ROBERT MAC CUM

de qué se trata The Constant Gardener (El jardinero constante?

En el aspecto más personal, es sobre alguien  que hace un viaje interior y descubre cierto tipo de moralidad después de una vida llena de faltas. Más allá de eso, el tema es el mismo sobre el que escribo desde el primer momento, o sea la relación del hombre con las instituciones que crea, ya se trate de instituciones de inteligencia o comerciales. Y más allá de eso, es sobre lo que tenemos ahora en lugar de naciones: una ética corporativa a la que suscribe -para m¡ completa frustración- el gobierno actual. Se trata de la extraordinaria creencia de que, en el fondo, las empresas tienen un objetivo moral, cierto margen humanitario. Es una tontería. 
-¿El libro tuvo un momento de inspiración? 
-Fue algo acumulativo. A partir de El honorable colegial empecé a prestar mucho mayor atención al Tercer Mundo. En reiteradas ocasiones me sentí atraído hacia ex colonias. Con el tiempo fui tomando conciencia del nivel de represión e intimidación que tenía lugar en nombre de la democracia occidental. 
-Es un libro muy polémico, pero que contiene también a dos de sus personajes más logradas, Justin Y Tessa Quayle.
 ¿Le resultó difícil combinar el aspecto político de la novela con el costado de ficción? 
-No, en realidad, ya que el motor es el mismo. El motor reside en Justin tras la muerte de Tessa. El pasa a desempeñar la función de ella. El termina el trabajo que ella empezó. Esta historia no podría haber tenido Jugar sin indignación moral y, a su vez, la indignación moral no se podría haber expresado sin esas circunstancias y personajes. Mi propia vida fue tan caótica en ocasiones, que resulta muy consolador descubrir qué es lo que me importa. Es algo que tengo en común con Justin. -
¿Qué puede decir del título, The Constant Gardener? -
Es constante en el sentido de auténtico, y también en el sentido de leal. Luego surgió un eco literario con "The constant nymph" (la ninfa constante). Era una palabra sorprendente, y muy hermosa. ¿Buscó el tema o éste se le presentó? -
Y-o quería abordar la conducta empresaria en el Tercer Mundo. Después del asunto Ked Saro-Wiwa en Nigeria, pensé muy seriamente en el sector del petróleo. Una vez que empecé a conversar con gente de la industria farmacéutica y con las pocas personas valientes que trataron de desenmascarar sus actividades, ya no volví atrás.
 -Su última novela, Single & Single, se publicó hace dos años. Por lo que parece, esta vez escribió rápido. 
-Escribí rápido. Una vez encaminado, prácticamente no tuve que desechar nada y rescribí muy poco. Terminé tres o cuatro de mis libros muy rápido. Uno de ellos fue El espía que vino del frío, y también fue el caso de La chica del tambor. Cuando se tiene todo claro desde el principio, la historia transcurre en el lugar correcto y los personajes más importantes están bien planteados; todo sale con mucha velocidad. -
Al igual que los personajes principales de todos sus libros, Justin Quayle se debate entre el amor al país y su deber consigo mismo y con su conciencia. ¿Considera que la traición es su tema esencial? 
-El individuo y el estado, el individuo y las instituciones. -¿Siempre quiso ser escritor? -
Sí, creo que sí. 
-¿Recuerda algún momento en que se haya dicho, "esto es lo que quiero hacer" -Sí, en Sherborne. Gané el premio de poesía con un poema horrible del que traté de destruir todas las copias. Luego, cuando entré al servicio secreto, compartía una habitación con un escritor llamado lohn Bingham, Lord Clanmorris. John, por ejemplo, me alentó mucho. El escribía cada vez que tenía un momento  libre, y la parecía fantástico poder ir escribiendo un libro corno una suerte de subtexto de la vida. Cuando empecé a escribir pensé que sería una especie de antídoto contra la vida rutinaria de la función pública.
 -¿Hasta ese momento imaginaba que iba a ser un funcionario público toda la vida?
 -Sí. Supongo que ellos también lo pensaban. Tuve una suerte de sensación de ficción casi alucinante cuando viajé a Berlín y vi los comienzos de la construcción de] Muro. Escribí El espía que vino del frío en cinco o seis semanas. A veces, como me pasó con ese libro, podía escribir hasta catorce o quince horas de un tirón. Escribía largos pasajes y no cambiaba casi nada. Tenía 1.- sensación de estar bien encaminado y de tener los personajes adecuados. Todo parecía increíblemente fácil. 
-¿Qué escritores leía de chico? ¿A quiénes admiraba? 
-Leía a. Bernard Shaw y a Galsworthy. También me encantaba, y me sigue gustando, nuestro mutuo amigo P.G. Wodehouse. Pensaba que Conan Doyle era increíble. Sigo pensando que, si bien él nunca lo aprovechó, Somerset Maugham fue el estilista narrativo más refinado de su época.

LE CARRE

 Me parece, extraordinario. Por  su puesto, también leía a Evelyn Waugh, a Graham Greene y a Orwell. Esos fueron mis escritores preferidos hasta los dieciséis años. Luego me fui de Sherborne y abandoné todo en aras de la literatura alemana. -
Una gran influencia, evidentemente. 
-Una influencia muy importante. Me refiero a las historias sobre la educación de un hombre, Heinrich Hólderlin y el Mbelungenlíed. Siempre había una búsqueda moral. 
-Graham Greene describi6 la infancia como Ia cuenta bancaria de un escritor". ¿Piensa que eso puede aplicarse a usted?
 -En ese sentido, yo nací millonario. Mi infancia fue verdaderamente extraordinaria.
 -En el pasado, los personajes femeninos de sus libros eran desleales y nada dignos de confianza, pero Tessa es un personaje maravilloso y constante. ¿Esto anuncia un cambio? 
-Es un cambio interno. Volviendo al tema de la infancia, yo no tuve una figura materna, ya que mi madre desapareció y hacíamos una vida nómada. No tenía contacto con mujeres de ninguna edad, y mucho menos novias. Durante años mi vida amorosa fue muy, pero muy precaria. En los últimos tiempos eso cambió
 -Siempre escribió thrillers o novelas de aventuras. ¿Por qué? En The Constant Gardener escribe: "Si no se puede soportar la realidad, hay que elaborar una conspiración imaginaria". ¿Es una pista?
 -Mi hermano y yo soportábamos una enorme tensión. Nuestra vida era una fachada. Nosotros proyectábamos una imagen de chicos buenos de clase media. Nos dimos cuenta muy pronto de que nuestro padre era un estafador y de que la vida era muy peligrosa. Esa tensión nunca me abandonó. Estoy seguro de que si escribiera la más anodina de las novelas, igual buscaría una serie de acontecimientos que agregaran peligro y tensión al final. 
-¿Extraña a Smiley?
 -No. Creo que ya terminé con él. Alec (Guinness) me curó. No podría componer a Smiley sin pensar en Alec y en la voz de Alec. Por otra parte, a medida que envejezco siento más ganas de escribir sobre gente joven. 
-En los Estados Unidos lo consideran un gran novelista. Aquí, un gran escritor de género. ¿Por qué? 
-No lo sé. Actualmente tengo muchos más lectores en Europa que en los Estados Unidos. Ahí se considera que soy alguien que habla de nuestra época. En este país, en cambio, perseverar en un tema y trabajar en ese terreno como hice yo, se percibe simplemente como algo comercial. La idea de utilizar un microcosmos para ilustrar un contexto más amplio se considera algo pretencioso. Por lo general evito la compañía de mis colegas escritores ingleses y de todo ese mundo. Creo que me resulta amenazador en muchos sentidos. La envidia siempre está a la orden de] día. Yo gané mucho dinero escribiendo. Me hice un nombre. Lo que más miedo me da, sin embargo, es quedar atrapado en los patrones y pretensiones de ellos. No los leo. Leí a McEwan y a una serie de escritores contemporáneos muy prestigiosos, pero siento que  no jugamos en la misma cancha. No quiero decir que yo sea mejor ni peor. Es sólo que hacemos cosas completamente distintas. Yo me siento totalmente al imagen de la vida literaria inglesa. 
-¿Eso le preocupa? 
En absoluto Creo que tuve mucha  suerte. Di en el clavo con todo ese mundo del servicio secreto. Era una comedia de los modales y actitudes de los ingleses. Yo pude escribir sobre los malestares de una Inglaterra, postimperial que había tenido el gran problema de ganar dos guerras y tenía una percepción de sí misma que al resto del mundo no le importaba en lo más mínimo. Y eso continúa. No tuvo lugar alguno en todos esos cambios que parecía haber en el aire. Los colegios privados exclusivos siguen en pie, el establishment sigue gobernando Gran Bretaña. Si uno va y se sienta en el Atheneum o en cualquier club de Londres, ve los mismos trajes, las mismas caras, los mismos ojitos furtivos de siempre.
 -Tiene casi setenta años, pero este libro podría ser obra de un hombre mucho más joven. Rebosa energía.
 -Me siento en mi mejor momento. 
-¿Cree que es el principia dé una nueva etapa productiva?
-Espero que sí, por supuesto, Éspero que sí. 
-¿Qué lugar considera q e ocupa en la literatura inglesa? 
-Eso, por suerte, no es problema mío. Al igual que en la mayoría de los ámbitos de la vida británica, por cada reducido grupo de personas que hacen algo, hay una gran cantidad de críticos que dicen cómo debería hacerse. No vámos a sacarle el hueso a la enorme burocracia literaria. 

datos:Clarín y The Observer, 2001. Traducción de Cecilia Beltrarno

El jardín de los secretos

RAND RICHARDS COOPER

E1 héroe de la novela de John le Carré, un funcionario británico menor en Kenya, se ve empujado a la acción luego del asesinato de su esposa. Los norteamericanos se pasaron la primera década después de la Guerra Fría espiando entre las brumas del nuevo aislacionismo británico y preguntándose por quién tenían que preocuparse. Pocos tuvieron más sugerencias disponibles que John le Carré. Con su descripción de la fractura de la Unión Soviética (Nuestro juego) o sus informes sobre los traficantes de armas (El infiltrado) y los pilares del lavado de dinero de la droga (Single & Single), el maestro del thriller de espionaje fue siguiendo el ritmo de los titulares de los diarios, instruyéndonos acerca de nuestro próximo enemigo. Y precisamente por eso The Constant Gardener, la décimo octava novela de le Carré, da la sensación de un cambio de rumbo. Nos lleva a una África que se cayó del mapa de Occidente, y a un cenáculo de británicos dando vueltas en una Kenya "peligrosa, decadente, saqueada", donde los ladrones excavan tumbas para robar anillos de boda de los cadáveres de los ricos, y un "paraíso fisca" que no es un refugio para espías sino más bien un dormitorio, cerrado rigurosamen te desde abajo por una puerta de seguridad de acero. El jardinero del título es Justin Quayle, un funcionario de la Delegación Británica y uno de esos personajes soberbiamente ingleses que optan por ser un engranaje en la maquinaria del gobierno con una resignación fanática. Justin llegó a la madurez sin más ambición que cuidar las flores de su jardín y haciendo escaso uso de su intelecto, fuera de elaborar sofisticados argumentos diplomáticos para la inacción frente a la injusticia. Por otro lado, su mujer, Tessa, mucho más joven, es una chica de sociedad, una abogada formada en Oxbridge y abnegada misionera a favor de los pobres -Madre Teresa de las villas miseria de Nairobi. Tessa tiene un amigo del alma, un médico belga-africano llamado Arnold Bluhrn; y cuando ella aparece muerta, y Bluhm desaparece del mapa, Justin al principio se inclina por la idea de un romance con un final terriblemente triste. Pero, ¿y las marcas de neumáticos de un vehículo remolcando el auto en el que murió Tessa, o los dos hombres de aspecto rudo que fueron vistos en una posada en las cercanías la noche anterior? Justin empieza a revisar el trabajo de Tessa,  especíalmente sus investigaciones sobre una nueva droga contra la tuberculosis, Dypraxa, lanzada al mercado pese a sus graves efectos secundarios -con los africanos como conejitos de Indias. De vuelta en Londres, su jefe en el Ministerio de Relacione.,4 Exteriores rechaza la idea de una conspiración detrás de la muerte de Tessa. "Soy hombre de Oswald», dice, defendiendo la postura de "aceptar lo obvio". Pero cuando alguien entra por la fuerza en la casa de Justin y desaparecen varios documentos, se torna evidente que ser hmobre de Oswald no basta. Acto seguido, pasamos a pasaportes falsos, amenazas y maquinaciones en tres continentes, gigantes farmacéuticos perversos y un holocausto global esperando en los pasillos. En definitiva, aquí está el viejo le Carré, después de todo. ¿0 no?
 Pese a las intrigas, la historia que Le Carré en verdad quiere contar tiene poco que ver con capas y espadas. La novela sigue a Justin tras las huellas de Tessa y sus actividades para ventilar escándalos, una "zambullida enorme al corazón de su mundo secreto" pensado para reparar los años en que, como "pesimista bien pago", había desdeñado sus causas y sus compromisos. Después de caminar como sonámbulo por la vida como un "tipo agradable apasionado exclusivamente por las variedades de flox, reinas Margatita, fresias y ,gardenias", Justino  se compromete ahora a regar la flor del idealismo de su esposa. Le Carré lleva la metáfora hasta donde da, y un poco más. The Constant Gardener habita un universo moral mucho menos sombrío que los recintos de ambigüedad en los que le Carré ganó su fama. Se acabaron el habitual claroscuro moral y psicológico y las difíciles relaciones padre-hijo encarnadas en protagonistas emblemáticos como Magnus Pyrri, Jonathan Pine y Oliver Simple; en el lugar de la fe desasosegada de un espía en la figura paterna de un maestro espía tenernos el homenaje de un espía neófito a una mujer muerta que soñaba con llevar Ia decencia común a un mundo desviado" y era "lo suficientemente joven como para creer en algo como la simple verdad». El viejo Le Carré estaba animado por un eterno pesimismo en cuanto a las verdades simples. Este es un escritor que rescató la novela de espionaje de las garras de lan Flemiig creando un anti-james Bond -el espía como escéptico amargado, cuya liberación de los hábitos convencionales no desembocaba en el romanticismo del pl2yhoy sitio en la soledad del exilio. El espionaje sería como un tropo del secreto humano elemental: el enemigo no estaba afuera sino adentro, y la Guerra Fría no otorgaba "ninguna victoria y ninguna virtud", como dijo en una oportunidad Le Carré en una entrevista, sino simplemente "una condición de la enfermedad humana y una miseria política". A este le Carré, las distinciones últimas entre bien y mal le resultaban obstinadamente esqui V la humanidad individual quedaba empequeñecida por vastos sistemas ideológicos y burocráticos. Novelas como El espía que llegó del frío exudaban una oscura futilidad, aliviada, pero nunca mitigada, por simpatías personales introducidas entre líneas -el reconocimiento Hardyesco de que un mero desliz de la rueda del destino nos distingue de nuestro fantasma. El nuevo globalismo que emprende Le Carré en esta novela, por otro lado, podría ser llamado la guerra de lo malo contra lo potencialmente bueno; y la ambivalencia moral deja espacio  libre. En The constant garden la enfermedad no es una mera metáfora, sino un crimen perpetuado por codiciosos empresarios que cultivan un "mercado de la tuberculosis" en el que "hay miles y miles de millones de dólares para ganar". Diablos y ángeles se enfrentan en lo que le Carré llama, en una estridente nota de autor, "conciencia individual en conflicto con la codicia empresaria". En su reseña de Un espía perfecto, aquí en 1986, Frank Conroy señaló muchos aspectos dickensianos de la ficción de Le Carré, junto con puntos disímiles: a diferencia de un Le Carré más desolado, Dickens "amaba el mundo y creía que se podían hacer cosas (tanto en sus novelas como en su vida) para mejorarlo---. Emprendiendo un debate ético ardiente sobre los protocolos de investigación activísimo global. 
-La nueva industria farmacéutica tiene apenas 65 años", le explica un ex colaborador de Tessa a Justin. "Tiene buenos hombres y mujeres, ha hecho milagros humanos y sociales, pero su conciencia colectiva no está desarrollada". Ayudar a la industria farmacéutica moderna a desarrollar su conciencia colectiva es un objetivo eminentemente loable; ¿pero da para una novela? The Constant Gardener empieza bien, con muchos detalles exóticos de fondo, como los atestados taxis Matutu corriendo por las calles de Nairobi, mientras los personajes en primer plano realizan los ritos intensamente británicos de la vida diplomática, donde las carreras transcurren perfeccionando una sociabilidad ficticia en los almuerzos mientras revuelven con el viejo cuchillo. Le Carré es un magnífico moralista de lo cotidiano, un maestro mosstrando cómo nos relevan nuestros aburridos tratos con cónyuges y colegas -como Sandy Woodrow, el superior de Justin en el Alto Comisionado, un hombre cuyas ideas sobre su propia esposa incluyen gratitud por Ia serenidad con la que se abstiene de leer sus pensamientos íntimos, pero se adapta dócilmente a sus aspiraciones». Esta es la personalidad del Ministerio de Relaciones Exteriores al máximo, en una mezcla de cobardía, especulación y complacencia beata: una patología de ex alumno de Eton-Oxbridge-Whitehall. que Le Carré conoce a fondo. No obstante, cuando toma la historia de Tessa, la novela empieza a vacilar. The Constant Gardener da algunos pasos narrativos poco afortunadas, usando capítulos enteros de interrogatorios policiales para establecer puntos básicos del argumento, y presentándonos montones de documentos para que revisemos. El esfuerzo alude a un tipo de libro totalmente distinto -a saber, el periodismo de investigación- y a medida que seguimos a Justin en su búsqueda de la verdad, The Constant Gardener aparece cada vez más como un exposé, una diatriba rabiosa contra la maldad corporativa, adornada con descripciones sentimentales de Tessa y sus valientes acciones ("decidió ignorar una amenaza de muerte en vez de poner en peligro su búsqueda de justicia") que está muy por debajo de las sutiles percepciones del mejor Le Carré. No es que un novelista no pueda también esclarecer y exhortar. Pero así corrió en Dickens el deseo de mejorar el mundo real -gravitar en el terna de la prisión para deudores o en el trabajo de los niños en las fábricas- nunca interfirió en su tarea de crear un mundo de ficción soberbiamente atractivo, uno siente una impaciencia en The Constant Gardener, como si Le Carré se esforzara demasiado por hacernos admirar a su heroína, por hacernos creer en ella. Al tornar partido por los ángeles, su novela deja ver sus sentimientos al desnudo. Lo cual basta, casi, para que uno añore la vieja amargura y la ambigüedad de la guerra fría.

el topo peregrino

VICENTE BATTISTA

comienzos de los 60, David Cornwell trabajaba para el Foreing Office. Su verdadera vocación, sin embargo, era la literatura. Le alentaba saber que otros notables escritores ingleses -D.H.Lawrence, Anthony Burgess, W.H.Auden, Lawrence Durrell y Graham Greene- también alguna vez habían sido espías de su majestad. A Cornwell sólo le restaba publicar una novela para estar en un pie de igualdad con ellos. La publicó en 1961, bajo el pseudónimo de John le Carré. Llamada para el muerto tuvo buenas críticas pero pocos lectores. No se desanimó. Al año siguiente presentó Asesinato de calidad y nuevamente se repitió esa ecuación: buenas críticas pero escasos lectores. En 1963 envió a su agente los originales de El espía que llegó del frío, la había escrito en menos de dos meses y en esa novela cifraba su futuro: si conseguía venderla a 20.000 libras renunciaría a su cargo en el Foreing Office. John le Carré desplazaría definitivamente a David Comwell. El espía que llegó del frío recaudó bastante rnás de 20.000 libras. Sólo en los Estados Unidos agotó seis millones de ejemplares y durante trece meses encabezó la lista de best-sellers de The New York Times. Grahani Grenee aseguró que era la mejor novela de espionaje jamás escrita, y no estaba equivocado. John le Carré renunció a su puesto en el Foreing Office, pero no a los espías: éstos continuarían nutriendo su obra, en todos los casos como la contracara de james Bond. calidad (1962), pero en esta oportunidad no como agente secreto sino como uri improvisado detective  que debe dilucidar dos crímenes cometidos en el distinguido Carne School. En El espía que llegó del frío (1963), Smiley está nuevamente reclutado por Circus, pero en este caso es un personaje secundario. Situación que mantiene en El espejo de los espías (1965). En las dos siguientes novelas -Una pequeña ciudad en Alemania (1968) y El amante ingenuo y sentimental (1971)- Le Carré se aparta completamente del mundo del espionaje. Tiempo después lo retorna en una formidable trilogía, en la que George Smiley aparece como personaje central, con toda su profunda dimensión. El Topo (1974), El honorable colegial (1977) y La gente de Smiley (1979), constituyen el mejor y más acabado retrato literario que se ha hecho de la Guerra Fría. Con la caída del Muro de Berlín y el fin del socialismo en los países del Este cambiaron las leyes del juego de la política internacional; también cambió el mundo del espionaje. John le Carré trasladó esa circunstancia a su escritura. En 1983 fijó su atención en el conflicto árabe-israelí. El resultado fue La chica del tambor. Diez años más tarde, en El infiltrado se introdujo en el submundo del narcotráfico. Sin embargo, no se desentendió de los espías. En 1986 apareció Un espía perfecto, en 1989 La Casa Rusia, en 1995 Nuestro juego y en 1997 El sastre de Panamá. Las cuatro son novelas de espionaje, aunque no tengan a George Smiley como protagonista.

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