GOYA
COSTUMBRES,FIESTAS Y DIVERCIONES
grabados de goya
Introducción
Francisco de Goya nace en 1746 en un pequeño pueblo aragonés, Fuendetodos, y
muere en Burdeos el 16 de abril de 1828. Cuando nace, ese mismo año, reina
Fernando VI, segundo monarca de la dinastía borbónica; cuando muere, reina
Fernando VII. Entre tanto han sucedido muchas cosas: primero se consolidó el
despotismo ilustrado, se tensaron las relaciones entre los ilustrados y el viejo
régimen, gobernó Godoy con Carlos IV, estalló el motín de Aranjuez, los
franceses invadieron la Península, se proclamó la Constitución de Cádiz, volvió
Fernando VII con el absolutismo, tuvo que aceptar el liberalismo -y bien a
regañadientes que lo hizo-, volvió el absolutismo... Cuando murió Goya, España
era muy distinta a la que le había visto nacer, y, con España, Europa: la
Revolución Francesa, el imperio napoléonico, el desarrollo del nacionalismo...
Goya vive en un período histórico en el que se han producido cambios
fundamentales en la vida europea, cambios que todavía nos afectan, tanto de
carácter político como cultural, social y económico. Suele decirse que es la
época en que el Antiguo Régimen entra en crisis, pero la crisis lo es también de
nacimiento de un régimen nuevo, de una época nueva: la contemporánea. Goya es el
representante artístico de esa época, de las tensiones de ese nacimiento. Es,
probablemente, el más próximo a nuestra sensibilidad de los pintores de su
tiempo: sus grabados y dibujos parecen representar nuestro mundo, nuestras
actitudes. A veces, parecen instantáneas de la prensa de actualidad.
1.Goya antes de 1791
Goya es un pintor de vida larga y de evolución lenta. Si hubiese muerto en 1791,
cuando sufrió una enfermedad sobre la que se ha escrito mucho, le
consideraríamos un magnífico pintor para su siglo, pero no el genio que ahora
conocemos.
Hay obras muy buenas, anteriores a esa fecha, cartones excelentes que pueden
competir con la mejor pintura europea del momento, pero todo el complejo mundo
de Goya aún no ha aparecido. No es que aparezca sólo a causa de su enfermedad,
sino por la acumulación de acontecimientos muy diversos de naturaleza social,
política, cultural, también personal... Después se hablará de ello; ahora sólo
señalar que tan importante para explicar su sentido es atender a los posibles
motivos biográficos como a nuestra actitud ante estas obras: no sólo las pintó
Goya, nosotros las hemos valorado, las hemos aceptado, incluso nos hemos
identificado con ellas. Así pues, podría trazarse una gran raya en la evolución
de Goya: antes y después de 1791, antes y después de su enfermedad. Sin embargo,
como se irá viendo, esta línea divisoria puede ser engañosa. Engañosa en cuanto
que invita a pensar en una primera etapa homogénea hasta ese año, lo que no
sucede; engañosa también si afirma una ruptura radical, pues algunas de las
pinturas que realiza en los años inmediatamente posteriores se mueven en la
estela de las que ha hecho poco antes: pinturas como La condesa duquesa de
Benavente (1785, Mallorca, Fund. B. March), las que sobre San Francisco de Borja
hace para la Catedral de Valencia, o cartones como Las floreras (1786, Madrid,
P), La gallina ciega (1788, Madrid, Prado), etc., enlazan directamente con
muchas de las posteriores a aquella fecha.
Por todo ello, entre 1746 y 1791 nos parece adecuado distinguir al menos dos
períodos. El primero es aquel en el que más propiamente podemos hablar de «Goya
antes de Goya». El Goya que aprende, en ocasiones bajo la dirección de su cuñado
Francisco Bayeu, el Goya que no tiene todavía reconocimiento público y que
espera subir en el escalafón profesional y en el ámbito social. Es el Goya
anterior a 1776, cuando realiza sus primeras series de cartones para tapices.
Después su carrera discurre con mayor rapidez. Académico en 1780, contará con el
apoyo del Infante don Luis en 1783, recibirá encargos de los duques de Osuna y
en 1789 recibirá el nombramiento de pintor de cámara. Si en el primer período ha
aprendido, ahora es pintor de encargo, aunque bien especial, pues sabe siempre
imprimir su marca personal, apartarse cada vez más de las convenciones y los
tópicos, no dejarse Llevar por la rutina de los géneros. Anuncia ya mucho de lo
que vendrá después.
El aprendizaje de un pintor en el siglo XVIII estaba sometido a unas pautas y a
un ritmo a los que Goya no será ajeno. En 1760 entra en el taller de José Luzán
(1710-1785), en Zaragoza, un pintor mediocre que le enseña el oficio, un pintor
que se mueve, estilísticamente hablando, en el ámbito del tardobarroco. Después,
en 1763 y 1766 participa en el concurso de la Academia de San Fernando, en
Madrid, sin obtener mayor reconocimiento.
Son años en los que cambia la fisonomía artística en nuestro país. Estos cambios
habían empezado a producirse a principios de siglo, cuando es otra la casa
reinante y vienen de Francia e Italia numerosos artistas, pero ahora se
intensifican con la llegada a España de los que en aquel momento eran
considerados los dos pintores más importantes de Europa: A. R. Mengs (1728-1779)
y Giambattista Tiepolo (1696-1770). Si el primero es el representante más
riguroso de una posición neoclásica, el segundo puede inscribirse en el marco de
un rococó que debe más a la gran pintura italiana que a la francesa. Se trata,
por tanto, de dos posiciones diferentes, y en algunos momentos enfrentadas, que
permiten reconocer el grado de eclecticismo que dominaba en el gusto cortesano.
Y, si cabe pensar que la paleta de Tiepolo -ya sea directamente, ya a través de
sus hijos, Giandomenico (1727-1804) y Lorenzo (1736 1778), especialmente aquél-
influyó más que la de Mengs en Goya, fue el artista neoclásico el que, con el
paso del tiempo, llamaría al aragonés a Madrid (en 1774) para realizar cartones
que sirvieran de modelo a los tapices de la Real Fábrica.
Antes de que esto sucediera, Goya desarrolló su carrera a través de lo que
también era convencional: el viaje a Italia, la participación en pinturas
decorativas, en concursos, etc. Su viaje a Italia coincide con la muerte de
Tiepolo (1770) y durante el mismo participa en el concurso de la Academia de
Parma con una obra que se ha recuperado y expuesto recientemente: Aníbal
vencedor que por primera vez miró a Italia desde los Alpes (1771, Cudillero
[Asturias], Fund. Selgas-Fagalde). Junto con los bocetos de otros cuadros
pintados por estas fechas, éste revela a un Goya bastante convencional pero no
completamente tradicional: su sentido del color, la viveza de la composición, el
esfuerzo iconográfico, son todos rasgos que nos ponen ante un pintor ciertamente
habilidoso. Para el gusto actual es su sentido cromático la nota más llamativa:
utiliza una pincelada amplia, más de lo que era habitual, se inclina por
tonalidades que ya empiezan a ser apasteladas, sabe representar las telas con
energía y sencillez, huye de la minuciosidad en el detalle y prefiere apoyarse
en la luz.
Estos rasgos, todavía débiles, podían atribuirse a su juventud y achacarse a su
inexperiencia, pero, como demostrará su evolución posterior, eran indicio de un
pintor diferente, o al menos de un pintor que podía ser diferente. Trabaja en el
Coreto del Pilar (1771) y poco después (1774) realiza once pinturas al óleo
sobre yeso para la Cartuja de Aula Dei, cerca de Zaragoza. Mientras tanto se ha
casado con Josefa Bayeu y ha emparentado así con una familia de pintores en la
que el hermano mayor, Francisco (1734-1795), ocupa una posición destacada.
Juntamente con Ramón Bayeu (1746-1793) recibe la protección de Francisco,
incluso pinta bajo su dirección, aunque en algunos momentos se enfrenta a sus
planteamientos y juicios.
Las pinturas para el Aula Dei son el trabajo más importante de todos estos años.
Siete son las que se conservan, algunas en mal estado y con restauración
deficiente. Se trata de pinturas monumentales en las que narra la vida de la
Virgen, entre las que destaca La Visitación. El procedimiento seguido por el
artista aragonés para destacar la monumentalidad de las figuras es elemental
pero efectivo: vistas desde abajo, ha situado las figuras, y la escena toda,
sobre una especie de escalinata que acentúa su verticalidad y masividad. La
simplicidad de los motivos arquitectónicos que hacen de fondo y su tratamiento
perspectivo contribuyen a lograr esa monumentalidad. Con todo, no deja de ser
una obra limitada y en un ámbito provinciano. Los cambios más efectivos se
producen cuando marcha a Madrid con objeto de hacer cartones para tapices. A
partir de 1774 su carrera parece discurrir ya por caminos diferentes y
socialmente más fecundos. Goya era muy consciente de esta situación y así lo
hace ver en las cartas que de él se conservan: pretendía Ilegar a ser un artista
con una posición social destacada y anota todos y cada uno de sus éxitos, las
atenciones que hacia su persona tienen algunos miembros de la corte, las
expectativas que, a la luz de los progresos, cabe tener, etcétera.
2. Costumbres, Fiestas, Diversiones
La realización de cartones para tapices con destino a la Real Fábrica era, sin
embargo, una tarea todavía menor. Se trataba de pinturas al óleo sobre tela -el
nombre, "cartones", hace referencia a su destino, no al material sobre el que se
pinta- que no estaban destinadas a mostrarse en salón alguno: sólo servían de
patrones o modelos para tapices con los que decorar los sitios reales. La Real
Fábrica proporcionaba trabajo a un número considerable de artistas, entre los
que destacan, además de Goya y los Bayeu, José del Castillo (1737-1793), Antonio
González Velázquez (¿1729?-1793), Ginés de Andrés Aguirre (1727¿1818?), Antonio
Gonzalez Ruiz (1711-1788), etc. La Real Fábrica había tenido una existencia
inicialmente precaria y sólo a partir de 1746 y con el reinado de Fernando VI se
asistió a una cierta revitalización, más efectiva ya en tiempos de Carlos III.
Los modelos seguidos eran inicialmente flamencos, a la manera de Teniers y
Wouwermans, también algunos italianos, a la manera de Amiconi y Gianquinto. Los
temas oscilaban entre las escenas de costumbres y los asuntos mitológicos, pues
unos y otros se consideraban los más adecuados para la finalidad ornamental que
tenían los tapices. Son los cartones y los tapices de género con escenas
costumbristas los que más interés ofrecen para explicar la trayectoria de Goya.
Si en un principio siguen modelos flamencos, con una iconografía que poco tiene
que ver con la realidad peninsular, a partir de Carlos III se desarrolla la
pretensión de una imaginen más «realista», es decir, más ligada a la
representación de tipos, indumentarias, paisajes, escenas españoles.
Es posible afirmar que este cambio se debe a la influencia de la ideología
ilustrada, que desea tener un mejor conocimiento de la diversidad peninsular, de
sus costumbres y fiestas. Buen testimonio de esta actitud son los viajes de,
entre otros, Antonio Ponz y Gaspar Melchor de Jovellanos. Por otra parte, en un
horizonte similar de intereses, es también en estos años cuando empiezan a
realizarse estampas con tipos populares, entre las que destaca la serie de
Trajes de España (1777 y ss.), de Juan de la Cruz Cano y Holmedilla. Estas
colecciones de estampas, que alcanzaron un éxito considerable, contribuyeron a
difundir el gusto por lo popular a la vez que la curiosidad del público. Otro
factor importante en el desarrollo de este gusto lo constituye el teatro, que
suministra en algunas ocasiones motivos y personajes para estampas que se
pusieron por aquellos años y los siguientes a la venta. De este modo, así como
los cartones para tapices eran obras hasta cierto punto privadas -todo lo
privados que podían ser los tapices de los aposentos reales-, las estampas y las
piezas teatrales eran de amplio consumo colectivo, un consumo que extraía su
placer de la contemplación de las imágenes y las escenas.
Los grandes cambios en el gusto de la época y las novedades más importantes en
el lenguaje plástico, aquellas que van a conducir a la modernidad, se producen
en estos géneros menores, no en los grandes géneros del retrato y la pintura
religiosa y mitológica, que, sin embargo, continúa dominando la jerarquía
académica y cortesana. Pintando cartones para tapices, Goya no dejaba de ser un
artista menor, necesitado de otros apoyos y mecenas -como los que luego habrá de
tener-, pero este artista menor creó obras muy superiores a las que otros
artistas mayores estaban haciendo en este momento. Algo similar había sucedido a
principios de siglo con un pintor francés, M.-A. Houasse (1680-1730), que
fracasó en el retrato y la pintura religiosa pero hizo algunas obras magistrales
en el paisaje. Goya tuvo en cuenta sus creaciones, tal como tendremos ocasión de
ver más adelante.
Francisco de Goya entregó su primera serie de cartones para tapices en mayo y
octubre de 1775. Se componía de nueve obras destinadas al comedor de los
Príncipes de Asturias en San Lorenzo de El Escorial y su tema era la caza.
Fueron realizadas bajo la dirección de Francisco Bayeu, lo que resulta evidente
tanto en los dibujos preparatorios como en los cartones definitivos. En la
segunda serie (1776-1778), diez cartones para el comedor de los Príncipes de
Asturias en el Palacio de El Pardo, trabajó más libremente y puso de manifiesto
las posibilidades de su pintura. Si tuviéramos que calificar estos cartones, de
cualquiera de las dos series, no dudaríamos en cuanto al término: pintorescos.
Pintoresco es concepto plenamente dieciochesco con el que se alude a la
diversidad y el cambio que son propios de la realidad cotidiana, a lo
interesante que en la misma puede surgir, ya sea a tenor de la indumentaria, las
costumbres, las fiestas, el paisaje, etc. Esto implica la observación y una alta
valoración de lo que es próximo e incluso cotidiano, lo que sitúa el agrado y la
complacencia en el mundo cercano, más acá del idealismo que hasta ahora se había
venido considerando norma de la belleza. Cuando Goya pinta sus primeros
cartones, todavía sigue vigente un criterio jerárquico de los géneros pictóricos
en el que costumbres y paisajismo, géneros éstos que podían ser atendidos por
pintores menores pero que eran indignos de los «grandes pinceles» cortesanos,
ocupan los últimos lugares. Sin embargo, puesto que los cartones servían de
modelos para tapices destinados a la ornamentación de los sitios reales,
empezaban a cobrar mayor importancia. Y, lo que es más relevante, puesto que se
pretendía verosimilitud en la representación de escenas, tipos y lugares,
dejaban de ser los motivos tradicionales -flamencos- y las normas compositivas
de las grandes pinturas palaciegas y religiosas, demasiado enfáticas y retóricas
para satisfacer las necesidades de estas nuevas imágenes. Dicho de otra manera:
la tradición tardobarroca no era adecuada para estas escenas y la incipiente -y
entre nosotros débil- tradición rococó resultaba en exceso afectada para el
objeto deseado.
Éste es el punto en el que Goya destaca por encima de todos los demás pintores
de cartones, incluido su «maestro» Francisco Bayeu. Para comprobarlo es
pertinente comparar los cartones de Goya con los que hicieron los restantes
pintores o, puesto que eso no es aquí posible, los primeros que pintó el
aragonés bajo la dirección de Bayeu y los que realizó después. Con ello no se
pretende desmerecer a Francisco Bayeu, sólo señalar la superioridad de Goya, que
rápidamente se aleja de su estela. Un cartón de la primera serie puede ser buen
ejemplo: La caza de la codorniz (1775, Madrid, Prado). En él podemos ver, como
en un escenario, los diversos momentos de la caza: a la derecha, un cazador y su
perro ojean las codornices, a la izquierda dispara uno a la que dá, mientras el
perro espera; detrás, en un segundo plano, varios a caballo, con perro corriendo
tras una liebre sobre una loma; en un plano más retrasado, ya como fondo, un
monte con una construcción que aparece acastillada se recorta en el cielo. Como
puede apreciarse en tan somera descripción, son varios los asuntos que en la
imagen se representan, de la misma manera que en la realidad son varios los
acontecimientos que se producen simultáneamente. El pintor, si desea respetar la
verosimilitud de lo real, debe ser capaz de representar esa diversidad temporal,
evitar la unilateralidad, lograr vivacidad y movimiento..., ahora bien, todos
estos rasgos no deben impedir la necesaria unidad compositiva de la imagen.
Goya la ha resuelto aquí de modo poco satisfactorio. Ha dispuesto un espacio
diferente para cada uno de los motivos, un espacio para el cazador que ojea a la
derecha, otro para los que, ligeramente retrasados, están a la izquierda, otro
diferente para los que van a caballo, a gran distancia de los anteriores, lo que
le ha obligado a disponer un sistema de taludes y una vegetación que distinga
los grupos (destacando el gran árbol de la derecha, que marca con violencia el
contraste). Este sistema de talud le sirve también para "aislar" a los que van a
caballo del paisaje del fondo. Es decir, el artista aragonés ha dividido el
espacio general en un conjunto de espacios particulares, a la manera en que se
hace en un escenario, y, también como en un escenario, ha dispuesto de motivos
que separen o distingan a unos de otros. Si el resultado no es plenamente
satisfactorio, ello se debe precisamente a su carácter en exceso teatral, algo
de lo que también adolecían algunos cuadros de género de Houasse y la mayor
parte de los cartones para tapices que hacen los restantes pintores de la Real
Fábrica, incluidos José del Castillo y Ramón Bayeu o Ginés de Andrés Aguirre en
obras de fecha posterior. Ya en algunos de los primeros cartones de Goya podemos
encontrar soluciones más satisfactorias: así sucede en El paseo de Andalucía
(1777, Madrid, Prado) o en El quitasol (1777, Madrid, Prado), dos de sus
cartones más célebres pero es en series inmediatamente posteriores y en obras
como Las lavanderas (1780, Madrid, Prado) donde encontramos un lenguaje mucho
más depurado y feliz. En este cartón ha resuelto el problema de la unidad y la
diversidad de una manera a primera vista muy sencilla -y tal sencillez forma
parte del objetivo perseguido por el artista-. La escena mueve la mirada
sesgadamente y de un solo golpe hacia el interior del espacio, hacia el fondo,
destacando el interés tanto de las figuras populares y su actividad, como del
paisaje en el que se sitúan.
En 1791 realizó los últimos cartones para tapices, quizá porque estaba ya
cansado de un género menor cuyo lenguaje dominaba perfectamente y que
posiblemente consideraba inadecuado para su posición profesional y social. En
1780 fue nombrado académico, Subdirector de Pintura de la Academia en 1785,
Pintor del Rey al año siguiente y Pintor de Cámara en 1789. Además había
recibido encargos de cierta importancia y tenía un contacto fluido con algunos
de los hombres poderosos del país.
Es en esta época cuando se enfrenta con su cuñado Francisco, al no permitir a
éste corregir su Virgen, Reina de los Mártires, un fresco de la basílica del
Pilar.
Una vez en Madrid, «quemado» todavía por el asunto del Pilar -«me quemo vivo»,
le escribe a Zapater-, recibe el encargo de ejecutar uno de los siete grandes
cuadros que han de ornamentar San Francisco el Grande, en Madrid. La realización
de estos siete cuadros se convierte, sin serlo, en un verdadero concurso. Goya
deposita en él grandes esperanzas, pues pensaba que podría sacarle de la
medianía social y profesional en la que hasta entonces se encontraba. El camino
fue más difícil y lento de lo que pensaba, quizá porque, entre otras cosas,
ninguna de las pinturas presentadas al concurso provocó excesivo entusiasmo. El
tema representado por Goya fue San Bernardino predicando en presencia de Alfonso
V de Aragón (1782-83, Madrid, San Francisco el Grande), una composición en la
que es perceptible la influencia directa de Houasse, si bien, como han señalado
todos los historiadores, Goya introduce un autorretrato que da originalidad al
conjunto. Goya retrató posteriormente al Conde de Floridablanca (1783, Madrid,
Banco de España) y fue protegido del Infante don Luis, de cuya familia hizo un
retrato de grupo El Infante don Luis y su familia (1784, Corte di Mamiano
[Parma], Fundación Magnani-Roca), uno de los más interesantes de este género en
el ámbito de la pintura española y la obra más importante que había hecho el
aragonés hasta el momento. Goya se autorretrató, declarando así su posición en
relación con el Infante, su concepción de la figura del pintor e,
implícitamente, sus esperanzas. Sin embargo, el apoyo del Infante don Luis tenía
un efecto ambivalente: por una parte suponía ascender en la escala social, por
otra significaba un cierto alejamiento.
Fueron necesarios bastantes años, seis, hasta que logró su objetivo, ser Pintor
de Cámara. Obtuvo este cargo en 1789 y ello le obligó a realizar los retratos
reales; también le abrió la ouerta a una serie de encargos, especialmente
retratos, en los que su pintura brilló con maestría inigualable. Su precedente
directo está en obras como el retrato de La condesa duquesa de Benavente (1785,
Mallorca, Fund. B. March), La marquesa de Pontejos (1786, Washington, National
Gallery) o La familia de los duques de Osuna (1788, Madrid, Prado).
Sin embargo, al poco de ser nombrado Pintor de Cámara, en 1792 sufre una fuerte
enfermedad que parece cambiar el curso de su vida. La enfermedad de Goya ha
suscitado toda suerte de hipótesis y polémicas. La historiografía romántica ha
puesto especial énfasis en su eventual importancia, pero hoy día se tiende a
considerarla en sus justos términos y se procura no convertirla -al igual que
otras anécdotas en la vida del artista aragonés, por ejemplo sus relaciones con
la duquesa de Alba- en clave para la comprensión de su arte: es un factor más,
importante pero en modo alguno el único, entre los varios que afectan a su
trayectoria.
3. 1792-1808, pinturas, dibujos y estampas
Es uno de los períodos más fecundos en la vida de Goya. Crea algunas de sus
obras maestras, empieza a hacer dibujos y realiza la serie de los Caprichos.
Goya no "repite" un estilo que domina, tampoco sigue moda alguna, investiga con
rigor y alcanza una posición personal que no tiene igual en toda Europa. Es
ahora cuando se convierte en "inclasificable" para los historiadores de los
estilos, porque utiliza elementos rococó y neoclásicos, pero no es un pintor
rococó, neoclásico o romántico.
Tambien este período es muy agitado en la vida española. Los asuntos políticos
ofrecen un panorama accidentado tanto en el interior como en el exterior. Manuel
Godoy, favorito de los monarcas, levanta todo tipo de rechazos que se
condensarán en el Motín de Aranjuez (1808), el derrocamiento del valido y la
abdicación de Carlos IV. La política exterior tampoco favorece la estabilidad:
guerra con Francia (1793), Guerra de las Naranjas en Portugal (1801), guerras
con Inglaterra (1796 y 1804), Trafalgar (1805) y, finalmente, la invasión
francesa (1808).
En esta situación de tensiones, la sátira política se introduce en el teatro, la
literatura o la pintura. Por eso se ha intentado ver en la serie de los
Caprichos representaciones de personajes de la vida pública de la época: la
Reina, Godoy, la duquesa de Alba ...Al mismo tiempo, existe un clima de
desconfianza ante los desconocidos, de los que no se sabe cómo piensan y podrían
ser enemigos ideológicos, por lo que la gente se reune en tertulias privadas.
Puede que la casa de Goya fuera sede de una de esas tertulias, lo que influiría
en sus pinturas privadas, a las que el artista de Fuendetodos parece ir
concediendo cada vez más valor. Sigue realizando retratos y cumpliendo como
Primer Pintor de Cámara, cargo para el que fue nombrado en 1799 y la mejor
expresión de esta dedicación es La familia de Carlos IV (1800, Madrid, Prado).
Pero junto a estas obligaciones oficiales, la pintura por gusto empieza a ocupar
un espacio y tiempo considerables.
La situación es, pues, compleja y la enfermedad de Goya no hace sino añadir
nuevos problemas, ahora de carácter personal. No se conoce la naturaleza de
dicha enfermedad, pero sí que le dejó como secuela una profunda sordera. Ni
siquiera conocemos con exactitud el tiempo de su convalecencia, pues las cartas
de Goya en las que habla de su estado más parecen destinadas a confundir que a
aclarar las cosas.
3.1 Retratos
En 1792 se reponía en Cádiz, en casa de Sebastián Martínez, del que pinta un
retrato excepcional -Sebastián Martinez (1792, Nueva York, Metropolitan)-. El
amigo de Goya poseía una magistral biblioteca y una considerable colección de
pinturas y grabados. Se supone que Goya vio allí algunas de las pinturas
inglesas y muchos de los grabados cuya influencia puede rastrearse en su obra
posterior. Es un buen ejemplo del tipo de amistades de Goya en este período,
miembros de una burguesía culta e ilustrada, cosmopolita, que parece tienen muy
poco que ver con la legendaria figura de un Goya bravucón, más aficionado a los
toros que a otra cosa. Que Goya era aficionado a los toros no cabe dudarlo, lo
dice en sus cartas y lo atestigua después la serie de estampas La Tauromaquia
(1815-16); que ello implique una figura legendariamente romántica, ya es otro
asunto. El retrato de Sebastián Martinez es una obra excepcional, bien poco
habitual en el horizonte de la pintura española. Dominan las tonalidades verdes
y amarillas que ningún otro pintor había utilizado, destaca la textura de la
tela y de la carne, que se construyen con una pincelada suelta y luminosa,
vibrante, alejada del acartonamiento que es propio del «realismo» tradicional
español. El retratado, sentado, nos mira discretamente, sin vanidad pero con
seguridad y concisión. Todo esto son elementos compositivos pictóricos, pero
sirven para fijar el carácter de la persona y el papel social que ejerce.
Sebastián Martinez es el primero de una serie de retratos masculinos que pueden
mencionarse. Pedro Romero (1795-98, Fort Worth, Fundación Kimbell), Meléndez
Valdés (1797, Barnard Castle, Bowes Museum), Gaspar Melchor de Jovellanos (1798,
Madrid, Prado), Ferdinand Guillemard (1798, París, Louvre), el embajador francés
en España, Bartolomé Sureda (1804-06, Washington, National Gallery. Con el que
Goya adelanta un retrato casi romántico, mezclando el verismo con el
"exibicionismo" del retratado, capaz de mostrar su personalidad .
No son los únicos, pero sí de los más estimables. El más representativo es el de
Gaspar Melchor de Jovellanos, en el que se representa al ilustrado sentado, con
la mejilla apoyada sobre la mano izquierda y el brazo sobre la mesa, casi una
estampa de la melancolía , en el que, de nuevo, son los elementos plásticos los
que crean, más allá de la personalidad individual, la personalidad social. Tres
años más tarde, Jovellanos sería desterrado al Castillo de Belver, en Mallorca,
por lo que el cuadro parece representar todo el desencanto de la Ilustración
española.
El retrato históricamente más importante es el colectivo de La familia de Carlos
IV, en el que Goya parece competir con Las Meninas de Velázquez. Goya se coloca
a sí mismo pintando, a la izquierda, tras un lienzo que no vemos, dispone
delante a la familia real, como si estuviera mirando el mismo modelo que Goya
parece pintar, pero no deja tanto espacio como Velázquez, porque corta la escena
en la parte posterior al colocar una pared que acerca a los personajes hacia el
que los observa: los Reyes en el centro, con el Infante Francisco de Paula
Antonio cogido de la mano de María Luisa, el Infante Carlos María Isidro a la
izquierda, junto al Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, la hermana del
Rey, María Isabel y, al lado de Carlos IV, hacia la derecha, el Infante Antonio
Pascual, hermano del monarca, la Infanta Carlota Joaquina, Luis de Borbón,
príncipe de Parma y su esposa la Infanta María Josefina, que lleva en brazos al
pequeño Carlos Luis.
Los retratos femeninos se han hecho con toda justicia famosos. La marquesa de la
Solana (1794-95, París, Louvre) es el primero que debe ser mencionado. A
continuación, los dos de La duquesa de Alba, pintado uno en 1795 (Madrid,
colección Alba) y el otro en 1797 (Nueva York, Hipanic Society) , con el ròtulo
escrito en la pintura "Solo Goya", hacia el que señala el gesto de la duquesa,
base de la leyenda de sus relaciones con el artista. En el primero, Goya hace un
alarde del tratamiento de las telas y del blanco, mientras que en el segundo es
el negro del luto de la duquesa por su esposo, y en los dos ese dominio firme de
la figura, entonada en su contraste con el paisaje, plantada sobre el suelo; a
la vez delicada y contenida, lejos del sentimentalismo o de la gesticulación. En
estos retratos, como en el posterior de La condesa de Chinchón (1800, Madrid,
col. Duques de Sueca), doña María Teresa de Borbón y Villabriga, casada con
Manuel Godoy, se pone de manifiesto todo aquello que Goya ha aprendido de la
pintura rococó, muy especialmente su capacidad para representar los valores de
superficie, no sólo mediante la cuidadosa plasmación de las texturas, sino ante
todo para destacar su condición gracias a la luz y al contraste, en una especie
de vibración que atraviesa la superficie de los tejidos y de las carnes para
volver de nuevo al primer plano. Es un tipo de pincelada que le aleja de las
superficies nacaradas sobre las que se reflejaba la luz que fueron propias de El
infante don Luis y su familia o La familia de los duques de Osuna, pinturas más
apegadas ambas al rococó tradicional. Un tipo de pincelada que el artista
aragonés continuará profundizando hasta alcanzar niveles, ya al final de su
vida, que nunca serán igualados: Juan Bautista de Muguiro (1827, Madrid, Prado)
es, en este sentido, un ejemplo excepcional. Tal como cabe esperar, también en
los retratos femeninos se aprecia la misma evolución que en los masculinos,
aunque la trayectoria no es por completo lineal: aunque no es propiamente
hablando un retrato, La maja desnuda (1798-1805, Madrid, Prado) es una buena
muestra de como Goya pintaba tanto las carnes como las telas e incluso el
contraste entre ambas, y puede compararse, a su vez, con otra obra más plegada
al neoclasicismo, La marquesa de Santa Cruz (1805, Madrid, Prado), donde
predomina la superficie nacarada, la tersura propia de la tradición neoclásica
que la escultura había difundido con éxito.
Mucha es la distancia que separa a estos óleos de los que representan a Isabel
de Porcel (1804-05, Londres, National Gallery) o a La mujer del librero (h.
1805-08, Washington, National Gallery), que pueden compararse con el ya citado
Bartolomé Sureda, y que, como éste, eran un tipo de retrato nuevo, si se quiere
más burgués, adelanto del que luego impondrá, más estático y minucioso, mucho
más prolijo, la pintura francesa. No son los retratos las únicas obras de
encargo que Goya realizó en estos años aunque sí quizá las más importantes.
Otras tienen un sentido muy diferente: carácter religioso poseen las que pintó
inmediatamente después de su enfermedad, y quizá durante su convalecencia, para
la Santa Cueva gaditana, actualmente en muy mal estado; y casi no se puede decir
que sea religiosa, a pesar de su tema, la decoración al fresco de San Antonio de
la Florida, en Madrid, que inició el 1 de agosto de 1798 y terminó en ciento
veinte días. Representa aquí El milagro de San Antonio de Padua en la cúpula y
la Adoración de la Santísima Trinidad en las pechinas, pero no es una pintura
especialmente piadosa ni incita al recogimiento. Lo que más llama la atención
son los ángeles, más hermosas jóvenes -de «manolas» han sido calificados- que
seres angélicos, y el grupo de mendigos y harapientos, el pueblo de Madrid, que
rodea a San Antonio de Padua. El costumbrismo amable de los cartones ha perdido
su razón de ser, pero no se ha olvidado por completo su espíritu y lo religioso
se presenta como pintoresco. Además, la pintura muestra otro rasgo original: es
el primer ensayo de una multitud concebida como un todo y no como una suma de
singulares, una multitud que adquiere todo su protagonismo en las Pinturas
negras y en las estampas de Los desastres de la guerra.
Mas, como ya se ha dicho, Goya no es en estos años sólo un pintor de encargo,
precisamente ahora que es cuando ha alcanzado una posición profesional más
elevada y cuando más encargos recibe. Goya es también artista privado, por
gusto, por capricho, artista que disfruta pintando y dibujando para sí y sus
amigos, y que ofrece al público los resultados de esta actividad.
En carta a Bernardo de Iriarte de 4 de enero de 1794 le comunica el envío de una
serie de cuadros de gabinete con temas que se alejan de los más comunes, y
serios, de un pintor académico: suertes de toros, cómicos ambulantes. un corral
de locos. Diversiones populares son los asuntos de estas obras, próximas a otras
que pinta inmediatamente después, La duquesa de Alba y su dueña y La dueña con
dos niños (ambos de 1795, en Madrid Prado), óleos de pequeño tamaño que
recuerdan en algún punto los que con temas teatrales había hecho años antes y
que, sin embargo, parecen abrir un camino nuevo, el que se asentará de modo
definitivo en los dibujos de los primeros álbumes y en las estampas de los
Caprichos. Pero también, entre aquellos cuadros de gabinete, se halla un Corral
de locos (1794, Dallas, Meadows Museum) que en modo alguno puede entenderse como
diversion popular, pues si bien la descripción que del mismo hace Goya a Iriarte
-en carta del 7 de enero de 1794 carece de dramatismo, no sucede lo mismo con la
imagen.
3.2 Primeros dibujos
Al hablar antes de los retratos, masculinos y femeninos, se hace mención de la
existencia de un cambio en el estilo de Goya, una pincelada cada vez más libre
o, como se ha dicho tantas veces, más abocetada, un tratamiento de la luz
original, que altera el cromatismo, que surge de la pincelada y de las cosas
representadas, una luz que no se limita a caer y resbalar sobre ellas, o a
reflejarse
Los cuadros de gabinete que remite a Iriarte son un buen testimonio de la
libertad que Goya se ha tomado con el lenguaje pictórico. La humildad con que se
refiere a ellos no debe engañarnos: son cuadros estilísticamente originales, por
encima no sólo de lo que habían hecho los pintores españoles, también muy por
encima de lo que hacían los artistas europeos sometidos ya en este momento a los
dictados del neoclasicismo. No obstante, estas pinturas resultan todavía
convencionales en algún punto -en los encuadres, por ejemplo, en la composición
de las escenas, aún tópica, excesivamente teatral-, como si Goya no fuera capaz
de liberarse completamente de las convenciones del género. Los dibujos del
llamado Álbum de Sanlúcar o Álbum A (1796-97), realizados durante su estancia en
Sanlúcar tras la muerte del duque de Alba, suponen un paso importante: Goya
«pinta» con tinta y agua. Capta escenas cotidianas, la siesta, una mujer joven
en camisa -¿la Duquesa, una criada?- que se asoma al balcón y levanta los
brazos, una «toilette»..., y prescinde de la minuciosidad en el detalle para
ofrecernos aquellos elementos necesarios en la representación de la viveza que
es propia de lo cotidiano. Así, por ejemplo, no dibuja el balcón al que se asoma
la mujer, pero podemos imaginarlo en su postura, su inclinación, el modo de
apoyarse sobre la baranda, etc. Simultáneamente, plasma también la luz que es
propia del lugar y de todas las escenas concretas. Se ha dicho muchas veces que
estos dibujos son testimonio de la felicidad del artista y del ambiente alegre y
relajado en el que se encuentra. La luz es un componente fundamental de esta
felicidad y de ese ambiente, ahora bien: ¿cómo la logra, cómo la dibuja? Para
plasmar la luz, Goya recurre al blanco del papel. El papel no es soporte sobre
el que se dibuja, el papel, su textura, su blancura forman parte del dibujo,
contrastan con la tinta y el agua, con las «pinceladas» que construyen
(abocetadamente) las formas. El blanco del papel es parte del cuerpo de la mujer
que se asoma, del lecho en el que se hace la siesta, de las sábanas y sus
arrugas, es parte de la atmósfera que configura las escenas. El blanco del papel
es luz que puede graduarse, luz que interviene en los dibujos, que los compone,
textura que se hace luz sin dejar de ser textura, que aparece «por debajo» de la
aguada, que se valora, acentúa o disminuye cargando o diluyendo la aguada,
intensificando su transparencia o reduciéndola, modulando mil matices luminosos.
Si se pretende trasladar estos efectos a la pintura al óleo se deberá acentuar
la libertad de la pincelada, su vibración lumínica, de tal forma que una capa no
oculte a la otra cuando se superponga, no la emborrone tampoco y no la empaste.
Toda la sabiduría pictórica de Goya se pone ahora al servicio de una técnica que
será cada vez más «abocetada» y que algunos académicos han calificado de
«descuidada». Nada más lejos del descuido que esta perfección en la
transparencia y la vibración cromática y lumínica, algo que los pintores
académicos nunca supieron hacer -si es que se dieron cuenta de lo que era-,
razón por la que introdujeron a la pintura española decimonónica en el callejón
sin salida del acartonamiento. A partir de estas fechas, Goya hace una
considerable cantidad de dibujos que se han agrupado en álbumes Ya nos hemos
referido al primero de ellos, tras él, el llamado Álbum de Madrid o Álbum B
(1797), después siguiendo la cronología de P. Gassier, los Álbum D (1802-03) y E
(h. 1806-12) (el Álbum C será cronológicamente posterior, en torno a 1814-23).
También, en relación con el Álbum de Madrid, los dibujos preparatorios para las
estampas de los Caprichos, cuya venta será anunciada en 1799, el mismo año en el
que es nombrado Primer Pintor de Cámara.
3.3 Los Caprichos
No es la primera vez que Goya hace grabados. En 1778 había realizado una serie
de aguafuertes sobre temas velazqueños y una estampa, también al aguafuerte, con
un tema sobrecogedor, El agarrotado (1778-80). Los Caprichos es serie mucho más
ambiciosa, compuesta de ochenta estampas, realizada en tono crítico -tal como
indica el anuncio de venta, que muchos historiadores creen redactado por Leandro
Fernández de Moratín-; es la primera vez que un artista español se empeña en una
obra de tal envergadura, capaz de competir, en tanto que serie, con las que se
hacían en Francia y muy por encima de ellas en calidad, comparable en este punto
a la obra grabada de Rembrandt. Las técnicas usadas por Goya son preferentemente
el aguafuerte y el aguatinta, que utiliza especialmente para los fondos, aunque
también las aplica matizadamente a las figuras. Los recursos técnicos son
fundamentales para comprender las estampas, pues gracias a ellos alcanza un
expresivo dramatismo en las figuras y crea una luz igualmente expresiva. El
aguatinta introduce una nota de homogeneidad en el conjunto de las estampas: los
fondos nocturnos de espacio indefinido contribuyen de manera poderosa a
universalizar la anécdota. El aguatinta le permite crear superficies nodernas
evitando el empaste de la tonalidad, de tal modo que la homogeneidad lumínica no
se frustre en una superficie plana: los poros de la resina "animan" esa
superficie y producen ese efecto de indefinición y oscuridad que permite hablar
de un mundo de la noche, un mundo del sueño, más verdadero que el real, y no por
monstruoso -El sueño de la razón produce monstruos, dice el paradigmático
capricho número 43 menos verdadero y menos real. Dos son los temas dominantes de
la colección: la relación amorosa y el mundo de la brujería; aquél domina en su
primera parte, éste en la segunda. Con ambos, otros asuntos propios de la sátira
del momento: el mundo al revés en las asnerías o en las sillas «sentadas» sobre
las cabezas de las jóvenes, el anticlericalismo de algunas caricaturas de
frailes, el matrimonio por conveniencia, la mentira y la inconstancia... Los
asuntos se despliegan en series o variaciones, como si con ellas deseara el
artista agotarlos, abordarlos desde puntos de vista diferentes. De tal manera
que la condición de los protagonistas no varía en exceso: majas y prostitutas,
lechuguinos, madamitas, brujos y brujas, frailes, asnos médicos y sabios, algún
labriego, alguaciles..., un mundo que en modo alguno podemos reducir a Madrid o
Cádiz, pero que sí es para Madrid o Cádiz, tanto como para París o Venecia.
En esta sátira no encontramos un referente moral claro. Es indudable que critica
a los eclesiásticos, pero no contrapone un modelo eclesial, y si habla del
galanteo, parece que disfruta con él, no se inclina por el matrimonio virtuoso,
aunque sí le interesa aquel que nada debe al amor, todo a la conveniencia. El
mundo de la brujería despliega sus mil caracteres, pero no encontramos un
requerimiento a la razón y el buen sentido, aunque puede argumentarse que razón
y buen sentido se desprenden de tanto absurdo y sinsentido como en las estampas
hay representado..., pero serán la razón y el buen sentido de cada uno, no los
que encarnen institución alguna o moral institucional alguna, porque a éstas no
se las menciona.
Cabe preguntarse si tanto dislate no forma parte también de la naturaleza humana
y, por tanto, si no hay que buscarle un acomodo en nuestra vida, a veces con la
risa -una risa lúcida, como lúcido es el sueño-, otras con la sorna de quien
sugiere más que representa: la realidad monstruosa que el sueño ha puesto en pie
es la nuestra. De esta manera desborda Goya los límites que hasta el momento se
había puesto a lo cómico, pues lo positivo de tanta negatividad no aparece por
parte alguna. Como si el artista, y nosotros con él, disfrutáramos con esas
brujas que acuden al aquelarre y con las madamas que gustan del cortejo,
olvidando la moralización que hasta ahora las había legitimado. Que no todo lo
real es racional me parece consecuencia inevitable de estas estampas, también lo
monstruoso es real y nos pertenece. Que no todo en la Ilustración es racional y
moralizante, que el proyecto ilustrado, el proyecto moderno, no puede olvidarse
de la negatividad que anima nuestra naturaleza, como parte sustancial de ella,
es cosa que las estampas de Goya ponen en primer plano. La «cara oculta del
Siglo de las Luces» tiene en ellas su manifestación mejor y más rigurosa, aunque
no la única. Es una «cara» que acompañará siempre a la modernidad que en estos
momentos se inaugura, y que acompañará a la obra del aragonés como una de sus
marcas fundamentales.
4. Los desastres de la guerra1
En 1807 entraron las tropas francesas en España. En 1808 el motín de Aranjuez
trajo consigo la abdicación de Carlos IV y el arresto de su favorito Manuel
Godoy. El traslado de la familia real a Francia es la chispa que prende la llama
de la Guerra de la Independencia. La vida en España se hace azarosa, también la
de Goya. En cuanto pintor del rey, el aragonés estaba obligado a pintar retratos
reales, en cuanto amigo de intelectuales afrancesados podrá ser considerado
afrancesado el mismo, o al menos simpatizante de la nueva situación. Carecemos
de datos que nos permitan aclarar con precisión cuál fue el sentir de Goya ante
estos hechos concretos, pero disponemos de las obras que en estos años hizo,
muchas y bien expresivas, así como los temores que le embargaron a la vuelta de
Fernando VII, cuando la guerra había terminado. Es entonces cuando pinta los dos
grandes cuadros sobre la resistencia en Madrid, realizados posiblemente con
ánimo de eliminar suspicacias. La Guerra de la Independencia tuvo mucho de
guerra civil y trajo consigo la ruina del régimen estamental, el hundimiento
colonial y la aparición de un liberalismo tan radical en algunos momentos como
débil en casi todos. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 desmontaron
sobre el papel el entramado de poder del viejo régimen, pero su desaparición
real se produjo a lo largo de muchos años y casi, se podría decir, hasta el
siglo presente. La libertad de expresión y de reunión no terminó con el poder
del absolutismo y no fue suficiente para fortalecer en la medida de o necesario
el liberalismo. La transformación económica del país fue lenta y llena de
contradicciones, pero estaba determinada necesariamente por los cambios habidos
en los mercados y en las fuentes de materias primas. Las heridas abiertas por la
Guerra de la Independencia no se cerraron en los años de «paz», bien al
contrario, se infectaron en la represión del absolutismo y en las reacciones de
los liberales.
La vida de Goya estuvo sometida a estos avatares en el tiempo que le
corresponde. En 1808 pinta el Retrato ecuestre de Fernando VII (Madrid, Academia
de San Fernando), pero ya serán pocos los retratos oficiales y de personalidades
públicas, políticas y militares que haga, aunque hay algunos magníficos:
Wellington (1812-14, Londres, National Gallery) y, en menor medida, el Retrato
ecuestre de general Palafox (1814, Madrid, Prado). Cuando Fernando VII vuelve a
España tiene que pintar su retrato, es tarea obligada del Primer Pintor de
Cámara. Realiza entonces Fernando VII en un campamento y Fernando VII con manto
real (ambos en 1814, Madrid, Prado), pero ni el pintor parece muy satisfecho con
el modelo, ni el modelo está contento con este tipo de pintura: prefiere una más
untuosa y mediocre, acartonada, minuciosa, como la que puede hacerle Vicente
López, su pintor preferido.
Además Goya ha recibido una condecoración importante, la Orden Real de España, y
ha pintado un cuadro que puede traerle problemas. Habrá de repintarlo y
finalmente se convertirá en una Alegoría a la villa de Madrid (1810, Madrid,
Ayuntamiento). Primero fue otra cosa: un retrato de José Bonaparte encargado por
el Consejo Municipal de Madrid el 23 de diciembre de 1809; posteriormente, en
1812 se cubre el retrato con la inscripción «Constitución» pero se realiza un
nuevo retrato a la vuelta del rey José, y se vuelve a borrar en 1813; en 1814 se
pinta en el medallón el retrato del deseado Fernando VII. Tras la muerte de
Goya, nuevos cambios: «El libro de la Constitución» y el actual «Dos de Mayo».
Cuando estalla la Guerra de la Independencia el artista aragonés es un hombre
mayor, tiene sesenta y dos años, una edad en la que otros pintores empiezan a
repetirse. Goya no, continúa aprendiendo, todavía no ha terminado de hacer sus
mejores obras. Podemos abrir un período en este años, 1808, y cerrarlo -o
entornarlo- en 1819 cuando compra la quinta junto al Manzanares que será
conocida como Quinta del Sordo y una grave enfermedad pone en peligro su vida.
Lo que, unido a los acontecimientos, contribuye a aumentar, inmediatamente
después, su aislamiento.
No es un período homogéneo y no hay corte radical con el anterior ni con el
siguiente, pero dos notas pueden caracterizarlo, una en su vida privada, otra en
su pintura. En aquélla, la muerte de Josefa Bayeu y su relación, no enteramente
esclarecida, con Leocadia, la mujer de Isidoro Weiss (con el que había roto en
1811), pero sobre todo la preocupación y el miedo -carecemos de datos para
sospechar que Goya fuera un valiente- ante los acontecimientos, las
persecuciones a liberales y afrancesados, el clima de terror impuesto por el
monarca y sus secuaces, la presencia, otra vez, de la Inquisición que,
restaurada en 1814, se interesa por él; en su pintura, la incidencia, no
anecdótica, de la Guerra de la Independencia, que consolida y desarrolla
aspectos de aquella que ya se habían puesto de manifiesto. A pesar de su edad y
de los acontecimientos, es periodo de una gran actividad. De nuevo es preciso
hablar de pinturas, dibujos y estampas. Entre las primeras se mencionaron ya
algunos retratos, pero no son éstos los que marcan el pulso de esos años. Más
significativas son obras quizá menos ambiciosas en el tamaño y en la jerarquía
de los géneros, pero mucho más libres y personales.
La Guerra de la Independencia es motivo de algunas pinturas narrativas como
Fabricación de pólvora y Fabricación de balas (ambas h. 1810-14, Madrid, Palacio
Real), pero también de otras de carácter alegórico, como la muy célebre El
coloso (h. 1808-12, Madrid, Prado), en la que un gigante cruza sobre las
montañas provocando el pánico de todos los que hay debajo de él, con la
excepción de un asno que permanece quieto, impávido. Se ha pensado en este
coloso como símbolo de la guerra o de Napoleón, y, desde esta perspectiva,
pondrá compararse con aquellos grabados y esculturas que representaron al
Emperador como una figura colosal y gigantesca, un Marte Pacificador. Goya
invertiría el sentido de estas composiciones destacando, precisamente, lo que de
terrible y negativo hay en ese Marte. Otra interpretación relaciona esta pintura
con un poema patriótico de Juan Bautista Arriaza publicado en 1808, Profecía de
los Pirineos, en el que se habla de un gigante que, espíritu del pueblo español,
es capaz de detener a Napoleón.
Con el coloso del Museo del Prado puede relacionarse una estampa titulada
asimismo El coloso (h. 1810-18, Madrid, Biblioteca Nacional), en la que un
gigante desnudo descansa sobre una superficie indefinida y levanta la mirada
hacia el firmamento, un cielo nocturno con una luna en cuarto creciente. Tanto
la figura del gigante como el «paisaje» en el que ha sido representado nos
remiten a una imagen cósmica y bien poco anecdótica: nada narra Goya aquí, ni
siquiera hay un acontecimiento que se pueda describir, razón por la que su
intensidad dramática es superior a la que mostraba la pintura. Sobre su
interpretación no existe consenso entre los historiadores puede pensarse en una
nueva imagen saturniana, en una contraposición al Marte Pacificador, una nueva
visión del Gigante que ya no es victorioso, espíritu angustiado por el derrotero
que toma la historia de nuestro país... Como en alguna de las pinturas negras a
la que luego me referiré, nos encontramos ante una imagen tan enigmática como
fascinante. También es posible relacionar con la Guerra de la Independencia dos
pinturas que hasta ahora habían sido consideradas costumbristas: La aguadora y
El afilador (ambas 1808-12, Budapest, Szépmüvészeti Múzeum). Las dos podrían
aludir a la resistencia de los españoles tanto mujeres como hombres, frente a
los franceses. Sin embargo, no se debe enfatizar en exceso el presunto carácter
heroico de ambas figuras; más da que pensar en la situación en la que se
encuentra el pueblo durante los años de la Guerra, asunto que Goya representa en
numerosas ocasiones.
4. 1 Los desastres de la guerra
La visión que tiene el artista aragonés de la guerra es, como puede apreciarse
en la colección de 82 estampas titulada Los desastres de la guerra (1810-1823;
editada en 1863; Madrid, Calcografía Nacional), bien distinta a la común de la
pintura heroica. Goya no contempla la guerra como el marco de una actividad
heroica, sino como el ámbito de la crueldad, la tortura, el hambre y la miseria,
la violación... Ni siquiera se permite tomar partido por unos u otros. No hay
buenos y malos, no son buenos los españoles que resisten a los franceses,
tampoco los franceses que difunden las nuevas ideas. Si éstos matan y aniquilan
a los patriotas por procedimientos bestiales -la horca, el fusilamiento, la
mutilación...-, los españoles no les van a la zaga: arrastran y golpean a sus
invasores hasta que mueren -Populacho (desastre núm. 28)-, los empalan y
mutilan, tal como se ve en la que quizá es una de las estampas más brutales de
la colección, y una de las imágenes más violentas de la historia del arte
moderno: Esto es peor (desastre núm. 37). Podemos tener dudas sobre la
nacionalidad de este empalado, pero franceses son los mostachos de los mutilados
y descuartizados en Grande hazaña! Con muertos! (desastre núm. 39).
Suele dividirse la colección de estampas en tres partes, las dos primeras
constituyen los «desastres de la guerra» propiamente dichos, la tercera,
denominada <<caprichos enfáticos», se prolonga como una reflexión política sobre
las consecuencias de los acontecimientos. La primera representa escenas de
violencia en el campo de batalla o en sus aledaños. La segunda gira en torno a
un tema central: el hambre que se extendió en Madrid durante 1811 y 1812 y sus
consecuencias terribles entre la población civil. La tercera y última, de más
difícil interpretación por el carácter enigmático de algunas estampas, es una
reflexión crítica sobre el poder reaccionario de la Iglesia y del monarca
absoluto. Cierran la colección cuatro estampas de muy dudosa interpretación:
Murió la verdad (núm. 79), Si resucitará? (núm. 80), Fiero monstruo! (núm. 81) y
Esto es lo verdadero (núm. 82). Si en la primera parece que nos encontramos ante
una reflexión crítica sobre la s