Empezó a escribir sus memorias hace casi una década para ii mantener caliente el brazo" entre un libro y otro. En junio de 1999 un cáncer linfático de¡ que hoy se recupera lo empujó a acelerar los tiempos de su escritura. Este año, por fin, García Márquez publicar el primero de los tres tomos de Viví para contarlo. VIVA anticipa el primer capítulo, que cuenta la historia de amor de sus padres.
En junio de 1994, cuando entrevisté por primera vez a Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias (Colombia), el autor colombiano me comentó como al pasar que por fin había descubierto la mejor manera de "mantener caliente el brazo" entre un título y otro: "Es que después de terminar un libro -dijo aquella vez- el brazo se enfría. Y hay que mantenerlo caliente, porque si no después, al retomar el trabajo, se sufre mucho. Ese era un problema que tenía que resolver. Entonces me dije:'¿ Por qué no me pongo a escribir mis memorias en esos tiempos muertos que tengo entre libro y libro?'. Y bueno, en eso estoy. En eso estaba, también, cuando al año siguiente lo visité en su casa del Pedregal de San Angel, en las afueras de México D.F. Y en los años que le siguieron, según me aseguró durante algunas fugaces charlas telefónicas. En el medio, su brazo hirvió con Noticia de un secuestro, mientras las páginas de su gruesa autobiografía se mantenían a baño maría. Este año, por fin, el primero de los tres tomos de Vivir para contarlo va a parir luego de una gestación de elefante amenazada por algunas zancadillas que hicieron tropezar la vida del escritor. Este primer volumen de memorias, que roza las mil páginas, comienza con la vida de sus abuelos maternos -aquellos que lo criaron durante su infancia en Aracataca- y la historia de amor de sus padres a principios del siglo XX, hasta llegar a 1955, cuando García Márquez publica su primera novela, La hojarasca, y viaja a Europa como corresponsal del diario El Espectador, de Bogotá. El siguiente tomo -con fecha de publicación aún incierta, pero que promete ser tan abultado como el anterior- seguirá hasta la edición de Cien años de soledad en 1967. El último, según adelantó, será totalmente distinto a los anteriores, centrado en los recuerdos de su relación personal con los jefes de Estado de varios países. Gabo, como le dicen sus amigos, siempre se quejó de lo pequeño que le quedan los calendarios para cumplir con todo lo que se propone y le disponen: viajes, encuentros, lazos familiares, proyectos, compromisos y, sobre todo, escribir. La celebridad -catapultada a niveles imposibles desde que en 1982 gan6 el Premio Nobel de Literatura- se le echó encima sin remordimientos quitándole tiempo a su romance con la palabra. Promediaba junio de 1999 cuando su cuerpo encontró el atajo más nefasto para hacerle un hueco en los almanaques, ése que tanto necesitaba para darle rienda suelta a sus recuerdos en formato de papel. Estando en Bogotá, debió internarse de urgencia ante un diagnóstico de agotamiento feroz. No era para menos: la política y el periodismo estaban ocupado la mayor parte de sus horas desde comienzos de aquel año, mientras se empecinaba por guardar algo de aliento para sentarse frente ala computadora. Por un lado, además de Hevar el timón de su Fundación Para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, se había convertido en el accionista mayoritario y presidente del consejo editorial de la revista colombiana Cambio, desde donde le volvió a sacar punta a sus vicios de reportero. Por el otro, actuó con una intensidad desmesurada como mediador entre la guerrilla de las FARC y el gobierno colombiano para lograr un acuerdo de paz, sin bajar los brazos, al mismo tiempo, en su cruzada por conseguir una mejoría en las relaciones entre los Estados Unidos de Bill Clinton y la Cuba de su amigo Fidel Castro. Es que la influencia de García Márquez en América latina ha sido y es enorme, tanta que ha logrado lo que pocos: la confianza de los gobernantes menos blandos y de los insurgentes más duros. Alguien que conocía los vientos contrariados a los que lo sometía su agenda, arrojó por aquellos días la versión de que padecía una crisis nerviosa. Lo cierto es que a lo largo de una semana de internación rigurosa, entre chequeos y análisis, los médicos le detectaron un mal que dejaba su agotamiento al nivel de una fiebre menor. Un cáncer linfático -se supo varios meses después- amenazaba sus 72 años, y los rumores sobre la gravedad de su estado provocaron sacudones en las redacciones de todo el mundo. No fueron sólo los rumores: el colombiano más famoso se atrincheró en su departamento, dejó de mostrarse en público, desanudó compromisos sellados bajo palabra de honor y, para cerrar el círculo, el 9 de julio de ese año alguien que dijo representar a una agencia noticiosa envió por Internet un flash informativo falso, anunciando la muerte de Cabo en la ciudad de México la tarde anterior. Así fue que de pronto el escritor apareció sin ser visto en la costa oeste de los Estados Unidos, sometido en una clínica de Los Ángeles a un tratamiento intensivo contra un mal que nadie se atrevía a pronunciar. Desde allí, su mujer de toda la vida, Mercedes Barcha, sepultaba con su fortaleza caribeña cualquier atentado mediático contra la salud de su esposo: 'Tengan paciencia hasta que los médicos confirmen el diagnóstico". Para Colombia, su enfermedad se había transformado en una cuestión de Estado. El ministro de Cultura de ese país, Juan Luis Mejía, tuvo que anunciar oficialmente que Cabo no estaba nada bien de salud, aunque según la información que tenía se trataba de un linfoma de baja intensidad. El autor de novelas como El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera y Crónica de una muerte anunciada, empezó a responder al tratamiento mejor de lo que se esperaba. Sin embargo, sólo pudo lograrlo bajando el ritmo de su actividad: nada de viajes, ni compromisos, ni mediaciones, ni entrevistas. Todo prohibido por prescripción médica. Encontró su mejor regazo en la escritura, revolviendo recuerdos y acelerando las páginas de sus memorias a un ritmo que, literalmente, parecía marchar contra reloj. A pesar de su obediente sumisión médica, una recaída en enero de 2000 hizo temer nuevamente por su vida. García Márquez y su mujer regresaron a Los Ángeles para que el autor continuara su tratamiento y se instalaron en un departamento en Santa Mónica, muy cerca de la casa de su hijo Rodrigo, un cineasta que los argentinos acaban de conocer a través delleray Crónica de una muerte anunciada, empezó a responder al tratamiento mejor de lo que se esperaba. Sin embargo, sólo pudo lograrlo bajando el ritmo de su actividad: nada de viajes, ni compromisos, ni mediaciones, ni entrevistas. Todo prohibido por prescripción médica. Encontró su mejor regazo en la escritura, revolviendo recuerdos y acelerando las páginas de sus memorias a un ritmo que, literalmente, parecía marchar contra reloj. A pesar de su obediente sumisión médica, una recaída en enero de 2000 hizo temer nuevamente por su vida. García Márquez y su mujer regresaron a Los Ángeles para que el autor continuara su tratamiento y se instalaron en un departamento en Santa Mónica, muy cerca de la casa de su hijo Rodrigo, un cineasta que los argentinos acaban de conocer a través del estreno de su primer largometraje ,con solo mirarte. Mientras tanto era poco lo que se sabia del escritor, ante el temor de no poder terminar los tres tomos de sus memorias redujo al mínimo el contacto con los amigos ,cancelo compromisos pendientes y futuros y se encerró a escribir todos los días desde las 8 de la mañana hasta las dos de la tarde .Claro que en aquel retiro productivo no hizo mas que destapar otra ola de rumores. Fue entonces cuando empezó a circular por Internet su poema la marioneta atribuido al colombiano donde el se despedía de sus amigos ."Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diria todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo" se leía en la primera estrofa del apocrifo que varios diarios de todo el mundo Publicaron como una primicia innecesaria. García Márquez, que a esa altura ya sólo acarreaba los deberes de una dieta prolija -que lo llevó a bajar más de 20 kilos, cosa que agradece- y apenas si perdió esos grises cabellos ensortijados después del tratamiento, parecía gozar de un espíritu invencible. Cuando se enteró de ese poema que supuestamente él mismo le había enviado a un grupo selecto de 70 amigos, asomó la cabeza de su refugio para lanzar una única y terminante frase: "Lo que me puede matar es la vergüenza de que alguien crea que algo tan cursi lo escribí yo". A punto de cumplir 74 años el próximo 6 de marzo, García Márquez vive para contarlo. El título de sus memorias, que había decidido antes de su enfermedad, hoy suena premonitorio. Ahora se sabe que mientras cabalgaba sobre sus recuerdos, fue cambiándole varias veces la montura. Cuando en marzo de 1998 hipnotizó sin preaviso a un auditorio reunido en la ciudad de México al leer unos párrafos de sus memorias, declaró que iban a estar reunidas en seis tomos de unas cuatrocientas páginas cada uno. También, que no iban a llevar un orden cronológico. Y sobre todo, que se trataba de "el gran libro de ficción que busqué durante toda la vida". El sacudón reacomodó sus planes, y si en algún momento el cuerpo de Cabo pretendía ponerle a sus recuerdos un inconcluso punto final, basta con recordar que por su linaje corre la sangre longeva de los Buendía. Y no existe una verdad sobre esta tierra que pueda contra la fuerza de una ficción semejante.
por: Ezequiel Martínez revista viva del 28/01/2001
A partir de su enfermedad, García Márquez encontró su mejor regazo en ¡a escritura, revolviendo recuerdos y acelerando las páginas de sus memorias a un ritmo que, literalmente, parecía marchar contra reloj.
Sobre sus memorias dijo: "Es el gran libro de ficción que busqué durante toda la vida"
LA MAYORÍA DE LOS ADULTOS VEÍAN A LUISA SANTIAGA COMO LA PRENDA MAS PRECIADA DE UNA FAMILIA RICA Y PODEROSA, A LA QUE UN TELEGRAFISTA ADVENEDIZO NO PRETENDÍA POR AMOR SINO POR INTERÉS.
LA ROSA DE GABRIEL ELIGIO LE PERTURBO EL SUEÑO CON UNA FURIA INEXPLICA BABLE. EN NUESTRA-PRIMERA CONVERSACIÓN FORMAL SOBRE SUS AMORES, YA CARGADA DE HIJOS, ME CONFESO: "NO PODÍA DORMIR POR LA RABIA DE ESTAR PENSANDO EN E L.
MONSEÑOR CONVERSO ENTONCES CON LOS NOVIOS, JUNTOS Y SEPARADOS, Y ESCRIBIÓ UNA CARTA A NICOLÁS Y TRANQUILINA EN LA CUAL LES EXPRESO SU CERTIDUMBRE EMOCIONADA DE QUE NO HABÍA PODER HUMANO CAPAZ DE DERROTAR AQUEL AMOR EMPEDERNIDO.
LOS NOMBRES DE LA FAMILIA ME LLAMABAN
LA ATENCIÓN PORQUE ME PARECÍAN ORIGINALES. TAL VEZ DE ALLÍ ME VIENE LA CREENCIA
FIRME QUE LOS PERSONAJES DE MIS NOVELAS NO CAMINAN CON SUS PROPIOS PIES MIENTRAS
NO TENGAN UN NOMBRE QUE SE PAREZCA A SU CARA
DEBÍ LLAMARME OLEGARIO Y QUE ERA EL SANTO DEL DIA, PERO NADIE TENIA A MANO EL SANTORAL, ASÍ QUE ME PUSIERON DE URGENCIA EL PRIME R NOMBRE DE MI PADRE SEGUIDO POR EL DE JOSÉ, EL CARPINTERO, EL PATRONO DE ARACATACMA Y POR ESTAR EN SU MES DE MARZO.
FUE ASI COMO NACIÓ EN ARACATACA EL PRIMERO DE SIETE VARONES Y CUATRO MUJERES, EL 6 DE
MARZO DE 1927, CON UN AGUACERO TORRENCIAL FUERA DE ESTACIÓN.
capitulo del libro Gabriel García Márquez
Mi madre se hizo mujer en aquel moridero. Había crecido en una infancia incierta
de fiebres tercianas, pero cuando se curó de la última fue del todo y para
siempre, con una salud de cemento armado que le permitió celebrar los noventa
y cinco años con once hijos suyos y cuatro más de su esposo, y con sesenta
y seis nietos, setenta y tres bisnietos y cinco tataranietos. Sin contar los
que nunca se supieron. Se llamaba Luisa Santiaga, y era la tercera hija del
coronel Nicolás Márquez Mejía con su esposa y prima hermana Tranquilina Iguarán
Cotes, a quien llamábamos Mina. Había nacido en Barrancas, a orillas del río
Ranchería, el 25 de julio de 1905, cuando la familia empezaba a reponerse
del desastre de las guerras civiles, y dos años después
de que su padre mató en duelo a Medardo Pacheco por un pleito de honor. El
primer nombre se lo pusieron en memoria de Luisa Mejía Vidal, su abuela paterna,
que aquel día cumplió un mes de muerta. El segundo le cayó en suerte por ser
la fecha del apóstol Santiago el Mayor, decapitado en Jerusalén. Ella ocultó
este segundo nombre durante media vida, porque le parecía masculino y aparatoso,
hasta que un hijo infidente la delató en una novela. Tuvo una educación de
niña rica dentro de las normas católicas de una familia de pecadores alegres.
Fue alumna aplicada en el Colegio de la Presentación, en Santa Marta, salvo
en la clase de piano, que su madre le impuso porque no podía concebir una
señorita decente que no fuera una pianista virtuosa. Luisa Santiaga lo estudió
por obediencia durante tres años y lo abandonó en un día por el tedio de los
ejercicios diarios en el bochorno de la siesta. Sin embargo, la única virtud
que le sirvió en la flor de sus veinte años fue la fuerza de su carácter,
cuando la familia descubrió que estaba arrebatada de amor por el joven y altivo
telegrafista de Aracataca. La historia de esos amores contrariados fue otro
de los asombros de mi juventud. De tanto oírla contada por mis padres, juntos
y separados, la tenía casi completa a los veintitrés años cuando escribí La
Hojarasca, mi primera novela, pero tambiéri era consciente de que todavía
me faltaba mucho que aprender sobre el arte de novelar. Ambos eran narradores
excelentes, con la memoria feliz del amor, pero llegaron a apasionarse tanto
en sus relatos, que cuando al fin me decidí a usarla en El Amor en los Tiempos
del Cólera, con más de cincuenta años, no pude distinguir los límites entre
la vida y la poesía. De acuerdo con la versión de mi madre se habían encontrado
por primera vez en el velorio de un niño que ni él ni ella lograron precisarme.
Ella estaba cantando en el patio con sus amigas, de acuerdo con la costumbre
popular de sortear con canciones de amor las nueve noches de los inocentes.
De pronto, una voz de hombre se incorporó al coro. Todas se volvieron a mirarlo
y se quedaron perplejas ante su buena pinta. "Vamos a casamos con él", cantaron
en estribillo al compás de las palmas. A mi madre no la impresionó, y así
lo dijo: "Me pareció un forastero más." Y lo era. Acababa de llegar de Cartagena
de Indias después de interrumpir los estudios de medicina y farmacia por falta
de recursos, y había emprendido una vida un tanto trivial por varios pueblos
de la región con el oficio reciente de telegrafista. Una foto de esos días
lo muestra con un aire equívoco de señorito pobre. llevaba un vestido de tafetán
oscuro con un saco de cuatro botones, muy ceñido a la moda del día, con cuello
duro, corbata ancha y un sombrero canotié. Llevaba además unos espejuelos
de moda, redondos y con montura fina, y vidrios naturales. Quienes lo conocieron
en esa época lo veían como un bohemio trasnochador y mujeriego, que sin embargo
no se bebió un trago de alcohol ni se fumó un cigarrillo en su larga vida.
Fue la primera vez que mi madre lo vio. En cambio él la había visto en la
misa de ocho del domingo anterior, custodiada por la tía Francisca Simodosea
Mejía que fue su dama de compañía desde que regresó del colegio. Había vuelto
a verlas el martes siguiente, cosiendo bajo los almendros en la puerta de
la casa, de modo que la noche del velorio sabía ya que era la hija del coronel
Nicolás Márquez, para quien llevaba varias cartas de presentación. También
ella supo desde entonces que era soltero y enamoradizo, y tenía un éxito inmediato
por su labia inagotable, su versificación fácil, la gracia con que bailaba
la música de moda y el sentimentalismo premeditado con que tocaba el violín.
Mi madre me contaba que cuando uno lo oía de madrugada no se podían resistir
las ganas de llorar. Su tarjeta de presentación en sociedad había sido Cuando
el baile se acabó, un valse de un romanticismo agotador que él llevó en su
repertorio y se volvió indispensable en las serenatas. Estos salvoconductos
cordiales, y su simpatía personal, le abrieron las puertas de la casa y un
lugar frecuente en los almuerzos familiares. La tía Francisca, oriunda del
Carmen de Bolívar, lo adoptó sin reservas cuando supo que había nacido en
Sincé, un pueblo cercano al suyo.
Luisa Santiaga se divertía en las fiestas sociales con sus artimañas de seductor,
pero nunca le pasó por la mente que él pretendiera algo más. Al contrario:
sus buenas relaciones se fincaban sobre todo en que ella le servía de pantalla
en sus amores escondidos con una compañera del colegio, y había aceptado apadrinarlo
en la boda. Desde entonces él la llamaba madrina y ella lo llamaba ahijado.
En ese tono es fácil imaginarse cuál sería la sorpresa de Luisa Santiaga una
noche de baile en que el telegrafista atrevido se quitó la flor que llevaba
en el ojal de la solapa, y le dijo: -Le entrego mi vida en esta rosa. No fue
una improvisación, me dijo él muchas veces, sino que después de conocer a
todas había Regado a la conclusión de que Luisa Sanfiaga estaba hecha para
él. Ella entendió la rosa como una más de las bromas galantes que él solía
hacer a sus amigas. Tanto, que al salir la dejó olvidada en cualquier parte,
y él se dio cuenta. Ella había tenido un solo pretendiente secreto, poeta
sin suerte y buen amigo, que nunca logró llegarle al corazón con sus versos
ardientes. Sin embargo, la rosa de Gabriel Eligio le perturbó el sueño con
una furia inexplicable. En nuestra primera conversación formal sobre sus amores,
ya cargada de hijos, me confesó: no podía dormir por la rabia de estar pensando
en él pero lo que más rabia me daba era que mientras más rabia me daba más
pensaba". En el resto de la semana resistió a duras penas el terror de verlo
y el tormento de no poder verlo. De madrina y ahijado que habían sido pasaron
a tratarse como desconocidos. Una de esas tardes, mientras cosían bajo los
almendros, la tía Francisca azuzó a la sobrina con su malicia india: -Me han
dicho que te dieron una rosa. Pues, como suele ser, Luisa Santiaga sería la
última en enterarse de que las tormentas de su corazón eran ya de dominio
público. En las numerosas conversaciones que sostuve con ella y con mi padre,
juntos y separados, estuvieron de acuerdo en que el amor fulminante tuvo tres
ocasiones decisivas. La primera fue un Domingo de Ramos en la misa mayor.
Ella estaba sentada con la tía Francisca en un escaño del lado de la Epístola,
cuando reconoció los pasos de sus tacones flamencos en los ladrillos del piso,
y lo vio pasar tan cerca que percibió la ráfaga tibia de su loción de novio.
La tía Franciscano parecía haberl o visto y él no pareció haberlas visto.
Pero en verdad todo fue premeditado por él, que las había seguido cuando pasaron
por la telegrafía. Permaneció de pie junto a la columna más cercana de la
puerta, de modo que él la veía a ella de espaldas pero ella no podía verlo.
Al cabo de unos minutos intensos Luisa Santiaga no resistió a la ansiedad,
y miró hacia la puerta por encima del hombro. Entonces creyó morir de rabia,
pues él estaba mirándola, y sus miradas se encontraron. "Era justo lo que
yo había planeado", decía mi padre, feliz, cuando me repetía el cuento en
su vejez. Mi madre, en cambio, nunca se cansó de repetir que durante tres
días no había podido dominar la furía de haber caído en la trampa. La segunda
ocasión fue una carta que él, le escribió. No la que ella hubiera esperado
de un poeta y violinista de madrugadas furtivas, sino una esquela imperiosa,
que exigía una respuesta antes de que él viajara a Santa Marta la semana siguiente.
Ella no le contestó. Se encerró en su cuarto, decidida a matar el gusano que
no le daba aliento para vivir, hasta que la tía Francisca trató de convencerla
de que capitulara de una buena vez antes que fuera demasiado tarde. Tratando
de vencer su resistencia le contó la historia ejemplar de Juventino, Trillo,
el pretendiente que montaba guardia bajo el balcón de su amada imposible,
todas las noches, desde las siete hasta las diez. Ella lo agredió con cuantos
desaires se le ocurrieron, y terminó por vaciarle encima desde el balcón,
noche tras noche, una bacinilla de orines. Pero no consiguió ahuyentarlo.
Al cabo de toda clase de agresiones bautismales -conmovida por la abnegación
de aquel amor invencible- se casó con él. La historia de mis padres no llegó
a esos extremos. La tercera ocasión fue una boda de grandes vuelos, a la cual
ambos fueron invitados como padrinos de honor. Luisa Santiaga no encontró
pretexto para faltar a un compromiso tan cercano a la familia . Pero Gabriel
Eligio había pensado lo mismo y acudió a la fiesta dispuesto para todo. Ella
no pudo dominar su corazón cuando lo vio atravesar la sala con una determinación
demasiado ostensible y la invitó a bailarla primera pieza. "La sangre me golpeaba
tan fuerte por dentro de] cuerpo que ya no supe si era de rabia o de susto",
me dijo ella. El se dio cuenta y le asestó un zarpazo brutal: "Ya no tiene
que decirme que sí, porque su corazón me lo está diciendo». Ella, sin más
vueltas, lo dejó plantado en la sala a mitad de la pieza. Pero mi padre lo
entendió a su manera. "Quedé feliz", me dijo. Luisa Santiaga no pudo resistir
el rencor que sentía contra sí misma cuando la despertaron en la madrugada
los requiebros del valse envenenado Cuando el baile se acabó cerca del amanecer.
Al día siguiente a primera hora le devolvió a Gabriel Eligio todos sus regalos.
Este desaire inmerecido, y la comadrería del plantón en la boda, corno las
plumas echadas al aire, ya no tenía vientos de regreso. Todo mundo dio por
hecho que era el final sin gloria de una tormenta de verano. La impresión
se fortaleció porque Luisa Santiaga tuvo una recaída en las fiebres tercianas
de la infancia, y su madre la llevó a temperar en la población de Manaure,
un recodo paradisíaco en las estribaciones de la Sierra Nevada. Ambos negaron
siempre que hubieran tenido comunicación alguna en aquellos meses, pero no
es muy creíble, pues cuando ella regresó repuesta de sus males se les veía
a ambos repuestos también de sus recelos. Mi padre decía que fue a esperarla
en la estación porque había leído el telegrama con que Mina anunció el regreso
a casa, y en la forma en que Luisa Santiaga le estrechó la mano al saludarlo
sintió algo como una seña masónica que él interpretó como un mensaje de amor.
Ella lo negó siempre con el pudor y el rubor con que evocaba aquellos años.
Pero la verdad es que desde entonces se les vio juntos con menos reticencias.
Sólo le faltaba el final que le dio la tía Francisca la semana siguiente mientras
cosían en el corredor de las begonias: -Ya Mina lo sabe. Luisa Santiaga dijo
siempre que fue la oposición de la familia lo que hizo saltar los diques del
torrente que llevaba reprimido en el corazón desde la noche en que dejó al
pretendiente plantado en mitad del baile. Fue una guerra encarnizada. El coronel
intentó mantenerse al margen, pero no pudo eludir la culpa que Mina le echó
en cara cuando se dio cuenta de que tampoco él era tan inocente como aparentaba.
Para todo mundo parecía claro que la intolerancia no era de él sino de ella,
cuando en realidad estaba inscrita en el código de la tribu, para quien todo
novio era un intruso. Este prejuicio atávico, cuyos rescoldos perduran, ha
hecho de nosotros una vasta hermandad de mujeres solteras y hombres desbraguetados
con numerosos hijos callejeros. Los amigos se dividieron según la edad, a
favor o en contra de los enamorados, y a quienes no tenían una posición radical
se la impusieron los hechos. Los jóvenes se hicieron cómplices jubilosos.
Sobre todo de él, que disfrutó a placer con su condición de víctima propiciatoria
de los prejuicios sociales. En cambio la mayoría de los adultos veían a Luisa
Santiaga como la prenda más preciada de una familia rica y poderosa, a la
que un telegrafista advenedizo no pretendía por amor sino por interés. Ella
misma, de obediente y sumisa que había sido, se enfrentó a sus opositores
con una ferocidad de leona parida. En la más ácida de sus muchas disputas
domésticas, Mina perdió los estribos y levantó contra la hija el cuchillo
de la panadería. Luisa Santiaga la afrontó impávida. Consciente de pronto
del ímpetu criminal de su cólera, Mina soltó el cuchillo y gritó espantada:
"¡Dios mío!" Y puso la mano en las brasas del fogón como una penitencia brutal.
Entre los argumentos fuertes contra Gabriel Eligio estaba su condición de
hijo natural de una soltera que lo había tenido a la módica edad de catorce
años por un tropiezo casual con un maestro de escuela. Se llamaba Argemira
García Paternina, una blanca esbelta, de genio alegre y espíritu libre, que
tenía otros seis hijos de tres padres distintos. Vivía sin hombre fijo en
la población de Sincé, donde había nacido, y estaba criando su prole con las
uñas. Gabriel Eligio era un ejemplar distinguido de aquella estirpe descamisada.
Desde los diecisiete años había tenido cinco amantes vírgenes, según le reveló
a mi madre como un acto de penitencia en su noche de bodas a bordo de la azarosa
goleta de Riohacha vapuleada por la borrasca. Le confesó que con una de ellas,
siendo telegrafista en la población de Achí a los dieciocho años, había tenido
un hijo, Abelardo, que iba a cumplir tres, Con otra, siendo telegrafista de
Ayapel, a los veinte años, tenía una hija de meses a la que no conocía y se
llamaba Carmen Rosa. A la madre de ésta le había prometido volver para casarse,
y mantenía vivo el compromiso cuando se le torció el rumbo de la vida por
el amor de Luisa Santiaga. Al mayor lo había reconocido ante notario, y más
tarde lo haría con la hija, pero no eran más que formalidades bizantinas sin
consecuencia alguna ante la ley. Es sorprendente que aquella conducta irregular
pudiera causarle inquietudes morales al coronel Márquez, que además de sus
tres hijos oficiales había tenido r otros nueve de distintas madres, antes
y después del matrimonio, y todos eran recibidos por su esposa como si fueran
suyos. No me es posible establecer cuándo tuve las pri meras noticias de
estos hechos, pero en todo caso las trasgresiones de los antepasados no me
importaban para nada. En cambio, los nombres de la familia me llamaban la
atención porque me parecían originales. Primero los de la línea materna: Tranquilina,
Wenefrida, Francisca Simodosea, Más tarde, el de mi abuela paterna: Argemira,
y los de sus padres: Arninadab García y Lozana Patemina. Tal vez de allí me
viene la creencia firme de que los personajes de mis novelas no caminan con
sus propios pies mientras no tengan un nombre que se parezca a su carácter.
Las razones contra Gabriel Eligio se agravaban por ser miembro activo del
partido conservador, contra el cual había peleado sus guerras el coronel Nicolás
Márquez. La paz estaba hecha sólo a medias desde la firma de los acuerdos
de Neerlandia y Wisconsin, pues el centralismo rupestre seguía en el poder
y había de pasar todavía mucho tiempo antes de que godos y liberales dejaran
de mostrarse los dientes. Quizá el conservatismo del pretendiente era más
por contagio familiar y no por convicción doctrinaria, pero lo tomaban más
en cuenta que otros signos de su buena índole, como su inteligencia siempre
alerta y su honradez de zapatero. Era además un autodidacta absoluto, y el
lector más voraz que he conocido, aunque también el menos sistemático. Leía
todo lo que le cayera en las manos, en cualquier hora o circunstancia, de
suerte que llegó a tener una formación enciclopédica sorprendente. Sus últimos
años, suficientes para ponerse en paz con la vida, los pasó en gran parte
leyendo en el cuarto y descifrando toda clase de crucigramas. Toda su vida
fue mucho más pobre de lo que parecía, y siempre tuvo la pobreza como un enemigo
abominable al que nunca se resignó ni pudo derrotar. Con el mismo coraje y
la misma dignidad sobrellevó la contrariedad de sus amores con Luisa Santiaga,
en la trastienda de la telegrafía de Aracataca, donde siempre tuvo colgada
una hamaca para dormir solo. Sin embargo, también tuvo a su lado un catre
de soltero con los resortes bien aceitados para lo que le deparara la noche.
En una época tuve una cierta tentación por sus costumbres de cazador furtivo,
pero la vida me enseñó que es la forma más árida de la soledad, y sentí una
gran compasión por él. Hasta muy poco antes de su muerte le oí contar que
uno de aquellos días difíciles tuvo que ir con amigos a la casa del coronel,
y a todos los invitaron a sentarse, menos a él. La familia de ella lo negó
siempre y se lo atribuyó a un rescoldo del resentimiento de mi padre, o al
menos como un falso recuerdo, pero a mi abuela se le escapó alguna vez en
los desvaríos dramáticos de sus casi cien anos, que no parecían evocados sino
vueltos a vivir. "Ahí está ese pobre hombre parado en la puerta de la sala
y Nicolasito no lo ha invitado a sentarse", dijo, dolida de veras. Siempre
pendiente de sus revelaciones deslumbrantes, le pregunté quién era el hombre,
y ella me contestó en seco: -García el del violín. En medio de tantos despropósitos,
lo menos parecido al modo de ser de mi padre fue que compró un revólver por
lo que pudiera ocurrir con un guerrero en reposo como el coronel Márquez.
Era un venerable Smith & Wesson 38 largo, cañón largo, con quién sabe cuántos
dueños anteriores y cuantos muertos a cuestas. Lo único seguro es que nunca
lo disparó ni siquiera por precaución ni curiosidad. Sus hijos mayores lo
encontramos años después con sus cinco balas originales en un armario de trastos
inútiles junto con el violín de las serenatas. Ni Gabriel Eligio ni Luisa
Santiaga se amilanaron con el rigor de la familia. Al principio podían encontrarse
a escondidas en casas de amigos, pero cuando el cerco se cerró se cerro por
completo en torno a ella, el único contacto fueron las cartas recibidas y enviadas por
conductos ingeniosos. Se veían de lejos cuando a ella no le permitían asistir
a fiestas donde él fuera invitado. Pero la represión llegó a ser tan severa,
que nadie se atrevió a desafiar las iras de Tranquilina Iguarán, y los enamorados
desaparecieron de la vista pública. Cuando no quedó ni un resquicio para las
cartas furtivas, los novios inventaron recursos de náufragos. Ella logró esconder
una tarjeta de felicitación en un pudín que alguien había encargado para el
cumpleaños de Gabriel Eligio, y éste no desaprovechó ocasión de mandarle telegramas
falsos e inocuos con el verdadero mensaje cifrado o escrito con tinta simpática.
La complicidad de la tía Francisca se hizo entonces tan evidente, a pesar
de sus negativas terminantes, que afectó por primera vez su autoridad en la
casa, y sólo le permitieron acompañar a la sobrina mientras cosía a la sombra
de los almendros. Entonces Gabriel Eligio mandaba mensajes de amor desde la
ventana del doctor Antonio Barboza, en la acera de enfrente, con la telegrafía
manual de los sordomudos. Ella la aprendió tan bien que en los descuidos de
la tía lograba conversaciones íntimas con el novio. Era apenas uno de los
numerosos trucos inventados por Adriana Berdugo, la esposa del doctor Barboza,
comadre de sacramento de Luisa Santiaga y su cómplice más recursiva y audaz.
Aquellos manejos de consolación les habrían bastado para sobrevivir a fuego
lento, hasta que Gabriel Eligio recibió una carta alarmante de Luisa Santiaga,
que lo obligó a una reflexión definitiva. La había escrito a las carreras
en el papel del retrete, con la mala noticia de que los padres habían resuelto
llevársela a Barrancas de pueblo en pueblo, como una cura de burro para su
mal de amores. No sería el viaje ordinario de una mala noche en la goleta
de Riohacha, sino por la ruta bárbara de las estribaciones de la Sierra Nevada
en mulas y carretas, a través de la vasta provincia de Padifia. "Hubiera preferido
morirme", me dijo mi madre el día en que fuimos a vender la casa. Y lo había
intentado de veras, encerrada con tranca en su cuarto, a pan y agua durante
tres días, hasta que se le impuso el terror reverencial que sentía por su
padre. Gabriel Eligio se dio cuenta de que la tensión había llegado a sus
límites, y tomó una decisión también extrema pero manejable. Atravesó la calle
a zancadas desde la casa del doctor Barboza hasta la sombra de los almendros
y se plantó frente a las dos mujeres que lo esperaron aterradas con la labor
en el regazo. - Hágame el favor de dejarme solo un momento con la señorita
-le dijo a la tía Francisca. -Tengo algo importante que decirle a ella sola.
- ¡Atrevido! -le replicó la tía. -No hay nada de ella que yo no pueda oír.
- Entonces no se lo digo -dijo él- pero le advierto que usted será responsable
de lo que pase. Luisa Santiaga le suplicó a la tía que los dejara a solas,
ya sumió el riesgo. Entonces Gabriel Eligio le expresó su acuerdo de que hiciera
el viaje con sus padres, en la forma y por el tiempo que fuera, pero con la
condición de que le prometiera bajo la gravedad del juramento que se casaría
con él. Ella lo hizo complacida, y agregó de su cuenta y riesgo que sólo la
muerte podría impedírselo. Ambos tuvieron casi un ano para demostrarla seriedad
de sus promesas, pero ni el uno ni la otra se imaginaba cuánto les iba a costar.
La primera parte del viaje en una caravana de arrieros duró dos semanas a
lomo de mula por las comisas de la Sierra Nevada. Las acompañaba Chon, la
criada sin nombre que se incorporó a la familia desde que se fueron de Barrancas.
El coronel conocía de sobra aquella ruta escarpada, donde había dejado un
rastro de hijos en las noches desperdigadas de sus guerras, pero su esposa
la había preferído sin conocerla por los malos recuerdos de la goleta. Para
mi madre, que además montaba una mula por primera vez, fue una pesadilla de
soles desnudos y aguaceros feroces, con el alma en un hilo por el vaho adormecedor
de los precipicios. Pensar en un novio incierto, con sus trajes de media noche
y el violín de madrugada, parecía una burla de la imaginación. Al cuarto día,
incapaz de sobrevivir, amenazó a la madre con tirarse al precipicio si no
volvían a casa. Mina, más asustada que ella, lo decidió. Pero el patrón de
la cordada le demostró en el mapa que regresar o proseguir daba lo mismo.
El alivio les Regó a los once días, cuando divisaron desde la última cornisa
la llanura radiante de Valledupar. Antes de que culminara la primera etapa,
Gabriel Eligio se había asegurado una comunicación permanente con la novia
errante, gracias a la complicidad de los telegrafistas de los siete pueblos
donde ella y su madre iban a demorarse antes de llegar a Barrancas. También
Luisa Santiaga hizo lo suyo. Toda la provincia estaba saturada de Iguaranes
y Cotes, cuya conciencia de casta tenía el poder de una maraña impenetrable,
y ella logró ponerla de su parte. Esto le permitió mantener una correspondencia
febril con Gabriel Eligio desde Valledupar, donde permaneció tres meses, hasta
el término del viaje, casi un año después. Le bastaba con pasar por la telegrafía
de cada pueblo, con la complicidad de una parentela joven y entusiasta, para
recibir y contestar sus mensajes. Chon, la sigilosa, jugó un papel invaluable,
porque llevaba mensajes escondidos entre sus trapos sin inquietar a Luisa
Santiaga ni herir su pudor, porque no sabía leer ni escribir y podía hacerse
matar por un secreto. Casi sesenta años después, cuando trataba de reconstruir
estos episodio en El Amor en los Tiempos del Cólera, le pregunté a mi papá
si en la jerga de los telegrafistas existía una palabra específica para el
acto de enlazar una oficina con otra. El no tuvo que pensarla: enclavijar.
La palabra está en los diccionarios, no para el uso específico que me hacía
falta, pero me pareció perfecta para mis dudas, pues la comunicación con las
distintas oficinas se establecía mediante la conexión de una clavija en un
tablero de terminales telegráficos. Nunca lo comenté con mi padre. Sin embargo,
Gabo a los cuatro años, en el jardín de la casa de Aracataca (Izquierda),
y a los trece, cuando ya vivía junto a sus padres en Barranquilla y había terminado
su primer año de bachillerato en el colegio San José. poco antes
de su muerte le preguntaron en una entrevista de prensa si él hubiera querido
escribir una novela, y contestó que sí, pero que había desistido cuando le
hice la consulta sobre el verbo endavijar porque entonces descubrió que la
novela que yo estaba escribiendo era la misma que él pensaba escribir. En
esa ocasión recordó además un dato oculto que habría podido cambiar el rumbo
de nuestras vidas. Y fue que a los seis meses de viaje, cuando mi madre estaba
en San Juan del César, le llegó a Gabriel Eligio el soplo confidencial de
que Mina llevaba el encargo de preparar el regreso definitivo de la familia
a Barrancas, una vez cicatrizados los rencores por la muerte de Medardo Pacheco.
Le pareció absurdo, cuando los malos tiempos habían quedado atrás y el imperio
absoluto de la compañía bananera empezaba a parecerse al sueño de la tierra
prometida. Pero también era razonable que la tozudez de los Márquez Iguarán
los llevara a sacrificarla propia felicidad con tal de librar a la hija de
las garras del gavilán. La decisión inmediata de Gabriel Eligio fue gestionar
su traslado para la telegrafía de Riohacha, a unas veinte leguas de Barrancas.
No estaba disponible pero le prometieron tomar en cuenta la solicitud. Luisa
S antiaga no pudo averiguar las intenciones secretas de su madre, pero tampoco
se atrevió a negarlas, porque le había llamado la atención que cuanto más
se acercaban a Barrancas más suspirante y apacible le parecía. Chon, confidente
de todos, no le dio tampoco ninguna pista- Para sacar verdades, Luisa Santiaga
le dijo a su madre que le encantaría quedarse a vivir en Barrancas. la madre
tuvo un instante de vacilación pero no se decidió a decir nada, y la hija
quedó con la impresión de haber pasado muy cerca del secreto. Inquieta, se
libró al azar de las barajas con una gitana callejera que no le dio ninguna
pista sobre su futuro en Barrancas. Pero a cambio le anuncié que no habría
ningún obstáculo para una vida larga y feliz con un hombre remoto que apenas
conocía pero que iba a amarla hasta morir. La descripción que hizo de él le
devolvió el alma al cuerpo, porque le encontró rasgos comunes con su A los
ocho años (en el centro, parado) junto a su primo Eduardo (izq.), su hermano
Luis Enrique (der.) y sus hermanas Margot, Ligla y Aída. prometido, sobre
todo en el modo de ser. Por último le predijo sin un punto de duda que tendría
seis hijos con él. "Me morí de susto", me dijo mi madre la primera vez que
me lo contó, sin imaginarse siquiera que el número real de sus hijos sería
casi el doble. Ambos tomaron la predicción con tanto entusiasmo, que la correspondencia
telegráfica dej ó de ser entonces un concierto de intenciones ilusorias, y
se volvió metódica y práctica, y más intensa que nunca. Fijaron fechas, establecieron
modos, y empeñaron sus vidas en la determinación común de casarse sin consultarlo
con nadie, donde fuera y como fuera, cuando volvieran a encontrarse. Luisa
Santiaga fue tan fiel al compromiso, que en la población de Fonseca no le
pareció correcto asistir a un baile de gala sin el consentimiento del novio.
Gabriel Eligio estaba en la hamaca sudando una fiebre de cuarenta grados cuando
sonó la señal de una cita telegráfica urgente. Era el telegrafista de Fonseca.
Para seguridad completa, ella preguntó quién estaba operando el manipulador
al final de la cadena. Más atónito que halagado, el novio transmitió una frase
de identificación: "Dígale que soy su ahijado". Mi madre reconoció el santo
y seña, y estuvo en el baile hasta las siete de la mañana, cuando tuvo que
cambiarse de ropa a las volandas para no Regar tarde a la misa. En Barrancas
no encontraron el menor rastro de inquina contra la familia. Al contrario,
entre los allegados de Medardo Pacheco prevalecía un ánimo cristiano de perdón
y olvido dieciocho años después de la desgracia. La recepción de la parentela
fue tan entrañable que entonces fue Luisa Santiaga quien pensó en la posibilidad
de que la familia regresara a aquel remanso de la sierra tan distinto del
calor y el polvo, y los sábados sangrientos y los fantasmas decapitados de
Aracataca. Alcanzó a insinuárselo a Gabriel Eligio, siempre que éste lograra
su traslado a Riohacha, y él estuvo de acuerdo. Sin embargo, por esos días
se supo por fin que la versión de la mudanza no sólo carecía de fundamento
sino que nadie la quería menos que Mina. Así quedó establecido en una carta
de respuesta que ella le mandó a su hijo Juan de Dios, cuando éste le escribió
atemorizado de que volvieran a Barrancas cuando aún no se habían cumplido
veinte años de la muerte de Medardo Pacheco. Pues siempre estuvo tan convencido
del fatalismo de la ley guajira, que se opuso a que su hijo Eduardo hiciera
el servicio de medicina social en Barrancas medio siglo después. Contra todos
los temores, fue allí donde se desataron en tres días todos los nudos de la
situación. El mismo martes en que Luisa Santiaga le confirmó a Gabriel Eligio
que Mina no pensaba en mudarse para Barrancas, le anunciaron a él que estaba
a su disposición la telegrafía de Riobacha por muerte repentina del titular.
El día siguiente, Mina vació las gavetas de la despensa buscando unas tijeras
de destazar, y destapó sin necesidad la caja de galletas inglesas donde la
hija escondía sus telegramas de amor. Fue tanta su rabia que sólo acertó a
decirle uno de los improperios célebres que solía improvisar en sus malos
momentos: " Dios lo perdona todo menos la desobediencia". Ese fin de semana
viajaron a Riohacha para alcanzar el domingo la goleta de Santa Marta. Ninguna
de las dos fue consciente de la noche terrible vapuleada por el ventarrón
de febrero: la madre aniquilada por la derrota, y la hija asustada pero feliz.
La tierra firme le devolvió a Mina el aplomo perdido por el hallazgo de las
cartas. Siguió sola para Aracataca el día siguiente en el tren ordinario de
las siete, y dejó a Luisa Santiaga en Santa Marta bajo el amparo de su.
hijo
Juan de Dios, segura d#ponerla a salvo de los diablos del amor. F, contrario:
Gabriel Eligio viajaba entonces de Aracataca a Santa Marta para verla cada
vez que podía. El tío juanito había resuelto no tomar partido, todavía escaldado
por su dura experiencia, pero a la hora de la verdad se encontró entrampado
entre la adoración de la hermana y la veneración de los padres, y se refugió
en una fórmula propia de su bondad proverbial: admitió que los novios se vieran
fuera de su casa, pero nunca a solas y sin que él se enterara. Dilia Caballero,
su esposa, que perdonaba pero no se olvidaba, urdió para su cuñada las mismas
casualidades infalibles y las martingalas maestras con que ella burlaba la
vigilancia de sus suegros. Gabriel y Luisa empezaron por verse en casas de
amigos, pero poco a poco fueron arriesgándose a lugares públicos poco concurridos.
Al final se atrevieron a conversar por la ventana cuando el tío juanito no
estaba, la novia en la sala y el novio en la calle, fieles al compromiso de
no verse dentro de la casa. La ventana parecía hecha a posta para amores contrariados,
a través de una reja andaluza de cuerpo entero y con un marco de enredaderas,
en las que no faltó alguna vez un vapor de jazmines en el sopor de la - noche.
Dilia lo había previsto todo, inclusive la a. complicidad de algunos vecinos
con silbidos cifrados para alertar a los novios de un peligro inminente.
Sin embargo, una noche fallaron todos e los seguros, y Juan de Dios se rindió
ante la adversidad. Dilia aprovechó la ocasión para invitar a los novios a que
se sentaran en la sala con las ventanas abiertas para que compartieran su
amor con el mundo. Mi madre no olvidó nunca el suspiro del hermano: "¡Qué
alivio!". Por esos días recibió Gabriel Eligio el nombramiento formal para
la telegrafía de Riohacha. inquieta por una nueva separación, mi madre apeló
entonces a monseñor Pedro Espejo, actual vicario de la diócesis, con la esperanza
de que la casara sin el permiso de sus padres. La respetabilidad de monseñor
había alcanzado tanta fuerza que muchos feligreses la confundían con la santidad,
y algunos acudían a sus misas sólo para comprobar si era cierto que se alzaba
varios centímetros sobre el nivel del suelo en el momento de la elevación.
Cuando Luisa Santiaga solicitó su ayuda, él dio una muestra más de que la
santidad es uno de los privilegios de la inteligencia. Se negó a intervenir
en el fuero interno de una familia tan celosa de su intimidad, pero optó por
la alternativa secreta de informarse sobre la de mi padre a través de la curia.
El párroco de Sincé pasó por alto las liberalidades de Argemira García, y
respondió con una fórmula benévola: "Se trata de una familia respetable aunque
poco devota". Monseñor conversó entonces con los novios, juntos y separados,
y escribió una carta a Nicolás y Tranquilina en la cual les expresó su certidumbre
emocionada de que no había poder humano capaz de derrotar aquel amor empedernido.
Mis abuelos, vencidos por el poder de Dios, acordaron darle la vuelta a la
doliente página, y le otorgaron a Juan de Dios plenos poderes para organizar
la boda en Santa Marta- Pero no asistieron, sino que mandaron de madrina a
Francisca Simodosea. Se casaron el 11 de junio de 1926 en la catedral de Santa Marta, con cuarenta minutos de retraso, porque la novia se olvidó de la fecha y tuvieron que despertarla pasadas las ocho de la mañana. Esa misma noche abordaron una vez más la goleta pavorosa para que Gabriel Eligio tomara posesión de la
telegrafía de Riohacha, y pasaron su primera noche de castidad derrotados por el mareo.
Mi madre añoraba tanto la casa donde pasó la luna de miel, que sus hijos mayores hubiéramos podido describirla cuarto por cuarto como si la hubiéramos vivido, y todavía hoy sigue siendo uno de mis falsos recuerdos. Sin embargo, la primera vez que fui en realidad a la península de La Guajira, poco antes de mis sesenta años, me sorprendió que la casa de la
telegrafía no tenía nada que ver con la de mi recuerdo. Y la Riohacha idílica
que llevaba desde niño en el corazón, con sus calles de salitre que bajaban hacia un mar de lodo, no eran más que
ensueños doloridos de mi imaginación. Más aún: ahora que conozco a Riohacha no consigo visualizarla como es, sino como la construí piedra por piedra sin conocerla a través de las nostalgias de mi madre.
Dos meses después de la boda, luan de Dios recibió un telegrama de mi papá con el anuncio de
que Luisa Santiaga estaba encinta. La noticia estremeci6 hasta los cimientos la casa de Aracataca, donde Mina no se reponía aún de su amargura, y tanto ella como el coronel depusieron sus armas para que los recién casados volvieran con ellos. No fue fácil. Al cabo de una resistencia digna y razonada de varios meses, Gabriel
Eligio aceptó que la esposa diera a luz en casa de sus padres. Así se conserva hoy la casa donde nació y vivió sus primeros años el escritor, en Aracataca. Actualmente es un museo.
Poco después lo recibió mi abuelo en la estación del tren con una frase que quedó con un marco de oro en el prontuario histórico de la familia: "Estoy dispuesto a darle todas las satisfacciones que sean
necesarias". La abuela renovó la alcoba que hasta entonces había sido suya, y allí instaló a mis padres. En el curso del año, Gabriel Eligio renunció a su buen oficio de telegrafista y consagró su talento de autodidacta a una ciencia venida * menos: la homeopatía, El abuelo, por gratitud * por remordimiento, gestionó ante las autoridades que la calle donde vivíamos en Aracataca nevara el nombre que aún lleva: Avenida Monseñor Espejo.
Fue así como nació en Aracataca el primero de siete varones y cuatro mujeres, el 6 de marzo de 1927, con un aguacero torrencial fuera de estación, mientras el cielo de Tauro se alzaba en el horizonte. Estaba a punto de ser estrangulado por el cordón umbilical, pues la partera de la familia, Santos Villero, perdió el dominio de su arte en el peor momento. Pero más aún lo perdió la tía Francisca, que corrió hasta la puerta de la calle dando alaridos de incendio: "¡Varón! ¡Varón!" Y enseguida, como tocando a
relato:
- ¡Ron que se ahoga!
La familia supone que el ron no era para celebrar sino para reanimar con fricciones al recién nacido. Misia Juana de Freytes, una gran dama venezolana que hizo su entrada providencial en la alcoba, me contó muchas veces que el riesgo más grave no era el cordón umbilical, sino una mala posición de mi madre en la cama. Ella se la corrigió a tiempo, pero no fue fácil reanimarme, de modo que la tía Francisca me echó el agua bautismal de emergencia. Debí de llamarme Olegario, que era el santo del día, pero nadie tuvo a la mano el santoral, así que me pusieron de urgencia el primer nombre de mi padre seguido por el de José, el carpintero, por ser el patrono de Aracataca y por estar en su mes de marzo. Misia Juana de Freytes propuso un tercer nombre en memoria de la reconciliación general que se logr¿ entre familias y amigos con mi venida al mundo pero en el acta del bautismo formal que me hi cieron tres años después olvidaron ponerlo: Gabriel José de la Concordia
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