suma, Wheen no resiste la tentación de ofrecer su propia y paradójica imagen de Marx.






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