HECTOR TIZON

Cuando hace más de cuarenta años, Jorge Luis Borges viajó a San Salvador de Jujuy para dar una conferencia en el auditorio del Colegio Nacional, apenas cumplido el trámite lo treparon a un auto y lo llevaron a Yala, una pequeña ciudad situada a trece kilómetros de ripio de la capital jujefia. Fue un hecho por demás descabellado e insólito por partida doble: situación de Puna forzosa para un escritor ciego con aires de pampa y presencia extraordinaria para un pueblito más acostumbrado a los rigores del viento eterno y de la tierra seca que a recibir celebridades de tapas duras. Una vez allí, imperturbable en medio de las voces que parloteaban en su honor, el autor de El aleph quiso saber un poco más de sus anfitriones y de las costumbres del lugar, y le preguntó a un por entonces jovencísimo I4éctor Tizón, responsable de aquel "secuestro intelectual, ahogado y futuro escritor: "¿Qué hacen por acá? No lo imagino'. Tizón, que andaba por los veintipico y esa noche, con algunos vinos templándole el coraje, se despachó con un rosario de anécdotas, mitos y cuentos de la región, apócrifos algunos, reales otros, que tejieron para el maestro una suerte de curso intensivo de la vida en el Altiplano, ese paisaje salado, lunar y quieto, de nostalgia insobornable,y sol quemante en el que los viejos pierden menos la sed que los dientes, los chicos, los zapatos y no el hambre, y los mortales en general , las palabras innecesarias. Borges escuchó pacientemente un arsenal de crónicas sobre un juez que ejerció la magistratura siendo ciego y guiado sólo por la razón, un caballero inglés, paralítico, que se hacía llevar a lomo de hombre a la estación de trenes para recibir el Times, y el paso por el norte de Tito antes de ser mariscal de Yugoslavia empleado como dinamitero en la construcción de las líneas del ferrocarril. Después, agradeció ese tour dé leyendas por un mapa tan ajeno a sus conocimientos de indios, gauchos y cautivas, que se circunscribían al sur. Y se fue por donde había llegado, sin sospechar que ese encuentro sería rebobinado mucho tiempo después, en Tierras de frontera, un rubro que reúne treinta años de artículos de opinión y ensayos con destellos de autobiografia, por aquel joven "chambón" y parlanchín convertido ahora él mismo en un clásico de las letras argentinas. Un hombre traducido a cinco idiomas que orillando los setenta, para vivir sigue eligiendo Yala, donde las almas no llegan a ochocientas y las votaciones se resuelven en cuatro mesas electorales. Allí sueña Héctor Tizón sus ficciones, trabaja de juez y de abuelo, y piensa el país, con amor y dolor parejos, desde la perspectiva que da haber nacido y perseverar en «el norte del lejano sur". Publicados entre 1969 y 1999, los veintíocho artículos que reúne Tierras de frontera fueron escritos a pedido, para diarios y revistas en su mayoría. Muchos de ellos aparecieron en 1988 en un libro con el mismo título editado por la Universidad de Jujuy, que circuló calladamente. La edición publicada ahora por Alfaguara, no corregida y aumentada, guarda el valor testimonial y la frescura de los textos de escritor pensados contra reloj para analizar una realidad que arde, como la llegada del cólera al norte, los tractorazos, la pobreza en alza o la situación de los escritores de provincia alejados del circuito editorial porteño. Pero esboza, además, un identikit estético e ideológico del autor de Luz de las crueles provincias y un libro de memorias por acopio, no pretendido a la hora de escribir pero forjado en la edición, al engarzar tres décadas de reflexiones que emplean el recuerdo y la parábola como herramientas de análisis y reviven historias familiares, viajes y la crónica de los desvelos que desembocaron en &tintos relatos. Tizón repasa anécdotas y rostros, reinventa la misión del escritor ("conmover" dice, "huir del desamor de la indiferencía"), revive la frustradán del libro que se sueña ante el libro que se alcanzó a escribir, se reencuentra en el papel con amigos de exilio, charlas y caminos, rinde un conmovedor homenaje a las primeras mujeres de su vida (madre, abuela, tías y nanas indígenas) que le enseñaron las palabras, los usos y la larga derrota del norte y aboga por el tiempo de un federalismo real en el que un jujeño o un salteño pueda vender sus pioductos en la costa del Pacífico o disfrutar del mar, a sólo treinta minutos de su casa, sin pasar por Buenos Aires. Todo esto, con una prosa incisiva que respeta, sin embargo, los ritmos y los silencios del habla popular, sensible a las imprecisiones del recuerdo y enriquecida por las derívas del narrador que se asoma cada tanto incorregible y bienvenidocon chispas de un humor agridulce. Antes, durante, después y mientras tanto, el autor de La mujer de Strasser explora el concepto de frontera: un estado del ser y del asombro, que marca con soledad y desamparo las complejas relaciones del hombre y su tierra; tema central de la nar~ativa de Tizón y escenografia de estos ensayos. Para el escritor jujeño, que alguna vez se definió como "un viajero sedentario", _V . . en la frontera elegirla es, ante todo, rrústerioso. Una experiencia compleja que encierra la promesa de otras lenguas, sabores diferentes y nuevos aires porque la frontera no es el país sino su límite y eso la emparenta con lo extranjero, con formas diferentes de ver y de sentir. Intercambio, diálogo, mestizaje, pero también borde y cornisa porque esas mismas líneas son las que traman adentros y afueras y reparten en bandos a propios y ajenos. "Me habían enseñado, o tal vez lo imaginaba recuerda en 'Viajeros y vagabundos', uno de los artículos del libroque del norte llegaban la viruela, la suciedad, la miseria, míticas plagas que de pronto caían sobre nosotros para castigarnos, como un latigazo de Dios por ese abuso de sol y de fortuna que cometíarnos." Un norte a veces menospreciado que, sin embargo, se siente, más propio que el sur, esa larga incógnita, ajena y remota. Al retomar ese sentimiento, Tizón marca las deudas de un Estado que no aprendió todavía a pensarse con cuatro puntos cardinales y denuncia otras dolorosas fronteras: las del país hacia adentro.   Tiempo después de aquel encuentro de juventud que rememora en "Borges en Yala", Héctor Tizón asumió su paisaje y su lengua ‑un español enriquecido por aportes quechuas y empezó a escribir. En México, donde vivió como diplomático publicó un libro de relatos: A un costado de los 1 rieles (1960). Su primera novela, Fuego en Casabindo, de 1969, conde en el diseño de tapa un mapa trazado a mano de la Quebrada de Humahuaca  no sólo un escenario, sino también una intención de fidelidad a la geografía y la historia del norte. Vocación que viene cumpliendo con cuarenta años de conmovedora literatura, sin caer en quejas folclóricas in en excesos pintoresquistas. En ese afán literario como en estos artículos, brilla también la frontera, ahora, como una luminosa forma del tiempo. Un paisaje de siestas prolongadas que permite escribir y denunciar las vías sin tren, paradoja del progreso capitalista que le ha hincado a la Puna la miseria como una maldición, o retratar a los que resisten a la desolación, mostrando un país que existe ‑quizá lejos, pero no menos nuestro‑ * gauchos en mano a mano dialogado con genios de marketing, curas de provincia, maestros rurales y aventureros que llegaron en busca de oro y fortuna y se quedaron, sin ellos, embrujados por los cerros. Hay hombres , dijo Calvino alguna vez que hablan como si sus palabras estuvieran escritas a máquina: metálicamente y a distancia. En la otra punta del espectro, existen por suerte las voces de lluvia y madera, que seducen por la hondura esencial de sus historias y encarnan, no sin desgarros, la verdad de lo que somos. "Este es el fruto y la cosecha de un escritor que ya va para viejo", dice Tizón resumiendo lo andado y escrito. "Un escritor cuyos únicos temas, una y otra vez, han sido la piedad, la muerte, el amor y el tiempo ... » Esa profesión de arte, vida y fe hace de sus palabras un alimento indispensable para el alma, como pocas cosas lo son para el cuerpo: el agua, el pan y los ritos del fuego.

fragmento de tierras de fronteras

En este país sólo un hombre que va para viejo puede recordar el tiempo aquel cuando pertenecíamos al Primer mundo. En estas crueles provincias, según se sabe, hay atavismos rebeldes: la gente tarda un tiempo cultural considerable en olvidar el discurso de los políticos y de allí que los sociólogos y otros maestros tiendan a considerarnos como pertenecientes a franjas conservadoras o reacias al cambio. Cuando yo era niño, significaba una prenda de orgullo saber que esta nación era la primera, en Sudamérica, por la extensión de sus líneas ferroviarias. Ahora estamos viendo pasar, en esta tarde y en la polvorosa aldea, quizá los penúltimos trenes antes de que desaparezcan como desaparecieron las recuas de asnos y de mulas cargadas con bienes y enseres para el trueque. 0 las tropas indigentes de las últimas guerras de la Independencia, tan demoradas en la memoria aquí como olvidadas en Buenos Aires, esa ciudad de tenderos señoriítos, como decían los viejos. En algunas de nuestras casas, decadentes, aún se guardan papeles, cartas, memorias descriptivas, pero sería imposible avivar en estos días aquella polémica absurda de tan muerta: cuando el general Mitre, valetudinario santón de la República, concurrió al Senado para definir con su voto el trazado del ferrocarril a Bolivia por Jujuy y no por Salta, por la Quebrada de Humahuaca y no por la del Toro. Aún ahora hay viejas familias distanciadas por esta polémica, vástagos de ,aquellos apasionados rencores que aún no se saludan. Mi maestro en Yala repetía y nos hacía copiar: en 1870, 700 kilómetros; en 1892, 13.000 kilómetros; en 1916, 34.000 kilómetros; en 1946, más de 40.000 kilómetros. Estos datos fueron para nosotros, los niños de estas tierras, como las contundentes estadísticas de las guerras patrias, como las lápídas queridas de los cementerios, como los documentos resquebrajados de los cofres familiares. Los grandes presidentes ‑Sarmiento, Mitre, Avellaneda, Roca, tenían conciencia de la integridad de la Nación y nos habían rescatado de un oscuro destino de frontera. Ellos sabían, y ya para siempre nosotros, que todo aislamiento implicaba un principio de segregación. Entre esos principios transcurrió mi infancia alimentada por lo grueso del discurso político de entonces, que proclamaba que la voluntad nacional de un país se mide por la eficacia de sus transportes y comunicaciones por la voluntad íntegradora de todas las regiones que componen la Nación. Me eduqué en esa creencia que ahora escucho que no me sirve para nada. Ahora, en estos días, desde mi casa no muy lejana de las vías ferroviarias hace un siglo trazadas y trajinadas, rumbo a Bolivia, escucho un tren que pasa y pienso que será uno de los últimos. La posmodernidad ha llegado también a estas tierras. Atravieso el flaco bosque de eucaliptos que separa el confin de mi casa y los predios ferroviarios y en el borde me quedo, junto al gaucho Demetrio Hernández, recientemente fallecido y cuya inverosímil historia podría contar en otro capítulo. Es el atardecer, casi noche, y el tren arrastrauna decena de vagones semiiluminados, lleno de indígenas trashumantes rumbo a la frontera. Yo no digo nada. El gaucho Hernández dije, sólo por decir: "Se para para nada, ya ni siquiera toma agua, como antes~'. Yo digo entonces, sólo para que no dure el silencio: "Dicen que ya no pasará". El me mira. Tor el progreso del Primer Mundo", digo. Y él dice: "He oído hablar de eso . ¿El progreso sig nifica la muerte, don Hernández?", pregunto yo. Y él, cuando el último tren arranca, dice: "No. No significa nada".

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