GOYA

INTRODUCCION

GOYA ANTES DE 1791

COSTUMBRES,FIESTAS Y DIVERCIONES

PINTURAS,DIBUJOS Y ESTAMPAS

RETRATOS

PRIMEROS DIBUJOS

LOS CAPRICHOS

LOS DESASTRES DE LA GUERRA1

LOS DESASTRES DE LA GUERRA

OTRA BIOGRAFIA

ir a goya 1

ir a goya2

grabados de goya

Introducción


Francisco de Goya nace en 1746 en un pequeño pueblo aragonés, Fuendetodos, y 
muere en Burdeos el 16 de abril de 1828. Cuando nace, ese mismo año, reina 
Fernando VI, segundo monarca de la dinastía borbónica; cuando muere, reina 
Fernando VII. Entre tanto han sucedido muchas cosas: primero se consolidó el 
despotismo ilustrado, se tensaron las relaciones entre los ilustrados y el viejo 
régimen, gobernó Godoy con Carlos IV, estalló el motín de Aranjuez, los 
franceses invadieron la Península, se proclamó la Constitución de Cádiz, volvió 
Fernando VII con el absolutismo, tuvo que aceptar el liberalismo -y bien a 
regañadientes que lo hizo-, volvió el absolutismo... Cuando murió Goya, España 
era muy distinta a la que le había visto nacer, y, con España, Europa: la 
Revolución Francesa, el imperio napoléonico, el desarrollo del nacionalismo... 
Goya vive en un período histórico en el que se han producido cambios 
fundamentales en la vida europea, cambios que todavía nos afectan, tanto de 
carácter político como cultural, social y económico. Suele decirse que es la 
época en que el Antiguo Régimen entra en crisis, pero la crisis lo es también de 
nacimiento de un régimen nuevo, de una época nueva: la contemporánea. Goya es el 
representante artístico de esa época, de las tensiones de ese nacimiento. Es, 
probablemente, el más próximo a nuestra sensibilidad de los pintores de su 
tiempo: sus grabados y dibujos parecen representar nuestro mundo, nuestras 
actitudes. A veces, parecen instantáneas de la prensa de actualidad.


1.Goya antes de 1791

Goya es un pintor de vida larga y de evolución lenta. Si hubiese muerto en 1791, 
cuando sufrió una enfermedad sobre la que se ha escrito mucho, le 
consideraríamos un magnífico pintor para su siglo, pero no el genio que ahora 
conocemos.
Hay obras muy buenas, anteriores a esa fecha, cartones excelentes que pueden 
competir con la mejor pintura europea del momento, pero todo el complejo mundo 
de Goya aún no ha aparecido. No es que aparezca sólo a causa de su enfermedad, 
sino por la acumulación de acontecimientos muy diversos de naturaleza social, 
política, cultural, también personal... Después se hablará de ello; ahora sólo 
señalar que tan importante para explicar su sentido es atender a los posibles 
motivos biográficos como a nuestra actitud ante estas obras: no sólo las pintó 
Goya, nosotros las hemos valorado, las hemos aceptado, incluso nos hemos 
identificado con ellas. Así pues, podría trazarse una gran raya en la evolución 
de Goya: antes y después de 1791, antes y después de su enfermedad. Sin embargo, 
como se irá viendo, esta línea divisoria puede ser engañosa. Engañosa en cuanto 
que invita a pensar en una primera etapa homogénea hasta ese año, lo que no 
sucede; engañosa también si afirma una ruptura radical, pues algunas de las 
pinturas que realiza en los años inmediatamente posteriores se mueven en la 
estela de las que ha hecho poco antes: pinturas como La condesa duquesa de 
Benavente (1785, Mallorca, Fund. B. March), las que sobre San Francisco de Borja 
hace para la Catedral de Valencia, o cartones como Las floreras (1786, Madrid, 
P), La gallina ciega (1788, Madrid, Prado), etc., enlazan directamente con 
muchas de las posteriores a aquella fecha. 
Por todo ello, entre 1746 y 1791 nos parece adecuado distinguir al menos dos 
períodos. El primero es aquel en el que más propiamente podemos hablar de «Goya 
antes de Goya». El Goya que aprende, en ocasiones bajo la dirección de su cuñado 
Francisco Bayeu, el Goya que no tiene todavía reconocimiento público y que 
espera subir en el escalafón profesional y en el ámbito social. Es el Goya 
anterior a 1776, cuando realiza sus primeras series de cartones para tapices.
Después su carrera discurre con mayor rapidez. Académico en 1780, contará con el 
apoyo del Infante don Luis en 1783, recibirá encargos de los duques de Osuna y 
en 1789 recibirá el nombramiento de pintor de cámara. Si en el primer período ha 
aprendido, ahora es pintor de encargo, aunque bien especial, pues sabe siempre 
imprimir su marca personal, apartarse cada vez más de las convenciones y los 
tópicos, no dejarse Llevar por la rutina de los géneros. Anuncia ya mucho de lo 
que vendrá después.
El aprendizaje de un pintor en el siglo XVIII estaba sometido a unas pautas y a 
un ritmo a los que Goya no será ajeno. En 1760 entra en el taller de José Luzán 
(1710-1785), en Zaragoza, un pintor mediocre que le enseña el oficio, un pintor 
que se mueve, estilísticamente hablando, en el ámbito del tardobarroco. Después, 
en 1763 y 1766 participa en el concurso de la Academia de San Fernando, en 
Madrid, sin obtener mayor reconocimiento.
Son años en los que cambia la fisonomía artística en nuestro país. Estos cambios 
habían empezado a producirse a principios de siglo, cuando es otra la casa 
reinante y vienen de Francia e Italia numerosos artistas, pero ahora se 
intensifican con la llegada a España de los que en aquel momento eran 
considerados los dos pintores más importantes de Europa: A. R. Mengs (1728-1779) 
y Giambattista Tiepolo (1696-1770). Si el primero es el representante más 
riguroso de una posición neoclásica, el segundo puede inscribirse en el marco de 
un rococó que debe más a la gran pintura italiana que a la francesa. Se trata, 
por tanto, de dos posiciones diferentes, y en algunos momentos enfrentadas, que 
permiten reconocer el grado de eclecticismo que dominaba en el gusto cortesano. 
Y, si cabe pensar que la paleta de Tiepolo -ya sea directamente, ya a través de 
sus hijos, Giandomenico (1727-1804) y Lorenzo (1736 1778), especialmente aquél- 
influyó más que la de Mengs en Goya, fue el artista neoclásico el que, con el 
paso del tiempo, llamaría al aragonés a Madrid (en 1774) para realizar cartones 
que sirvieran de modelo a los tapices de la Real Fábrica.
Antes de que esto sucediera, Goya desarrolló su carrera a través de lo que 
también era convencional: el viaje a Italia, la participación en pinturas 
decorativas, en concursos, etc. Su viaje a Italia coincide con la muerte de 
Tiepolo (1770) y durante el mismo participa en el concurso de la Academia de 
Parma con una obra que se ha recuperado y expuesto recientemente: Aníbal 
vencedor que por primera vez miró a Italia desde los Alpes (1771, Cudillero 
[Asturias], Fund. Selgas-Fagalde). Junto con los bocetos de otros cuadros 
pintados por estas fechas, éste revela a un Goya bastante convencional pero no 
completamente tradicional: su sentido del color, la viveza de la composición, el 
esfuerzo iconográfico, son todos rasgos que nos ponen ante un pintor ciertamente 
habilidoso. Para el gusto actual es su sentido cromático la nota más llamativa: 
utiliza una pincelada amplia, más de lo que era habitual, se inclina por 
tonalidades que ya empiezan a ser apasteladas, sabe representar las telas con 
energía y sencillez, huye de la minuciosidad en el detalle y prefiere apoyarse 
en la luz. 
Estos rasgos, todavía débiles, podían atribuirse a su juventud y achacarse a su 
inexperiencia, pero, como demostrará su evolución posterior, eran indicio de un 
pintor diferente, o al menos de un pintor que podía ser diferente. Trabaja en el 
Coreto del Pilar (1771) y poco después (1774) realiza once pinturas al óleo 
sobre yeso para la Cartuja de Aula Dei, cerca de Zaragoza. Mientras tanto se ha 
casado con Josefa Bayeu y ha emparentado así con una familia de pintores en la 
que el hermano mayor, Francisco (1734-1795), ocupa una posición destacada. 
Juntamente con Ramón Bayeu (1746-1793) recibe la protección de Francisco, 
incluso pinta bajo su dirección, aunque en algunos momentos se enfrenta a sus 
planteamientos y juicios.
Las pinturas para el Aula Dei son el trabajo más importante de todos estos años. 
Siete son las que se conservan, algunas en mal estado y con restauración 
deficiente. Se trata de pinturas monumentales en las que narra la vida de la 
Virgen, entre las que destaca La Visitación. El procedimiento seguido por el 
artista aragonés para destacar la monumentalidad de las figuras es elemental 
pero efectivo: vistas desde abajo, ha situado las figuras, y la escena toda, 
sobre una especie de escalinata que acentúa su verticalidad y masividad. La 
simplicidad de los motivos arquitectónicos que hacen de fondo y su tratamiento 
perspectivo contribuyen a lograr esa monumentalidad. Con todo, no deja de ser 
una obra limitada y en un ámbito provinciano. Los cambios más efectivos se 
producen cuando marcha a Madrid con objeto de hacer cartones para tapices. A 
partir de 1774 su carrera parece discurrir ya por caminos diferentes y 
socialmente más fecundos. Goya era muy consciente de esta situación y así lo 
hace ver en las cartas que de él se conservan: pretendía Ilegar a ser un artista 
con una posición social destacada y anota todos y cada uno de sus éxitos, las 
atenciones que hacia su persona tienen algunos miembros de la corte, las 
expectativas que, a la luz de los progresos, cabe tener, etcétera. 


2. Costumbres, Fiestas, Diversiones

La realización de cartones para tapices con destino a la Real Fábrica era, sin 
embargo, una tarea todavía menor. Se trataba de pinturas al óleo sobre tela -el 
nombre, "cartones", hace referencia a su destino, no al material sobre el que se 
pinta- que no estaban destinadas a mostrarse en salón alguno: sólo servían de 
patrones o modelos para tapices con los que decorar los sitios reales. La Real 
Fábrica proporcionaba trabajo a un número considerable de artistas, entre los 
que destacan, además de Goya y los Bayeu, José del Castillo (1737-1793), Antonio 
González Velázquez (¿1729?-1793), Ginés de Andrés Aguirre (1727¿1818?), Antonio 
Gonzalez Ruiz (1711-1788), etc. La Real Fábrica había tenido una existencia 
inicialmente precaria y sólo a partir de 1746 y con el reinado de Fernando VI se 
asistió a una cierta revitalización, más efectiva ya en tiempos de Carlos III. 
Los modelos seguidos eran inicialmente flamencos, a la manera de Teniers y 
Wouwermans, también algunos italianos, a la manera de Amiconi y Gianquinto. Los 
temas oscilaban entre las escenas de costumbres y los asuntos mitológicos, pues 
unos y otros se consideraban los más adecuados para la finalidad ornamental que 
tenían los tapices. Son los cartones y los tapices de género con escenas 
costumbristas los que más interés ofrecen para explicar la trayectoria de Goya. 
Si en un principio siguen modelos flamencos, con una iconografía que poco tiene 
que ver con la realidad peninsular, a partir de Carlos III se desarrolla la 
pretensión de una imaginen más «realista», es decir, más ligada a la 
representación de tipos, indumentarias, paisajes, escenas españoles.
Es posible afirmar que este cambio se debe a la influencia de la ideología 
ilustrada, que desea tener un mejor conocimiento de la diversidad peninsular, de 
sus costumbres y fiestas. Buen testimonio de esta actitud son los viajes de, 
entre otros, Antonio Ponz y Gaspar Melchor de Jovellanos. Por otra parte, en un 
horizonte similar de intereses, es también en estos años cuando empiezan a 
realizarse estampas con tipos populares, entre las que destaca la serie de 
Trajes de España (1777 y ss.), de Juan de la Cruz Cano y Holmedilla. Estas 
colecciones de estampas, que alcanzaron un éxito considerable, contribuyeron a 
difundir el gusto por lo popular a la vez que la curiosidad del público. Otro 
factor importante en el desarrollo de este gusto lo constituye el teatro, que 
suministra en algunas ocasiones motivos y personajes para estampas que se 
pusieron por aquellos años y los siguientes a la venta. De este modo, así como 
los cartones para tapices eran obras hasta cierto punto privadas -todo lo 
privados que podían ser los tapices de los aposentos reales-, las estampas y las 
piezas teatrales eran de amplio consumo colectivo, un consumo que extraía su 
placer de la contemplación de las imágenes y las escenas. 
Los grandes cambios en el gusto de la época y las novedades más importantes en 
el lenguaje plástico, aquellas que van a conducir a la modernidad, se producen 
en estos géneros menores, no en los grandes géneros del retrato y la pintura 
religiosa y mitológica, que, sin embargo, continúa dominando la jerarquía 
académica y cortesana. Pintando cartones para tapices, Goya no dejaba de ser un 
artista menor, necesitado de otros apoyos y mecenas -como los que luego habrá de 
tener-, pero este artista menor creó obras muy superiores a las que otros 
artistas mayores estaban haciendo en este momento. Algo similar había sucedido a 
principios de siglo con un pintor francés, M.-A. Houasse (1680-1730), que 
fracasó en el retrato y la pintura religiosa pero hizo algunas obras magistrales 
en el paisaje. Goya tuvo en cuenta sus creaciones, tal como tendremos ocasión de 
ver más adelante.
Francisco de Goya entregó su primera serie de cartones para tapices en mayo y 
octubre de 1775. Se componía de nueve obras destinadas al comedor de los 
Príncipes de Asturias en San Lorenzo de El Escorial y su tema era la caza. 
Fueron realizadas bajo la dirección de Francisco Bayeu, lo que resulta evidente 
tanto en los dibujos preparatorios como en los cartones definitivos. En la 
segunda serie (1776-1778), diez cartones para el comedor de los Príncipes de 
Asturias en el Palacio de El Pardo, trabajó más libremente y puso de manifiesto 
las posibilidades de su pintura. Si tuviéramos que calificar estos cartones, de 
cualquiera de las dos series, no dudaríamos en cuanto al término: pintorescos. 
Pintoresco es concepto plenamente dieciochesco con el que se alude a la 
diversidad y el cambio que son propios de la realidad cotidiana, a lo 
interesante que en la misma puede surgir, ya sea a tenor de la indumentaria, las 
costumbres, las fiestas, el paisaje, etc. Esto implica la observación y una alta 
valoración de lo que es próximo e incluso cotidiano, lo que sitúa el agrado y la 
complacencia en el mundo cercano, más acá del idealismo que hasta ahora se había 
venido considerando norma de la belleza. Cuando Goya pinta sus primeros 
cartones, todavía sigue vigente un criterio jerárquico de los géneros pictóricos 
en el que costumbres y paisajismo, géneros éstos que podían ser atendidos por 
pintores menores pero que eran indignos de los «grandes pinceles» cortesanos, 
ocupan los últimos lugares. Sin embargo, puesto que los cartones servían de 
modelos para tapices destinados a la ornamentación de los sitios reales, 
empezaban a cobrar mayor importancia. Y, lo que es más relevante, puesto que se 
pretendía verosimilitud en la representación de escenas, tipos y lugares, 
dejaban de ser los motivos tradicionales -flamencos- y las normas compositivas 
de las grandes pinturas palaciegas y religiosas, demasiado enfáticas y retóricas 
para satisfacer las necesidades de estas nuevas imágenes. Dicho de otra manera: 
la tradición tardobarroca no era adecuada para estas escenas y la incipiente -y 
entre nosotros débil- tradición rococó resultaba en exceso afectada para el 
objeto deseado.
Éste es el punto en el que Goya destaca por encima de todos los demás pintores 
de cartones, incluido su «maestro» Francisco Bayeu. Para comprobarlo es 
pertinente comparar los cartones de Goya con los que hicieron los restantes 
pintores o, puesto que eso no es aquí posible, los primeros que pintó el 
aragonés bajo la dirección de Bayeu y los que realizó después. Con ello no se 
pretende desmerecer a Francisco Bayeu, sólo señalar la superioridad de Goya, que 
rápidamente se aleja de su estela. Un cartón de la primera serie puede ser buen 
ejemplo: La caza de la codorniz (1775, Madrid, Prado). En él podemos ver, como 
en un escenario, los diversos momentos de la caza: a la derecha, un cazador y su 
perro ojean las codornices, a la izquierda dispara uno a la que dá, mientras el 
perro espera; detrás, en un segundo plano, varios a caballo, con perro corriendo 
tras una liebre sobre una loma; en un plano más retrasado, ya como fondo, un 
monte con una construcción que aparece acastillada se recorta en el cielo. Como 
puede apreciarse en tan somera descripción, son varios los asuntos que en la 
imagen se representan, de la misma manera que en la realidad son varios los 
acontecimientos que se producen simultáneamente. El pintor, si desea respetar la 
verosimilitud de lo real, debe ser capaz de representar esa diversidad temporal, 
evitar la unilateralidad, lograr vivacidad y movimiento..., ahora bien, todos 
estos rasgos no deben impedir la necesaria unidad compositiva de la imagen.
Goya la ha resuelto aquí de modo poco satisfactorio. Ha dispuesto un espacio 
diferente para cada uno de los motivos, un espacio para el cazador que ojea a la 
derecha, otro para los que, ligeramente retrasados, están a la izquierda, otro 
diferente para los que van a caballo, a gran distancia de los anteriores, lo que 
le ha obligado a disponer un sistema de taludes y una vegetación que distinga 
los grupos (destacando el gran árbol de la derecha, que marca con violencia el 
contraste). Este sistema de talud le sirve también para "aislar" a los que van a 
caballo del paisaje del fondo. Es decir, el artista aragonés ha dividido el 
espacio general en un conjunto de espacios particulares, a la manera en que se 
hace en un escenario, y, también como en un escenario, ha dispuesto de motivos 
que separen o distingan a unos de otros. Si el resultado no es plenamente 
satisfactorio, ello se debe precisamente a su carácter en exceso teatral, algo 
de lo que también adolecían algunos cuadros de género de Houasse y la mayor 
parte de los cartones para tapices que hacen los restantes pintores de la Real 
Fábrica, incluidos José del Castillo y Ramón Bayeu o Ginés de Andrés Aguirre en 
obras de fecha posterior. Ya en algunos de los primeros cartones de Goya podemos 
encontrar soluciones más satisfactorias: así sucede en El paseo de Andalucía 
(1777, Madrid, Prado) o en El quitasol (1777, Madrid, Prado), dos de sus 
cartones más célebres pero es en series inmediatamente posteriores y en obras 
como Las lavanderas (1780, Madrid, Prado) donde encontramos un lenguaje mucho 
más depurado y feliz. En este cartón ha resuelto el problema de la unidad y la 
diversidad de una manera a primera vista muy sencilla -y tal sencillez forma 
parte del objetivo perseguido por el artista-. La escena mueve la mirada 
sesgadamente y de un solo golpe hacia el interior del espacio, hacia el fondo, 
destacando el interés tanto de las figuras populares y su actividad, como del 
paisaje en el que se sitúan.
En 1791 realizó los últimos cartones para tapices, quizá porque estaba ya 
cansado de un género menor cuyo lenguaje dominaba perfectamente y que 
posiblemente consideraba inadecuado para su posición profesional y social. En 
1780 fue nombrado académico, Subdirector de Pintura de la Academia en 1785, 
Pintor del Rey al año siguiente y Pintor de Cámara en 1789. Además había 
recibido encargos de cierta importancia y tenía un contacto fluido con algunos 
de los hombres poderosos del país.
Es en esta época cuando se enfrenta con su cuñado Francisco, al no permitir a 
éste corregir su Virgen, Reina de los Mártires, un fresco de la basílica del 
Pilar.
Una vez en Madrid, «quemado» todavía por el asunto del Pilar -«me quemo vivo», 
le escribe a Zapater-, recibe el encargo de ejecutar uno de los siete grandes 
cuadros que han de ornamentar San Francisco el Grande, en Madrid. La realización 
de estos siete cuadros se convierte, sin serlo, en un verdadero concurso. Goya 
deposita en él grandes esperanzas, pues pensaba que podría sacarle de la 
medianía social y profesional en la que hasta entonces se encontraba. El camino 
fue más difícil y lento de lo que pensaba, quizá porque, entre otras cosas, 
ninguna de las pinturas presentadas al concurso provocó excesivo entusiasmo. El 
tema representado por Goya fue San Bernardino predicando en presencia de Alfonso 
V de Aragón (1782-83, Madrid, San Francisco el Grande), una composición en la 
que es perceptible la influencia directa de Houasse, si bien, como han señalado 
todos los historiadores, Goya introduce un autorretrato que da originalidad al 
conjunto. Goya retrató posteriormente al Conde de Floridablanca (1783, Madrid, 
Banco de España) y fue protegido del Infante don Luis, de cuya familia hizo un 
retrato de grupo El Infante don Luis y su familia (1784, Corte di Mamiano 
[Parma], Fundación Magnani-Roca), uno de los más interesantes de este género en 
el ámbito de la pintura española y la obra más importante que había hecho el 
aragonés hasta el momento. Goya se autorretrató, declarando así su posición en 
relación con el Infante, su concepción de la figura del pintor e, 
implícitamente, sus esperanzas. Sin embargo, el apoyo del Infante don Luis tenía 
un efecto ambivalente: por una parte suponía ascender en la escala social, por 
otra significaba un cierto alejamiento.
Fueron necesarios bastantes años, seis, hasta que logró su objetivo, ser Pintor 
de Cámara. Obtuvo este cargo en 1789 y ello le obligó a realizar los retratos 
reales; también le abrió la ouerta a una serie de encargos, especialmente 
retratos, en los que su pintura brilló con maestría inigualable. Su precedente 
directo está en obras como el retrato de La condesa duquesa de Benavente (1785, 
Mallorca, Fund. B. March), La marquesa de Pontejos (1786, Washington, National 
Gallery) o La familia de los duques de Osuna (1788, Madrid, Prado).
Sin embargo, al poco de ser nombrado Pintor de Cámara, en 1792 sufre una fuerte 
enfermedad que parece cambiar el curso de su vida. La enfermedad de Goya ha 
suscitado toda suerte de hipótesis y polémicas. La historiografía romántica ha 
puesto especial énfasis en su eventual importancia, pero hoy día se tiende a 
considerarla en sus justos términos y se procura no convertirla -al igual que 
otras anécdotas en la vida del artista aragonés, por ejemplo sus relaciones con 
la duquesa de Alba- en clave para la comprensión de su arte: es un factor más, 
importante pero en modo alguno el único, entre los varios que afectan a su 
trayectoria.

3. 1792-1808, pinturas, dibujos y estampas

Es uno de los períodos más fecundos en la vida de Goya. Crea algunas de sus 
obras maestras, empieza a hacer dibujos y realiza la serie de los Caprichos. 
Goya no "repite" un estilo que domina, tampoco sigue moda alguna, investiga con 
rigor y alcanza una posición personal que no tiene igual en toda Europa. Es 
ahora cuando se convierte en "inclasificable" para los historiadores de los 
estilos, porque utiliza elementos rococó y neoclásicos, pero no es un pintor 
rococó, neoclásico o romántico.
Tambien este período es muy agitado en la vida española. Los asuntos políticos 
ofrecen un panorama accidentado tanto en el interior como en el exterior. Manuel 
Godoy, favorito de los monarcas, levanta todo tipo de rechazos que se 
condensarán en el Motín de Aranjuez (1808), el derrocamiento del valido y la 
abdicación de Carlos IV. La política exterior tampoco favorece la estabilidad: 
guerra con Francia (1793), Guerra de las Naranjas en Portugal (1801), guerras 
con Inglaterra (1796 y 1804), Trafalgar (1805) y, finalmente, la invasión 
francesa (1808).

En esta situación de tensiones, la sátira política se introduce en el teatro, la 
literatura o la pintura. Por eso se ha intentado ver en la serie de los 
Caprichos representaciones de personajes de la vida pública de la época: la 
Reina, Godoy, la duquesa de Alba ...Al mismo tiempo, existe un clima de 
desconfianza ante los desconocidos, de los que no se sabe cómo piensan y podrían 
ser enemigos ideológicos, por lo que la gente se reune en tertulias privadas. 
Puede que la casa de Goya fuera sede de una de esas tertulias, lo que influiría 
en sus pinturas privadas, a las que el artista de Fuendetodos parece ir 
concediendo cada vez más valor. Sigue realizando retratos y cumpliendo como 
Primer Pintor de Cámara, cargo para el que fue nombrado en 1799 y la mejor 
expresión de esta dedicación es La familia de Carlos IV (1800, Madrid, Prado). 
Pero junto a estas obligaciones oficiales, la pintura por gusto empieza a ocupar 
un espacio y tiempo considerables.

La situación es, pues, compleja y la enfermedad de Goya no hace sino añadir 
nuevos problemas, ahora de carácter personal. No se conoce la naturaleza de 
dicha enfermedad, pero sí que le dejó como secuela una profunda sordera. Ni 
siquiera conocemos con exactitud el tiempo de su convalecencia, pues las cartas 
de Goya en las que habla de su estado más parecen destinadas a confundir que a 
aclarar las cosas.
3.1 Retratos

En 1792 se reponía en Cádiz, en casa de Sebastián Martínez, del que pinta un 
retrato excepcional -Sebastián Martinez (1792, Nueva York, Metropolitan)-. El 
amigo de Goya poseía una magistral biblioteca y una considerable colección de 
pinturas y grabados. Se supone que Goya vio allí algunas de las pinturas 
inglesas y muchos de los grabados cuya influencia puede rastrearse en su obra 
posterior. Es un buen ejemplo del tipo de amistades de Goya en este período, 
miembros de una burguesía culta e ilustrada, cosmopolita, que parece tienen muy 
poco que ver con la legendaria figura de un Goya bravucón, más aficionado a los 
toros que a otra cosa. Que Goya era aficionado a los toros no cabe dudarlo, lo 
dice en sus cartas y lo atestigua después la serie de estampas La Tauromaquia 
(1815-16); que ello implique una figura legendariamente romántica, ya es otro 
asunto. El retrato de Sebastián Martinez es una obra excepcional, bien poco 
habitual en el horizonte de la pintura española. Dominan las tonalidades verdes 
y amarillas que ningún otro pintor había utilizado, destaca la textura de la 
tela y de la carne, que se construyen con una pincelada suelta y luminosa, 
vibrante, alejada del acartonamiento que es propio del «realismo» tradicional 
español. El retratado, sentado, nos mira discretamente, sin vanidad pero con 
seguridad y concisión. Todo esto son elementos compositivos pictóricos, pero 
sirven para fijar el carácter de la persona y el papel social que ejerce.
Sebastián Martinez es el primero de una serie de retratos masculinos que pueden 
mencionarse. Pedro Romero (1795-98, Fort Worth, Fundación Kimbell), Meléndez 
Valdés (1797, Barnard Castle, Bowes Museum), Gaspar Melchor de Jovellanos (1798, 
Madrid, Prado), Ferdinand Guillemard (1798, París, Louvre), el embajador francés 
en España, Bartolomé Sureda (1804-06, Washington, National Gallery. Con el que 
Goya adelanta un retrato casi romántico, mezclando el verismo con el 
"exibicionismo" del retratado, capaz de mostrar su personalidad .
No son los únicos, pero sí de los más estimables. El más representativo es el de 
Gaspar Melchor de Jovellanos, en el que se representa al ilustrado sentado, con 
la mejilla apoyada sobre la mano izquierda y el brazo sobre la mesa, casi una 
estampa de la melancolía , en el que, de nuevo, son los elementos plásticos los 
que crean, más allá de la personalidad individual, la personalidad social. Tres 
años más tarde, Jovellanos sería desterrado al Castillo de Belver, en Mallorca, 
por lo que el cuadro parece representar todo el desencanto de la Ilustración 
española.
El retrato históricamente más importante es el colectivo de La familia de Carlos 
IV, en el que Goya parece competir con Las Meninas de Velázquez. Goya se coloca 
a sí mismo pintando, a la izquierda, tras un lienzo que no vemos, dispone 
delante a la familia real, como si estuviera mirando el mismo modelo que Goya 
parece pintar, pero no deja tanto espacio como Velázquez, porque corta la escena 
en la parte posterior al colocar una pared que acerca a los personajes hacia el 
que los observa: los Reyes en el centro, con el Infante Francisco de Paula 
Antonio cogido de la mano de María Luisa, el Infante Carlos María Isidro a la 
izquierda, junto al Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, la hermana del 
Rey, María Isabel y, al lado de Carlos IV, hacia la derecha, el Infante Antonio 
Pascual, hermano del monarca, la Infanta Carlota Joaquina, Luis de Borbón, 
príncipe de Parma y su esposa la Infanta María Josefina, que lleva en brazos al 
pequeño Carlos Luis. 
Los retratos femeninos se han hecho con toda justicia famosos. La marquesa de la 
Solana (1794-95, París, Louvre) es el primero que debe ser mencionado. A 
continuación, los dos de La duquesa de Alba, pintado uno en 1795 (Madrid, 
colección Alba) y el otro en 1797 (Nueva York, Hipanic Society) , con el ròtulo 
escrito en la pintura "Solo Goya", hacia el que señala el gesto de la duquesa, 
base de la leyenda de sus relaciones con el artista. En el primero, Goya hace un 
alarde del tratamiento de las telas y del blanco, mientras que en el segundo es 
el negro del luto de la duquesa por su esposo, y en los dos ese dominio firme de 
la figura, entonada en su contraste con el paisaje, plantada sobre el suelo; a 
la vez delicada y contenida, lejos del sentimentalismo o de la gesticulación. En 
estos retratos, como en el posterior de La condesa de Chinchón (1800, Madrid, 
col. Duques de Sueca), doña María Teresa de Borbón y Villabriga, casada con 
Manuel Godoy, se pone de manifiesto todo aquello que Goya ha aprendido de la 
pintura rococó, muy especialmente su capacidad para representar los valores de 
superficie, no sólo mediante la cuidadosa plasmación de las texturas, sino ante 
todo para destacar su condición gracias a la luz y al contraste, en una especie 
de vibración que atraviesa la superficie de los tejidos y de las carnes para 
volver de nuevo al primer plano. Es un tipo de pincelada que le aleja de las 
superficies nacaradas sobre las que se reflejaba la luz que fueron propias de El 
infante don Luis y su familia o La familia de los duques de Osuna, pinturas más 
apegadas ambas al rococó tradicional. Un tipo de pincelada que el artista 
aragonés continuará profundizando hasta alcanzar niveles, ya al final de su 
vida, que nunca serán igualados: Juan Bautista de Muguiro (1827, Madrid, Prado) 
es, en este sentido, un ejemplo excepcional. Tal como cabe esperar, también en 
los retratos femeninos se aprecia la misma evolución que en los masculinos, 
aunque la trayectoria no es por completo lineal: aunque no es propiamente 
hablando un retrato, La maja desnuda (1798-1805, Madrid, Prado) es una buena 
muestra de como Goya pintaba tanto las carnes como las telas e incluso el 
contraste entre ambas, y puede compararse, a su vez, con otra obra más plegada 
al neoclasicismo, La marquesa de Santa Cruz (1805, Madrid, Prado), donde 
predomina la superficie nacarada, la tersura propia de la tradición neoclásica 
que la escultura había difundido con éxito.
Mucha es la distancia que separa a estos óleos de los que representan a Isabel 
de Porcel (1804-05, Londres, National Gallery) o a La mujer del librero (h. 
1805-08, Washington, National Gallery), que pueden compararse con el ya citado 
Bartolomé Sureda, y que, como éste, eran un tipo de retrato nuevo, si se quiere 
más burgués, adelanto del que luego impondrá, más estático y minucioso, mucho 
más prolijo, la pintura francesa. No son los retratos las únicas obras de 
encargo que Goya realizó en estos años aunque sí quizá las más importantes. 
Otras tienen un sentido muy diferente: carácter religioso poseen las que pintó 
inmediatamente después de su enfermedad, y quizá durante su convalecencia, para 
la Santa Cueva gaditana, actualmente en muy mal estado; y casi no se puede decir 
que sea religiosa, a pesar de su tema, la decoración al fresco de San Antonio de 
la Florida, en Madrid, que inició el 1 de agosto de 1798 y terminó en ciento 
veinte días. Representa aquí El milagro de San Antonio de Padua en la cúpula y 
la Adoración de la Santísima Trinidad en las pechinas, pero no es una pintura 
especialmente piadosa ni incita al recogimiento. Lo que más llama la atención 
son los ángeles, más hermosas jóvenes -de «manolas» han sido calificados- que 
seres angélicos, y el grupo de mendigos y harapientos, el pueblo de Madrid, que 
rodea a San Antonio de Padua. El costumbrismo amable de los cartones ha perdido 
su razón de ser, pero no se ha olvidado por completo su espíritu y lo religioso 
se presenta como pintoresco. Además, la pintura muestra otro rasgo original: es 
el primer ensayo de una multitud concebida como un todo y no como una suma de 
singulares, una multitud que adquiere todo su protagonismo en las Pinturas 
negras y en las estampas de Los desastres de la guerra.
Mas, como ya se ha dicho, Goya no es en estos años sólo un pintor de encargo, 
precisamente ahora que es cuando ha alcanzado una posición profesional más 
elevada y cuando más encargos recibe. Goya es también artista privado, por 
gusto, por capricho, artista que disfruta pintando y dibujando para sí y sus 
amigos, y que ofrece al público los resultados de esta actividad.
En carta a Bernardo de Iriarte de 4 de enero de 1794 le comunica el envío de una 
serie de cuadros de gabinete con temas que se alejan de los más comunes, y 
serios, de un pintor académico: suertes de toros, cómicos ambulantes. un corral 
de locos. Diversiones populares son los asuntos de estas obras, próximas a otras 
que pinta inmediatamente después, La duquesa de Alba y su dueña y La dueña con 
dos niños (ambos de 1795, en Madrid Prado), óleos de pequeño tamaño que 
recuerdan en algún punto los que con temas teatrales había hecho años antes y 
que, sin embargo, parecen abrir un camino nuevo, el que se asentará de modo 
definitivo en los dibujos de los primeros álbumes y en las estampas de los 
Caprichos. Pero también, entre aquellos cuadros de gabinete, se halla un Corral 
de locos (1794, Dallas, Meadows Museum) que en modo alguno puede entenderse como 
diversion popular, pues si bien la descripción que del mismo hace Goya a Iriarte 
-en carta del 7 de enero de 1794 carece de dramatismo, no sucede lo mismo con la 
imagen.

3.2 Primeros dibujos

Al hablar antes de los retratos, masculinos y femeninos, se hace mención de la 
existencia de un cambio en el estilo de Goya, una pincelada cada vez más libre 
o, como se ha dicho tantas veces, más abocetada, un tratamiento de la luz 
original, que altera el cromatismo, que surge de la pincelada y de las cosas 
representadas, una luz que no se limita a caer y resbalar sobre ellas, o a 
reflejarse
Los cuadros de gabinete que remite a Iriarte son un buen testimonio de la 
libertad que Goya se ha tomado con el lenguaje pictórico. La humildad con que se 
refiere a ellos no debe engañarnos: son cuadros estilísticamente originales, por 
encima no sólo de lo que habían hecho los pintores españoles, también muy por 
encima de lo que hacían los artistas europeos sometidos ya en este momento a los 
dictados del neoclasicismo. No obstante, estas pinturas resultan todavía 
convencionales en algún punto -en los encuadres, por ejemplo, en la composición 
de las escenas, aún tópica, excesivamente teatral-, como si Goya no fuera capaz 
de liberarse completamente de las convenciones del género. Los dibujos del 
llamado Álbum de Sanlúcar o Álbum A (1796-97), realizados durante su estancia en 
Sanlúcar tras la muerte del duque de Alba, suponen un paso importante: Goya 
«pinta» con tinta y agua. Capta escenas cotidianas, la siesta, una mujer joven 
en camisa -¿la Duquesa, una criada?- que se asoma al balcón y levanta los 
brazos, una «toilette»..., y prescinde de la minuciosidad en el detalle para 
ofrecernos aquellos elementos necesarios en la representación de la viveza que 
es propia de lo cotidiano. Así, por ejemplo, no dibuja el balcón al que se asoma 
la mujer, pero podemos imaginarlo en su postura, su inclinación, el modo de 
apoyarse sobre la baranda, etc. Simultáneamente, plasma también la luz que es 
propia del lugar y de todas las escenas concretas. Se ha dicho muchas veces que 
estos dibujos son testimonio de la felicidad del artista y del ambiente alegre y 
relajado en el que se encuentra. La luz es un componente fundamental de esta 
felicidad y de ese ambiente, ahora bien: ¿cómo la logra, cómo la dibuja? Para 
plasmar la luz, Goya recurre al blanco del papel. El papel no es soporte sobre 
el que se dibuja, el papel, su textura, su blancura forman parte del dibujo, 
contrastan con la tinta y el agua, con las «pinceladas» que construyen 
(abocetadamente) las formas. El blanco del papel es parte del cuerpo de la mujer 
que se asoma, del lecho en el que se hace la siesta, de las sábanas y sus 
arrugas, es parte de la atmósfera que configura las escenas. El blanco del papel 
es luz que puede graduarse, luz que interviene en los dibujos, que los compone, 
textura que se hace luz sin dejar de ser textura, que aparece «por debajo» de la 
aguada, que se valora, acentúa o disminuye cargando o diluyendo la aguada, 
intensificando su transparencia o reduciéndola, modulando mil matices luminosos.

Si se pretende trasladar estos efectos a la pintura al óleo se deberá acentuar 
la libertad de la pincelada, su vibración lumínica, de tal forma que una capa no 
oculte a la otra cuando se superponga, no la emborrone tampoco y no la empaste. 
Toda la sabiduría pictórica de Goya se pone ahora al servicio de una técnica que 
será cada vez más «abocetada» y que algunos académicos han calificado de 
«descuidada». Nada más lejos del descuido que esta perfección en la 
transparencia y la vibración cromática y lumínica, algo que los pintores 
académicos nunca supieron hacer -si es que se dieron cuenta de lo que era-, 
razón por la que introdujeron a la pintura española decimonónica en el callejón 
sin salida del acartonamiento. A partir de estas fechas, Goya hace una 
considerable cantidad de dibujos que se han agrupado en álbumes Ya nos hemos 
referido al primero de ellos, tras él, el llamado Álbum de Madrid o Álbum B 
(1797), después siguiendo la cronología de P. Gassier, los Álbum D (1802-03) y E 
(h. 1806-12) (el Álbum C será cronológicamente posterior, en torno a 1814-23). 
También, en relación con el Álbum de Madrid, los dibujos preparatorios para las 
estampas de los Caprichos, cuya venta será anunciada en 1799, el mismo año en el 
que es nombrado Primer Pintor de Cámara.

3.3 Los Caprichos

No es la primera vez que Goya hace grabados. En 1778 había realizado una serie 
de aguafuertes sobre temas velazqueños y una estampa, también al aguafuerte, con 
un tema sobrecogedor, El agarrotado (1778-80). Los Caprichos es serie mucho más 
ambiciosa, compuesta de ochenta estampas, realizada en tono crítico -tal como 
indica el anuncio de venta, que muchos historiadores creen redactado por Leandro 
Fernández de Moratín-; es la primera vez que un artista español se empeña en una 
obra de tal envergadura, capaz de competir, en tanto que serie, con las que se 
hacían en Francia y muy por encima de ellas en calidad, comparable en este punto 
a la obra grabada de Rembrandt. Las técnicas usadas por Goya son preferentemente 
el aguafuerte y el aguatinta, que utiliza especialmente para los fondos, aunque 
también las aplica matizadamente a las figuras. Los recursos técnicos son 
fundamentales para comprender las estampas, pues gracias a ellos alcanza un 
expresivo dramatismo en las figuras y crea una luz igualmente expresiva. El 
aguatinta introduce una nota de homogeneidad en el conjunto de las estampas: los 
fondos nocturnos de espacio indefinido contribuyen de manera poderosa a 
universalizar la anécdota. El aguatinta le permite crear superficies nodernas 
evitando el empaste de la tonalidad, de tal modo que la homogeneidad lumínica no 
se frustre en una superficie plana: los poros de la resina "animan" esa 
superficie y producen ese efecto de indefinición y oscuridad que permite hablar 
de un mundo de la noche, un mundo del sueño, más verdadero que el real, y no por 
monstruoso -El sueño de la razón produce monstruos, dice el paradigmático 
capricho número 43 menos verdadero y menos real. Dos son los temas dominantes de 
la colección: la relación amorosa y el mundo de la brujería; aquél domina en su 
primera parte, éste en la segunda. Con ambos, otros asuntos propios de la sátira 
del momento: el mundo al revés en las asnerías o en las sillas «sentadas» sobre 
las cabezas de las jóvenes, el anticlericalismo de algunas caricaturas de 
frailes, el matrimonio por conveniencia, la mentira y la inconstancia... Los 
asuntos se despliegan en series o variaciones, como si con ellas deseara el 
artista agotarlos, abordarlos desde puntos de vista diferentes. De tal manera 
que la condición de los protagonistas no varía en exceso: majas y prostitutas, 
lechuguinos, madamitas, brujos y brujas, frailes, asnos médicos y sabios, algún 
labriego, alguaciles..., un mundo que en modo alguno podemos reducir a Madrid o 
Cádiz, pero que sí es para Madrid o Cádiz, tanto como para París o Venecia.

En esta sátira no encontramos un referente moral claro. Es indudable que critica 
a los eclesiásticos, pero no contrapone un modelo eclesial, y si habla del 
galanteo, parece que disfruta con él, no se inclina por el matrimonio virtuoso, 
aunque sí le interesa aquel que nada debe al amor, todo a la conveniencia. El 
mundo de la brujería despliega sus mil caracteres, pero no encontramos un 
requerimiento a la razón y el buen sentido, aunque puede argumentarse que razón 
y buen sentido se desprenden de tanto absurdo y sinsentido como en las estampas 
hay representado..., pero serán la razón y el buen sentido de cada uno, no los 
que encarnen institución alguna o moral institucional alguna, porque a éstas no 
se las menciona.
Cabe preguntarse si tanto dislate no forma parte también de la naturaleza humana 
y, por tanto, si no hay que buscarle un acomodo en nuestra vida, a veces con la 
risa -una risa lúcida, como lúcido es el sueño-, otras con la sorna de quien 
sugiere más que representa: la realidad monstruosa que el sueño ha puesto en pie 
es la nuestra. De esta manera desborda Goya los límites que hasta el momento se 
había puesto a lo cómico, pues lo positivo de tanta negatividad no aparece por 
parte alguna. Como si el artista, y nosotros con él, disfrutáramos con esas 
brujas que acuden al aquelarre y con las madamas que gustan del cortejo, 
olvidando la moralización que hasta ahora las había legitimado. Que no todo lo 
real es racional me parece consecuencia inevitable de estas estampas, también lo 
monstruoso es real y nos pertenece. Que no todo en la Ilustración es racional y 
moralizante, que el proyecto ilustrado, el proyecto moderno, no puede olvidarse 
de la negatividad que anima nuestra naturaleza, como parte sustancial de ella, 
es cosa que las estampas de Goya ponen en primer plano. La «cara oculta del 
Siglo de las Luces» tiene en ellas su manifestación mejor y más rigurosa, aunque 
no la única. Es una «cara» que acompañará siempre a la modernidad que en estos 
momentos se inaugura, y que acompañará a la obra del aragonés como una de sus 
marcas fundamentales.
4. Los desastres de la guerra1
En 1807 entraron las tropas francesas en España. En 1808 el motín de Aranjuez 
trajo consigo la abdicación de Carlos IV y el arresto de su favorito Manuel 
Godoy. El traslado de la familia real a Francia es la chispa que prende la llama 
de la Guerra de la Independencia. La vida en España se hace azarosa, también la 
de Goya. En cuanto pintor del rey, el aragonés estaba obligado a pintar retratos 
reales, en cuanto amigo de intelectuales afrancesados podrá ser considerado 
afrancesado el mismo, o al menos simpatizante de la nueva situación. Carecemos 
de datos que nos permitan aclarar con precisión cuál fue el sentir de Goya ante 
estos hechos concretos, pero disponemos de las obras que en estos años hizo, 
muchas y bien expresivas, así como los temores que le embargaron a la vuelta de 
Fernando VII, cuando la guerra había terminado. Es entonces cuando pinta los dos 
grandes cuadros sobre la resistencia en Madrid, realizados posiblemente con 
ánimo de eliminar suspicacias. La Guerra de la Independencia tuvo mucho de 
guerra civil y trajo consigo la ruina del régimen estamental, el hundimiento 
colonial y la aparición de un liberalismo tan radical en algunos momentos como 
débil en casi todos. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 desmontaron 
sobre el papel el entramado de poder del viejo régimen, pero su desaparición 
real se produjo a lo largo de muchos años y casi, se podría decir, hasta el 
siglo presente. La libertad de expresión y de reunión no terminó con el poder 
del absolutismo y no fue suficiente para fortalecer en la medida de o necesario 
el liberalismo. La transformación económica del país fue lenta y llena de 
contradicciones, pero estaba determinada necesariamente por los cambios habidos 
en los mercados y en las fuentes de materias primas. Las heridas abiertas por la 
Guerra de la Independencia no se cerraron en los años de «paz», bien al 
contrario, se infectaron en la represión del absolutismo y en las reacciones de 
los liberales.
La vida de Goya estuvo sometida a estos avatares en el tiempo que le 
corresponde. En 1808 pinta el Retrato ecuestre de Fernando VII (Madrid, Academia 
de San Fernando), pero ya serán pocos los retratos oficiales y de personalidades 
públicas, políticas y militares que haga, aunque hay algunos magníficos: 
Wellington (1812-14, Londres, National Gallery) y, en menor medida, el Retrato 
ecuestre de general Palafox (1814, Madrid, Prado). Cuando Fernando VII vuelve a 
España tiene que pintar su retrato, es tarea obligada del Primer Pintor de 
Cámara. Realiza entonces Fernando VII en un campamento y Fernando VII con manto 
real (ambos en 1814, Madrid, Prado), pero ni el pintor parece muy satisfecho con 
el modelo, ni el modelo está contento con este tipo de pintura: prefiere una más 
untuosa y mediocre, acartonada, minuciosa, como la que puede hacerle Vicente 
López, su pintor preferido.
Además Goya ha recibido una condecoración importante, la Orden Real de España, y 
ha pintado un cuadro que puede traerle problemas. Habrá de repintarlo y 
finalmente se convertirá en una Alegoría a la villa de Madrid (1810, Madrid, 
Ayuntamiento). Primero fue otra cosa: un retrato de José Bonaparte encargado por 
el Consejo Municipal de Madrid el 23 de diciembre de 1809; posteriormente, en 
1812 se cubre el retrato con la inscripción «Constitución» pero se realiza un 
nuevo retrato a la vuelta del rey José, y se vuelve a borrar en 1813; en 1814 se 
pinta en el medallón el retrato del deseado Fernando VII. Tras la muerte de 
Goya, nuevos cambios: «El libro de la Constitución» y el actual «Dos de Mayo». 
Cuando estalla la Guerra de la Independencia el artista aragonés es un hombre 
mayor, tiene sesenta y dos años, una edad en la que otros pintores empiezan a 
repetirse. Goya no, continúa aprendiendo, todavía no ha terminado de hacer sus 
mejores obras. Podemos abrir un período en este años, 1808, y cerrarlo -o 
entornarlo- en 1819 cuando compra la quinta junto al Manzanares que será 
conocida como Quinta del Sordo y una grave enfermedad pone en peligro su vida. 
Lo que, unido a los acontecimientos, contribuye a aumentar, inmediatamente 
después, su aislamiento.
No es un período homogéneo y no hay corte radical con el anterior ni con el 
siguiente, pero dos notas pueden caracterizarlo, una en su vida privada, otra en 
su pintura. En aquélla, la muerte de Josefa Bayeu y su relación, no enteramente 
esclarecida, con Leocadia, la mujer de Isidoro Weiss (con el que había roto en 
1811), pero sobre todo la preocupación y el miedo -carecemos de datos para 
sospechar que Goya fuera un valiente- ante los acontecimientos, las 
persecuciones a liberales y afrancesados, el clima de terror impuesto por el 
monarca y sus secuaces, la presencia, otra vez, de la Inquisición que, 
restaurada en 1814, se interesa por él; en su pintura, la incidencia, no 
anecdótica, de la Guerra de la Independencia, que consolida y desarrolla 
aspectos de aquella que ya se habían puesto de manifiesto. A pesar de su edad y 
de los acontecimientos, es periodo de una gran actividad. De nuevo es preciso 
hablar de pinturas, dibujos y estampas. Entre las primeras se mencionaron ya 
algunos retratos, pero no son éstos los que marcan el pulso de esos años. Más 
significativas son obras quizá menos ambiciosas en el tamaño y en la jerarquía 
de los géneros, pero mucho más libres y personales.
La Guerra de la Independencia es motivo de algunas pinturas narrativas como 
Fabricación de pólvora y Fabricación de balas (ambas h. 1810-14, Madrid, Palacio 
Real), pero también de otras de carácter alegórico, como la muy célebre El 
coloso (h. 1808-12, Madrid, Prado), en la que un gigante cruza sobre las 
montañas provocando el pánico de todos los que hay debajo de él, con la 
excepción de un asno que permanece quieto, impávido. Se ha pensado en este 
coloso como símbolo de la guerra o de Napoleón, y, desde esta perspectiva, 
pondrá compararse con aquellos grabados y esculturas que representaron al 
Emperador como una figura colosal y gigantesca, un Marte Pacificador. Goya 
invertiría el sentido de estas composiciones destacando, precisamente, lo que de 
terrible y negativo hay en ese Marte. Otra interpretación relaciona esta pintura 
con un poema patriótico de Juan Bautista Arriaza publicado en 1808, Profecía de 
los Pirineos, en el que se habla de un gigante que, espíritu del pueblo español, 
es capaz de detener a Napoleón.
Con el coloso del Museo del Prado puede relacionarse una estampa titulada 
asimismo El coloso (h. 1810-18, Madrid, Biblioteca Nacional), en la que un 
gigante desnudo descansa sobre una superficie indefinida y levanta la mirada 
hacia el firmamento, un cielo nocturno con una luna en cuarto creciente. Tanto 
la figura del gigante como el «paisaje» en el que ha sido representado nos 
remiten a una imagen cósmica y bien poco anecdótica: nada narra Goya aquí, ni 
siquiera hay un acontecimiento que se pueda describir, razón por la que su 
intensidad dramática es superior a la que mostraba la pintura. Sobre su 
interpretación no existe consenso entre los historiadores puede pensarse en una 
nueva imagen saturniana, en una contraposición al Marte Pacificador, una nueva 
visión del Gigante que ya no es victorioso, espíritu angustiado por el derrotero 
que toma la historia de nuestro país... Como en alguna de las pinturas negras a 
la que luego me referiré, nos encontramos ante una imagen tan enigmática como 
fascinante. También es posible relacionar con la Guerra de la Independencia dos 
pinturas que hasta ahora habían sido consideradas costumbristas: La aguadora y 
El afilador (ambas 1808-12, Budapest, Szépmüvészeti Múzeum). Las dos podrían 
aludir a la resistencia de los españoles tanto mujeres como hombres, frente a 
los franceses. Sin embargo, no se debe enfatizar en exceso el presunto carácter 
heroico de ambas figuras; más da que pensar en la situación en la que se 
encuentra el pueblo durante los años de la Guerra, asunto que Goya representa en 
numerosas ocasiones.
4. 1 Los desastres de la guerra
La visión que tiene el artista aragonés de la guerra es, como puede apreciarse 
en la colección de 82 estampas titulada Los desastres de la guerra (1810-1823; 
editada en 1863; Madrid, Calcografía Nacional), bien distinta a la común de la 
pintura heroica. Goya no contempla la guerra como el marco de una actividad 
heroica, sino como el ámbito de la crueldad, la tortura, el hambre y la miseria, 
la violación... Ni siquiera se permite tomar partido por unos u otros. No hay 
buenos y malos, no son buenos los españoles que resisten a los franceses, 
tampoco los franceses que difunden las nuevas ideas. Si éstos matan y aniquilan 
a los patriotas por procedimientos bestiales -la horca, el fusilamiento, la 
mutilación...-, los españoles no les van a la zaga: arrastran y golpean a sus 
invasores hasta que mueren -Populacho (desastre núm. 28)-, los empalan y 
mutilan, tal como se ve en la que quizá es una de las estampas más brutales de 
la colección, y una de las imágenes más violentas de la historia del arte 
moderno: Esto es peor (desastre núm. 37). Podemos tener dudas sobre la 
nacionalidad de este empalado, pero franceses son los mostachos de los mutilados 
y descuartizados en Grande hazaña! Con muertos! (desastre núm. 39).

Suele dividirse la colección de estampas en tres partes, las dos primeras 
constituyen los «desastres de la guerra» propiamente dichos, la tercera, 
denominada <<caprichos enfáticos», se prolonga como una reflexión política sobre 
las consecuencias de los acontecimientos. La primera representa escenas de 
violencia en el campo de batalla o en sus aledaños. La segunda gira en torno a 
un tema central: el hambre que se extendió en Madrid durante 1811 y 1812 y sus 
consecuencias terribles entre la población civil. La tercera y última, de más 
difícil interpretación por el carácter enigmático de algunas estampas, es una 
reflexión crítica sobre el poder reaccionario de la Iglesia y del monarca 
absoluto. Cierran la colección cuatro estampas de muy dudosa interpretación: 
Murió la verdad (núm. 79), Si resucitará? (núm. 80), Fiero monstruo! (núm. 81) y 
Esto es lo verdadero (núm. 82). Si en la primera parece que nos encontramos ante 
una reflexión crítica sobre la s