GARCIA MARQUEZ

 

NOTICIA DE UN SECUESTRO

(Entrevista concedida por García Márquez con motivo de la publicación de su último libro
a la revista colombiana CAMBIO 16)

EL 21 DE MAYO DE 1948 apareció en El Universal de Cartagena de Indias la columna "Punto y aparte", el primer escrito periodístico de un estudiante de Derecho e incipiente cuentista llamado Gabriel Garcia Márquez. Hoy, casi medio siglo después, tan lejos de ese mundo que "era tan reciente que para nombrar a las cosas había que señalarlas con el dedo", el desconocido periodista se ha
convertido no sólo en uno de los más grandes escritores del siglo XX, sino en la noticia. Hace tan sólo dos semanas ocupó los principales titulares del mundo cuando los secuestradores de Juan Carlos Gaviria le pidieron que fuese él el presidente de Colombia. "Nadie con un gramo de sensatez tomará cualquier decisión bajo la presión de un secuestro", respondió el Nobel.
    
Sabe del tema. Su nunca olvidado oficio lo llevó a investigar durante tres años el secuestro de cinco mujeres y cinco hombres colombianos a manos de los Extraditables. Noticia de un secuestro,

que será publicado esta semana, es, no sólo la culminación de la técnica periodística y literaria del autor -los capítulos nones tratan del mundo exterior, los pares llevan al encierro, a lo interno-,sino  también un ejemplo de la noticia humanizada, con protagonistas de carne y hueso, donde Garcia Márquez abre -como en aquel Relato de un naufrago- ese espacio fascinante que la frialdad periodística les niega cotidianamente a las víctimas: el de los recuerdos.  
 

CAMBIO 16 "Noticia de un secuestro" es un libro cuyos protagonistas tienen nombre y apellido conocidos y hablan por teléfono con su autor. ¿Que tan difícil le resultó escribirlo? 

   GABRIEL GARCÍA MARQUEZ. Todo libro es difícil. Cien años desoledad lo fue por la enorme carga mítica que llevaba dentro. El otoño del patriarca lo fue también por su enorme carga de ficción
histórica, y Noticia de un secuestro lo es por su enorme carga de realidad periodística. 
  
P. Nadie cree que a estas alturas le resulte difícil conseguir reportajes como al resto de los mortales. No es lo mismo el periodista feliz e indocumentado de hace 40 años que un Nobel al

que nadie le niega ahora una entrevista. 
  
R. Yo no me gané ese privilegio por influencias ni por plata, sino subiendo escalón por escalón en el oficio de periodista. Cuando tenía tu edad me tocaba luchar contra las mismas dificultades que tú has encontrado ahora para que yo te concediera esta entrevista. Y no se olvide que para hacer un trabajo como éste se necesita más humildad siendo premio Nobel que reportero raso. 

  
P. Y usted que ha inventado un chocolate que hace levitar, no podría inventar los detalles a su antojo? 

  
R. De poder, se podía. Pero el reto era jugar limpio. Lo que yo quería era escribir un reportaje con todas sus leyes, y en ellas no cabe la invención. Hoy me alegro: el libro no tiene una línea

imaginaria ni un dato que no esté comprobado hasta donde es humanamente posible. Sin embargo, estoy seguro de que costará trabajo creerlo, porque parece más novela que cualquiera de mis
novelas. Creo que ese es su mayor mérito. 
  
P.  Los victimarios tenían la misma disposición?  Por qué no habló usted con Pablo Escobar? 

  
R. Con los victimarios habría sido distinto, porque quizás hubieran querido aprovechar el relato para justificarse. Pablo Escobar estaba todavía vivo en la cárcel cuando empecé la investigación y sé que él tuvo noticias del libro que yo estaba escribiendo. Había resuelto discutirlo con él en persona sólo

cuando ya tuviera el primer borrador, pero murió antes. Estoy seguro de que yo me hubiera puesto en su lugar para ser justo con él. En un buen reportaje puede no haber buenos ni malos, sino hechos concretos para que el lector saque sus conclusiones. 
  
P.  ¿Por qué Escobar no y los Ochoas sí? 

  
R. Con los hermanos Ochoa fue distinto. Están presos los tres, y a punto de cumplir su condena. Pero lo que no se sabe y va a saberse en el libro es que dentro de la cárcel ellos se constituyeron en

un canal de comunicación ante Pablo Escobar y Alberto Villamizar, gracias al cual salieron con vida los dos últimos secuestrados -Maruja Pachón y Pachito Santos- y Escobar se entregó. Los Ochoas, que están condenados por narcotráfico y enriquecimiento ilícito, pero no por homicidios ni terrorismo, hicieron un trabajo que debió haberse tenido en cuenta para descontarles la pena, de acuerdo con la ley, pero no sólo no se hizo, sino que tampoco ellos lo reclamaron. 
  
P. ¿Cómo hizo para hablar con ellos, cómo fue el encuentro? 

  
R. Para ver a los Ochoas no había problema. Ellos reciben visitas, reciben la comida de su casa... Pero si yo me aparecía por allí hubiera sido una noticia escandalosa que me habría obligado a revelar el secreto del libro que estaba escribiendo. Así que me tocó esperar una buena oportunidad, y me la dio un grupo de periodistas norteamericanos de alto nivel que el presidente Samper invitó el año pasado para que estudiaran la situación del narcotráfico en Colombia. Mientras ellos conversaban con los Ochoas yo aprovechaba para hablar con cada uno de estos por separado sobre las dudas que aún me quedaban. Las mandé en primer borrador cuando lo tuve listo y ellos no solo me hicieron anotaciones muy pertinentes, sino que me corrigieron datos equivocados y me dieron otros nuevos. 

  
P.  ¿Qué piensan hacer los colombianos para no llegar al siglo XXI en la misma situación en la que están hoy? 

  
R.  ¿Y cómo piensas tú que podemos pensar en el siglo XXI si todavía estamos tratando de llegar al siglo XX? Piensa que me he pasado tres años tratando de que no haya un solo dato falso en un libro, para un país en el cual ya no se sabe donde está la verdad y donde está la mentira. Qué porvenir puede quedarle a la literatura de ficción si un candidato presidencial no se da cuenta de que sus asesores sagrados reciben millones de dólares sucios para su campaña. Donde los acusadores no se toman en cuenta porque en medio de las muchas verdades que dijeron, colocaron también muchas mentiras. Donde el Presidente se constituye a su vez en acusador de sus acusadores con el argumento de que estos sí recibieron la plata, pero no la ingresaron en la campana porque se la robaron. Donde -según eso- tres de sus ministros están a las puertas de la cárcel por haber manejado un dinero que no existió y encubierto un delito que no se cometió. Donde varios de los 15 jueces que juzgan al Presidente están acusados del mismo delito que deben juzgar. Donde hay seis parlamentarios en la cárcel y más de 20 investigados, y el Procurador está preso y el Contralor General acusado de enriquecimiento ilícito. Donde el Gobierno no tiene tiempo para gobernar y el Estado está cayéndose a pedazos, y la sociedad está dividida entre los que lo creen todo y los que no creen nada, sin mucho fundamento para lo uno ni lo otro. Y donde al final los capos presos y acusados de haber dado el dinero sucio dejan sin piso al Presidente, a sus asesores, al país y a todo el mundo, porque aseguran que no dieron ni un centavo. En un país asi - qué carajo!- a los novelistas no nos queda más remedio que cambiar de oficio. [Cambio 16-Colombia Mayo 6-13 1996]

SIMPLIFICAR LA ORTOGRAFÍA

Botella al mar apara el Dios de las palabras: el discurso de García Márquez en Zacatecas que dio origen a la polémica. El Premio Nobel de Literatura intervino en la apertura del Primer Congreso Internacional de la Lengua Española y sus ideas crearon una formidable polémica que ha traspasado el mundo de los expertos y de los gramáticos y se ha ampliado a los que leen o escriben.
Entrevista concedida  por Garcia Marquez a Joaquin Estefania:
Gabo aclara , antes de partir hacia La Habana, sus puntos de vista sobre el asunto con el director de la Escuela de Periodismo Universidad Autónoma de Madrid/ EL PAÍS, Joaquín Estefanía , de la que él es profesor.

Botella al mar para el dios de las palabras
 

       A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, ademas, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.
      No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aun no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: ``Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejo escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?
  Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa. 
 En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. Y que de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
    Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años. [ Declaraciones de García Márquez para La Jornada, México, 8 de abril de 1997]
 

Entrevista concedida por García Márquez a Joaquín Estefanía
 

Joaquín Estefanía
 

      El escritor Gabriel García Márquez considera «natural» la reacción de los gramáticos, lingüistas y académicos a su discurso de Zacatecas ( Botella al mar para el dios de las palabras , EL PAÍS del pasado martes 8 de abril): «Sería absurdo que los que guardan la virginidad de la lengua estuvieran contra sí mismos. Pero la mayoría parece haber hablado sin conocer el texto completo de mi discurso, sino sólo fragmentos más o menos desfigurados en despachos de agencias. En todo caso es increíble que a la hora de la verdad hasta los más liberales sean tan conservadores». 

      Estos días hemos oído en muchas ocasiones que el escritor colombiano había pedido suprimir la gramática. Su discurso no lo dice.

      «Dije que la gramática debería simplificarse, y este verbo, según el Diccionario de la Academia, significa 'hacer más sencilla, más fácil o menos complicada una cosa'. Pasando por alto el hecho de que esa definición dice tres veces lo mismo, es muy distinto lo que dije que lo que dicen que dije. También dije que humanicemos las leyes de la gramática. Y humanizar, según el mismo diccionario, tiene dos acepciones. La primera: 'hacer a alguien o algo humano, familiar o afable'. La segunda, en pronominal: 'Ablandarse, desenojarse, hacerse benigno'. «¿Dónde está el pecado?», se pregunta.

      El siguiente punto de contestación a las palabras de García Márquez es el ortográfico. Parte del supuesto de que si a él le hiciesen un examen de gramática, le reprobarían «en toda línea».

      «Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve para nada. Sin embargo la justicia es otra: si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquellos. No hay otra manera de aprender a escribir».

      En toda la conversación, el Nobel de Literatura reivindica su papel de escritor y como tal, piensa «más en el sufrimiento de la gente que en la pureza del lenguaje».

      «Por eso dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por supuesto, a la ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la humanización general de la gramática. No dije que se elimine la letra hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad de piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún sentido, o alguna función importante, como en la conformación del sonido che, que por fortuna desapareció como letra independiente».

      Quizá el mayor escándalo se ha formado con sus propuestas respecto a las bes y las uves, y con los acentos.

      Sobre las primeras, dice: «No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que pronuncian la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que en las otras letras romances. Pero nunca dije que se eliminara una de las dos, sino que señalé el caso con la esperanza de que se busque algún remedio para otro de los más grandes tormentos de la escuela. Tampoco dije que se eliminara la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que sugerí es más difícil de hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites entre las dos para que se sepa dónde va cada una».

  En cuanto los acentos, irónico, explica.

«Creo que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre ellos: pongamos más uso de razón en los acentos escritos . Como están hoy, con perdón de los señores puristas, no tienen ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes marciales es que los estudiantes odien el idioma».

      García Márquez opina que los gramáticos y los escritores son oficios distintos. Su diferente dialéctica es la que ha generado el debate.

      «La raíz de esta falsa polémica es que somos los escritores, y no los gramáticos y lingüistas, quienes tenemos el oficio feliz de enfrentarnos y embarrarnos con el lenguaje todos los días de nuestras vidas. Somos los que sufrimos con sus camisas de fuerza y cinturones de castidad. A veces nos asfixiamos, y nos salimos por la tangente con algo que parece arbitrario, o apelamos a la sabiduría callejera».

      «Por ejemplo: he dicho en mi discurso que la palabra condoliente no existe. Existen el verbo condoler y el sustantivo doliente , que es el que recibe las condolencias . Pero los que las dan no tienen nombre. Yo lo resolví para mí en El General en su laberinto con una palabra sin inventar: condolientes . Se me ha reprochado también que en tres libros he usado la palabra átimo, que es italiana derivada del latín, pero que no pasó al castellano. Además, en mis últimos seis libros no he usado un sólo adverbio de modo terminado en mente, porque me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y originales».

      El escritor, que está de excelente humor, concluye la conversación de un modo muy expresivo.

      «El deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la historia. Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio».

      Y reitera sus palabras de Zacatecas: «Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros». 

El arte de narrar

El vanguardismo no arraigó - a diferencia de otros países latinoamericanos- en la literatura colombiana del presente siglo, pero en cambio, fue esta literatura la que alumbró en 1924 la gran novela de la selva latinoamericana: La vorágine, de José Eustasio Rivera: una obra de profundo contenido alegórico y que constituye, junto con Doña Bárbara,  del venezolano Rómulo Gallegos, y Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes, la tríada de títulos mayores de la llamada "novela de la tierra". Es preciso conceder a este regionalismo la importancia que merece,  porque es, sin duda,  uno de los elementos que confluyen en lo que más tarde se va a conocer como el boom de la novela hispanoamericana de los años sesenta y, muy particularmente, en la obra del gran novelista colombiano Gabriel García Márquez. 
     
Pero, hablar de regionalismo en la novelística del autor de Cien años de soledad sólo puede hacerse en el sentido de que se trata de una de las raíces en que se hunde el maravilloso mundo imaginario de este escritor. Porque en la obra de García Márquez, además de la novela de la tierra, se halla la impronta de Faulkner y de su  mítico condado de Yoknapatawpha, el sentido rigurosamente autónomo de las ficciones de Borges, la precisión y la absoluta economía expresiva de hemingway... y tantos otros rasgos que podrían señalarse y que, como en el resto de escritores del boom -desde Carlos Fuentes y Julio Cortázar a Mario Vargas Llosa-, hablan de la mayoría de edad de una novelística que alcanzó una difusión mundial hasta configurar uno de los fenómenos literarios de mayor relieve en las últimas décadas. 

     
Cuando en 1982 Gabriel García Márquez recibió el premio Nobel de Literatura, se hizo evidente que con él se galardonaba al más célebre de los escritores latinoamericanos de la generación del boom, pero también que se rendía homenaje al narrador que había devuelto a la novela el gozo de contar. Nunca se subrayará lo suficiente que la formidable acogida que en todo el mundo se dispensó a Cien años de soledad se produjo en un momento en el que la crítica occidental cuestionaba la misma existencia de la novela. Y no hay duda de que la mayor de las aportaciones de García Márquez ha sido la de devolver la dignidad y la autenticidad a un género literario que muchos ya daban por desaparecido. El fenómeno protagonizado por el novelista colombiano tiene mayor envergadura de lo que parece y, más que entretenerse en la supuesta palingenesia de la novela, lo que conviene hacer es resaltar la inversión que Cien años de soledad, y el conjunto de la espléndida narrativa de este autor, ha propiciado. Dicho en otras palabras: laobra de Gabriel García Márquez, de ser influida ha pasado a ser influyente en aquellas literaturas como la francesa, la inglesa y la alemana, que hasta hace bien poco ostentaban, sin duda, la primacía mundial. 

     
La explicación de por qué la vieja novela europea se ha esterilizado tendría que buscarse en el abuso de la técnica, en la falta de imaginación, en la neurótica avidez de lo más novedoso y en otras razones de fondo que llevarían muy lejos. Pero no hay duda de que la lección de García Márquez a los engolados novelistas del Viejo Continente ha consistido en no desenraizarse del mito, y por consiguiente de las realidades primordiales, y en entregarse sin prejuicios a los dictámenes de la libre y espontánea fabulación creadora. Narrar es un arte, y un arte gozoso, y sólo él depara el placer de la lectura. El vasto reconocimiento internacional de que ha sido objeto García Márquez no sólo prueba que la novela no ha muerto, sino que sigue viviendo. Y, de hecho, la novela aún sigue estando en el centro del quehacer literario. [Historia de la Literatura, RBA Editores, 1994]

 

 El coronel no tiene quien le escriba

El coronel... volvió a abrirse paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y salió a la calle con el gallo bajo el brazo. 

      Todo el pueblo -la gente de abajo- salió a verlo pasar seguido por los niños de la escuela. Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan largo el camino de su casa.

      No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde -otro viernes sin carta- la gente había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados, abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos. 

     Cruzó por la calle paralela al río, y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el interior de una tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los desperdicios de la ovación de la gallera. 

      En la puerta se dirigió a los niños. 

      -Todos para su casa -dijo-. Al que entre lo saco a correazos. 
      Puso la tranca y se dirigió directamente a  la cocina. Su mujer salió asfixiándose del dormitorio.
      -Se lo llevaron a la fuerza -gritó-. Les dije que el gallo no saldría de esta casa mientras yo estuviera viva.
      El coronel amarró el gallo al soporte de la hornilla. Cambió el agua al tarro, perseguido por la voz frenética de la mujer.
      -Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres -dijo-. Dijeron que el gallo no era nuestro, sino de todo el pueblo. 
      Sólo cuando terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su mujer. Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión. 
      -Hicieron bien -dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó, con una especie de insondable dulzura-: El gallo no se vende. 
      Ella lo siguío hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible, como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un rollo de billetes, lo juntó al que tenía en lo bolsillos, contó el total y lo guardó en el ropero. 

      -Ahí hay veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas -dijo-. El resto se le paga cuando venga la pensión. 
      -Y si no viene... -preguntó la mujer.
      -Vendrá. 
      -Pero si no viene...
      -Pues entonces no se le paga. 
      Encontró los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de cartón, limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su esposa el domingo en la noche. Ella no se movió.
      -Los zapatos se devuelven -dijo el coronel-. Son trece pesos más para mi compadre. 
      -No los reciben -dijo ella.
      Tienen que recibirlos -replicó el coronel-. Sólo me los he puesto dos veces. 
      -Los turcos no entienden de esas cosas -dijo la mujer.
      -Tienen que entender.
      -Y si no entienden...
      -Pues entonces que no entiendan. 

      Se acostaron sin comer. El coronel esperó a que su mujer terminara el rosario para apagar la lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura cinematográfica, y casi en seguida -tres horas después- el toque de queda. La pedregosa respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la madrugada. El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz reposada, conciliatoria. 

      -Estás despierto. 
      -Sí. 
      -Trata de entrar en razón -dijo la mujer-. Habla mañana con mi compadre Sabas. 
       -No viene hasta el lunes. 
      -Mejor -dijo la mujer-. Así tendrás tres días para recapacitar. 
      -No hay nada que recapacitar -dijo el coronel. 

      El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos, todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta. Trató de cambiar de posición en la hamaca. 

      -Estás desvelado -dijo la mujer. 
      -Sí. 
      Ella pensó un momento. 
      -No estamos en condiciones de hacer esto -dijo-. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos pesos juntos. 
      -Ya falta poco para que venga la pensión -dijo el coronel-. 
      -Estás diciendo lo mismo desde hace quince años. 
      -Por eso -dijo el coronel-. Ya no puede demorar mucho más. 
      Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no había transcurrido. 
      -Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca -dijo la mujer.
      -Llegará. 
      -Y si no llega...

      Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos. Cuando despertó, ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su esposa para desayunar. 
Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa y encontró a su mujer remendando entre las begonias. 

      -Es hora del almuerzo -dijo. 
      -No hay almuerzo -dijo la mujer. 

      Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor, la mesa estaba servida.

      En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima. 

      Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios, se secó los párpados con la manga y siguió almorzando. 

      -Eres un desconsiderado -dijo. 
      El coronel no habló. 
      -Eres caprichoso, terco y desconsiderado -repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero en seguida rectificó supersticiosamente la posición-. Toda una vida comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo. 
      -Es distinto -dijo el coronel.
      -Es lo mismo -replicó la mujer-. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad, sino una agonía. 
       El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar. 
      -Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo en seguida -dijo-. Pero si no, no.

      Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido. 

      Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.

      -No quiero morirme en tinieblas -dijo.

      El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo. pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer. 

      -Es la misma historia de siempre -comeñzó ella un momento después-. Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años. 
      El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente, implacable. 
      -Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar.
      -El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento. 
      -También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y tú estás muerto de hambre, completamente solo. 
      -No estoy solo -dijo el coronel. 

      Trató de explicar algo, pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la madrugada. 

      Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida. La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando. 

      -Vamos a hacer una cosa -la interrumpió el coronel. 
      -Lo único que se puede hacer es vender el gallo -dijo la mujer. 
      -También se puede vender el reloj. 
      -No lo compran. 

      -Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos. 
      -No te los da.
      -Entonces se vende el cuadro.

      Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales.

       -No lo compran -dijo. 
      -Ya veremos -dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz-. Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa. 

      Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el hombro. 

      -Contéstame.

      El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez. 

      -Qué se puede hacer si no se puede vender nada -repitió la mujer. 
      -Entonces ya será veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
       -Si el gallo gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder. 
      -Es un gallo que no puede perder. 
      -Pero supónte que pierda.
      -Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso -dijo el coronel. 
      La mujer se desesperó. 
      -Y mientras tanto qué comemos -preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía-. Dime, qué comemos.

      El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:

      -Mierda.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: 71 AÑOS DE LITERATURA Y COMPROMISO POLÍTICO

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, ...". (Cien años de soledad)
"Lo peor que le puede suceder a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, o en un continente que no está acostumbrado a tener escritores de éxito, es publicar una novela que se venda como salchichas. Ese es mi caso. Me he negado a convertirme en un espectáculo, detesto la televisión, los congresos literarios, las conferencias y la vida intelectual".

"Soy uno de los seres más solitarios que conozco, y de los más tristes, aunque resulte increíble... La gente del Caribe es muy así aunque tienen fama de todo lo contrario, de gregarios, de pachangueros, de fiesteros, pero tú los ves en plena fiesta y están con unos ojos de melancolía...".
"Escribo para que me quieran más mis amigos".
"Dicen que soy un mafioso, porque mi sentido de la amistad es tal que resulta un poco el de los gánsteres: por un lado mis amigos y por el otro el resto del mundo, con el cual tengo muy poco contacto". 
"¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella; morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar ni que, al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?".
"Es muy difícil encontrar en mis novelas algo que no tenga un anclaje en la realidad".

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