Es difícil trazar una frontera rotunda entre la pintura surrealista y la metafísica. Incluso etimológicamente hay entre estos dos términos -surrealismo y metafísicauna correspondencia franca cuando no una equivalencia sustantiva Si lo metafísico remite al afán de trascender lo dado, lo obvio, lo convencional; lo surrealista alienta esa misma ruptura con las apariencias privilegiando un semblante de lo real del que el sentido común reniega y que, sin embargo, tanto tiene para decimos acerca de nuestras verdades últimas.En la pintura argentina es Juan Batlle Planas (1911-1966) quien se halla en el centro de ambas tendencias. En él convergen y de él emanan las fuerzas éticas y estéticas que caracterizan y vinculan ambos movimientos. Aun así, es conveniente no caer en la tentación de una homologación lisa y llana entre pintura surrealista y metafísica. Hay en la primera un vuelco decidido hacia lo fantástico; la disolución del límite entre la vigilia y el sueño se consuma, en el surrealismo, poco menos que festivamente. Hay en él una voluntaria búsqueda de lo sobrenatural caracterizado como plenamente accesible al trabajo creador. En la pintura metafísica, en cambio, las cosas -me parece- no acurren exactamente así. Fiel a su objetivo, la pintura metafísica enfatiza la zona de encuentro (y desencuentro) entre lo ordinario y lo extraordinario; le importa subrayar la tensión entre los opuestos, prefiriendo, por eso, la sugerencia de una insinuación a la alegoría frontal.Mientras el surrealismo ejerce un abierto apostolado de la imaginación, la sensibilidad metafísica, en la plástica, se deja cautivar por la imposibilidad de permanecer donde se está. Se trata, como se advierte, de una cuestión de acentos. La pintura metafísica ya no está ganada por la exaltación triunfalista del surrealismo, pero de éste proviene, como un amplio brazo de mar resulta de la inmensidad oceánica.Si el origen de la metafísica arraiga, como quiere Aristóteles, en la emoción del asombro, puede decirse que la pintura metafísica es un muestrario de perplejidades. Todo lo apuesta al efecto de verdad que genera lo inconcebible, lo anómalo, lo infrecuente, cuando roza con su aliento perturbador la vida cotidiana. Produce con ello un efecto de verdad paradójico, pues lo inmediato y usual gana de este modo un relieve que no te concedíamos, y lo que parecía lejano, una proximidad perturbadora.Los primeros pintores francamente metafísicos surgen en la Argentina a fines de los años treinta para ir ganando proyección en las tres décadas siguientes. Como era de esperarse, entre ellos sobresalen algunos discípulos de batlle Planas, como Roberto Aizenberg. A su nombre hay que añadir otros igualmente protagonicos a lo largo de esos años: Horacio March, Onofrio Pacenza, Aida Carballo, Noé Nojechowiz y Zdravko Ducmelic.La pintura metafísica puede ponderarse como una advertencia orientada hacia el resguardo tanto de lo natural como de lo sobrenatural. Lo natural, en ella, queda a salvo de los riesgos que te imponen los abusos del sentido común o aun de la indiferencia. Lo sobrenatural, a su vez, queda a salvo del triunfalismo abusivo de la imaginación que no reconoce límites para su capacidad de representación.Sin quitarle su esencial relieve al color, digamos que en las telas metafísicas es principalmente sobre la forma donde rocae el acento metafísico. Lo velado irrumpe en ellas ganando extraordinaria sugestión como enigma que interroga al hombre. A esto hay que añadir que, al igual que en la narrativa kafkiana o en la dramaturgia de lonesco, en la pintura metafísica el hombre parece estar amenazado por un retorno a la animalidad o a un primitivismo que ya no sólo lo acosa sino que también lo invade.En la pintura surrealista no hay temor. Sí lo hay en la metafísica. Temor que se convierte en angustia. Lo pesadillesco es, en esta última, un presentimiento de agonía espiritual que el surrealismo nunca hubiera-reconocido como propio y que puede ser visto como una premonición tanto como un lamento. Lo bestial, lo maquinal, la sobreabundancia de objetos que se acumulan, lo inservible, al igual que los grandes espacios abiertos en los que nada viviente parece insinuarse, aspiran quizá a la denuncia de una racionalidad moralmente hueca y a la exhibición de los frutos penosos de una tecnocracia que todo lo quiere sujeto a su voluntad. El auge del objeto sobre una interioridad que ha perdido confianza en su consistencia y en su valor, así como la crisis de lo íntimo y privado, alcanzan, en la plástica metafísica, una indudable actualidad. Este universo de residuos y saldos, de segmentos y entrecruzamientos en los que el azar y la indiscriminación se imponen, no deja de acusar su raíz barroca y de expresar una nostalgia por el lirismo que acaso nadie, entre nosotros, logró plasmar con mayor maestría que Juan Batlle Planas.El riesgo de saberse vivo, el temblor de la conciencia ante su propio misterio, se palpan en la pintura metafísica. Se diría que el rigor del trabajo, la honda reflexión que evidencian sus elaboraciones, desmienten, en parte, el sobresalto que su atmósfera acusa. Oscilando siempre entre lo real y lo imaginario, entre lo apacible y lo inquietante, la pintura metafísica busca sin cesar el borde, el límite tenue pero decisivo, la instancia donde lo específico se desdibuja y la insinuación gana lugar.
El PAISAJE INTERIOR
por Juan Forn
¿Cómo volcar en un cuadro el paisaje interior? Ésa parece ser la pregunta del
día a mediados de los años veinte argentinos. Los caminos elegidos para
contestarla son bien disímiles, en estilos y en resultados. Onofrio Pacenza,
por ejemplo, distinguido a los diecinueve años con un premio estímulo en el
Salón Nacional de 1923, por "ver y transmitir la ciudad como un sueño", es
menos de un año después un joven viejo, cuando la calle Florida es invadida
por los vientos de renovación que traen la primera muestra de Pettoruti y la
primera referencia al surrealismo en la revista Martín Fierro, donde Girondo,
Cordova Iturburu y Curatella Manes anuncian el advenimiento de "una nueva
sensibilidad que nos descubre panoramas insospechados y nuevos medios y formas
de expresión". Para no mencionar que, ya desde 1917, Xul Solar venía pintando
como pintaba (pero es cierto que Xul es en sí mismo una suerte de movimiento,
y casi podría decirse movimientos, en plural). Los efectos del surrealismo, en
cambio, cunden rápidamente en Buenos Aires: en 1928, el poeta Aldo Pellegrini
publica el primer número de la revista Qué, predicando el "desorden de los
sentidos" y en 1932 Berní exhibe sus cuadros surrealistas pintados en París.
Aun así, Pacenza y Horacio March (un autodidacta nacido en Quilmes en 1899
que, curiosamente, después sería profesor en las dos escuelas canónicas de
bellas artes: la Pueyrredón y la Be1grano) insistirán, a lo largo de las
siguientes décadas, en su exaltación de los umbrales de la realidad a través
de paisajes "metafísicos" de diversos rincones de Buenos Aires, a la manera de
los italianos Carrá y De Chirico, ofreciendo una suerte de lírica y
melancólica resistencia "al ambiente de incertidumbres de nuestro tiempo"
(según palabras de March).
Juan Miguel Luis Batlle Planas no es pintor cuando se topa con ese "ambiente
de incertidumbres" y reacciona a su manera. Nacido en 1911 en Cataluña y
llegado al país dos años después, abraza casi como una religión el automatismo
predicado por los surrealistas. En el taller de grabado de su tío José Planas
Casas realiza sus primeras experiencias en collage a partir de 1928. En
paralelo a sus experimentos con el automatismo, comienza a estudiar la teoría
psicoanalítica de Freud y en 1932 pinta sus primeros óleos, que procede a
destruir (recordemos: el mismo año Berni exponía sus cuadros surrealistas). En
1936 cree que por fin ha llegado a algo con sus Radiografías paranoicas Cuando
realiza su primera muestra individual en el Teatro del Pueblo, tres años
después, la respuesta de público y crítica lo estimula a retomar el óleo
además de la témpera. En 1944 exhibe unas telas, fechadas a
partir de 1940, que ofrecen "encuadres a un mundo no mirado", con un sugestivo
tratamiento cromático ("el color es tiempo desintegrándose", diría de ellas
Guillermo Whitelow). La crítica no parece ponerse muy de acuerdo a la hora de
definir su pintura: "neorromántico", dice Aldo Pellegrini; "humanismo
surrealista", dice García Martínez (aludiendo a la expresión de Ferdinand
Alquié), «geometría mística", dice julio Payró. Batle Planas, por su parte, le
habla a Payró de irracionalidad frenada" y poco después entra en crisis: deja
la pintura, cree que para siempre. Se sumerge en las tesis de Wilhelm Reich
Cree ver en la teoría de los orgones puntos de contacto con los conceptos de
energía de los yoguis tibetanos y procede a retornar a la pintura con una
técnica de su invención: localizar en la tela en blanco puntos iniciales (o
"fuentes de energía'% que va uniendo con trazos hasta que aparece una figura.
"Somos una materia premonitoria de nuestros propios acontecimientos", dice con
su proverbial exuberancia y explica a los incautos oídos porteños que el
automatismo, más que una mera téc, nica, es un auténtico "proceso de
cristalización de la energía del se?. Por entonces abre su taller a la
enseñanza y exhibe sus trabajos sobre ritmos energéticos. Éste es el Batlle
Planas que conoce Roberto Aizenberg en una muestra en la Galería Peuser y por
el cual deja el taller de Berni (adonde había recalado sólo tres meses antes)
para convertirse en alumno de Batlle: "Nada nunca me había deslumbrado tanto,
fue el hallazgo de la tierra prometida".
Aizenberg tenía entonces veintidós años (Había nacido en 1928 en la colonia de
emigrados rusos de Entre Ríos) y, si bien dibujaba febrilmente desde la
adolescencia, sólo comenzó a pintar bajo la influencia de Batlle, en el 52.
Sin embargo, ya en 1954, cuando se presenta en Wilensky una muestra colectiva
de los integrantes del taller de Batlle la obra que más se destaca es un
extraordinario «paisaje" del principiante Aizenberg, titulado Incendio del
Colegio Jasídico de la ciudad de Minsk. En 1958 hace su primera muestra
individual en Galatea y sólo cuatro años después, a los treinta y cuatro, ya
vive de lo que produce (si bien, por su obsesivo método de trabajo, nunca hizo
más de seis óleos al año).
Sobrenaturalmente dotado para el dibujo y dueño de una técnica asombrosa para
pintar, Aizenberg se sirvió del automatismo predicado por Batlle de una manera
muy personal: sólo apelaba a él en la primera etapa de cada trabajo, cuando
"traía" del fondo de su mente "el material en bruto, sin preocupación estética
o moral A continuación, llegaba el turno del reconocimiento racional" (en
donde operaban a la vez la inteligencia y el gusto, según sus propias
palabras) y los interminables ajustes: sólo luego de incansables bocetos
Aizenberg encaraba el traslado al lenguaje definitivo (dibujo u óleo al
principio, luego escultura también). "Es una búsqueda constante entre lo que
veo interiormente y lo que ya traje afuera. Recién cuando no hay desnivel
entre el adentro y el afuera, el trabajo está terminado".
Los ecos de Aizenberg, especialmente de su obra anterior al infarto de 1975 y
el exilio en 1976, son tan penetrantes que parecen abarcar y redefinir la obra
de artistas que tuvieron poco que ver con él, como Noé Nojechowiz (nacido en
Polonia en 1929 y llegado a la Argentina en 1933, otro discípulo de Batlle
Planas que salió a buscar su lenguaje propio, sólo que Aizenberg parecía
llegar siempre antes, y mejor) o el croata Zdravko Ducrnelic (llegado a la
Argentina ya formado en su país natal y en Roma, cuyas imágenes hieráticas y
paisajes minerales tuvieron un demorado y más bien breve reconocimiento entre
1979 y 1985). En cuanto a la influencia de Batlle sobre Aizenberg, Miguel
Briante la explicaba con una anécdota: uno de los alumnos del taller le
preguntó a Batlle Planas cómo hacer a pulso que una línea saliera derecha.
Tensando todo el tiempo que debe ser derecha", le contestó. Ésa es, según
Briante, la gran lección que capitaliza Aizenberg de aquel período formativo.
En ese sentido, es poderosamente sugestivo el contrapunto que ofrecen los
perfiles de Batlle y Aizenberg. Dejando de lado las diferencias de carácter
(uno de personalidad arrolladora, el otro de un fatalismo introvertido) y que
uno y otro murieran, como se suele decir, prematuramente (Batlle a los 55;
Aizenberg a los 67), llama la atención el destino antitético de la obra de uno
y otro, vistas a la distancia. La de Batlle fue poderosamente expresiva para
su época (basta citar las dos retrospectivas que mereció, una en 1949 en el
Instituto de Arte Moderno y otra en 1959 en el Museo Nacional de Bellas Artes,
además de la obtención del consagratorio Premio Palanza seis años antes de su
muerte en 1966), pero el paso de los años parece haberla despojado
progresivamente de esa elocuencia, al punto que hoy es algo así como una
conmovedora nota al pie de una titánica búsqueda existencial (además de
realizar 98 muestras individuales y participar en 600 colectivas, Batlle pintó
27 murales, hizo un sinfín de decorados y escenografías y hasta inventó un
test basado en las reacciones a los elementos geométricos).
La obra de Aizenberg, en cambio (que mereció su primera retrospectiva en el Di
Tella en 1969 e iba a recibir una segunda, que nunca se concretó, en el Museo
Nacional de Bellas Artes en 1997), se amplifica día a día en sus matices, como
si el paso del tiempo continuara por sí solo ese incesante trabajo de pulido a
que la sometió su autor. Basta ver cualquiera de las figuras humanas de sus
dibujos ("hechas" solamente de su vestimenta o sus cavidades, como si el aire
que sopla a través de ellas les diera forma) para sentir que existen desde
siempre, y para siempre. ¿Y quiénes sino ellas podrían habitar las
construcciones y los paisajes tan ominosos como atemporalmente perfectos de
los óleos y esculturas de Aizenberg?No es casualidad que la mejor definición
de lo que despierta en el espectador ese mundo que nos muestra Aizenberg no
haya venido de un poeta surrealista (con la exuberancia y ocasional gratuidad
verbal que los caracteriza) sino de un "concreto" como Alberto Girri, quien
escribió: "No exclusivo acontecer visual / porque la mirada también acarrea
piel oídos nariz y lengua y prosigue fulmínea hacia el cerebro / llegando por
esas estaciones al pecho".
Un camino inverso, pero con los mismos efectos, parecen producir los grabados
y dibujos de Aída Carballo, ese inventario de lo imaginable en donde "es
imposible separar la crónica de la introspección", tal como dijo Elba Pérez.
Nacida en Buenos Aires en 1916 (hija de un ingeniero y diputado socialista y
huérfana de madre desde los cuatro años), Carballo comenzó a grabar hacia 1945
en el taller de Alfredo Guido. La obra de Cranach y ciertos perfiles hechos
por Da Vinci la obsesionan tanto como el humor corrosivo de Hogarth y Daumier,
mientras estudia en la Pueyrredón. Pero es un trance desgarrador en su vida el
que la lleva a encontrar su lenguaje artístico: en 1962, quebrada anímicamente
por la muerte de su padre y un desengaño amoroso, sale un día a caminar por la
calle Corrientes y se pierde. Internada en el Ramos Mejia primero y en el
Moyano después, con diagnóstico de amnesia nominal, delirio polimorfo y
alucinaciones auditivas, Carballo explicará así esos años: "No acepto que
nadie diga que descendí a los infiernos. Simplemente conocí otra ciudad, la de
los locos, que es apenas un arrabal del infierno". En 1963 transforma en
grabados algunos de los muchos bocetos realizados durante su internación y
exhibe su serie Los locos (elegida la mejor de la temporada por la Asociación
de Críticos de Arte). Dos años después es el turno de los "raros" del otro
lado del muro del hospicio: Los amantes. A la que sigue, en 1967, la serie de
Los levitantes. En 1968, su desopilante serie Los colectivos ("dedicada
tiernamente a todos los pasajeros del colectivo menos el conductor") tuvo tal
impacto popular que la Asociación de Colectiveros le dio un pase libre
honorífico para usar en las 96 líneas que recorrían la Capital Federal. Más
agridulce fue, para ella, la obtención del merecido Premio Facio Hebequer de
la Academia de Bellas Artes en el oscuro año de 1977. En cada una de sus
series de grabados, Carballo encuentra un hipnótico punto de inflexión entre
el tormento y la alegría, la ironía y la crueldad, sin caer nunca en el
facilismo sentimental. Los autorretratos que incluyó en sus muestras a lo
largo de los años demuestran por sí solos la mirada a la que sometía la
materia que elegía retratar, en especial el Autorretrato con autobiografía (de
1973). Poco antes de dejarse morir, en 1985, resumió con perfecta simplicidad
el secreto de su arte: me gusta herir el papel
SURREALISMO Y CORRIENTES METAFÍSICAS EN
LA ARGENTINA
por Patricia M. Artundo
A través de la exposición antológica Surrealismo en la Argentina presentada en
1967 en el Instituto Torcuato Di Tella Aldo Pellegrini buscaba dar cuenta de
aquellas expresiones que dentro y fuera de la ortodoxia del surrealismo habían
tenido lugar en nuestro país. De esta manera, y tratando de establecer una
secuencia histórica, marcaba su inicio con la obra de Xul Solar para llegar a
incorporar a los pop y neofigurativos tomando en su guión curatorial los
parámetros seguidos en el contexto internacional.
Sin lugar a dudas, lo que el crítico buscaba era el mostrar tanto la
importancia del surrealismo en un momento en que el radicalismo vanguardista
de los sesenta parecía opacar su presencia, como establecer quiénes debían ser
considerados dentro de él, diferenciando a aquellos artistas cuyas obras
tenían por único contacto el empleo de elementos "insólitos" o aquellos otros
que podían ser encuadrados en el denominado surrealismo "tibio". Pellegrini se
sentía con el derecho a establecer esas y otras distinciones en tanto él había
sido uno de los responsables de Qué (1928-1930), revista a partir de la cual
los postulados del surrealismo francés habían sido introducidos en nuestra
poesía, en un momento en que parecía tocar a su fin el movimiento vanguardista
que había movilizado el campo cultural desde comienzos de la década pero que
había ignorado las propuestas de los franceses.
Sin embargo, la experiencia de Qué careció de proyección inmediata y la
primera manifestación pública en el campo de las artes plásticas la constituyó
la exposición de Antonio Berni en 1932, en la que presentó un conjunto de
pinturas, collages y fotomontajes de directa filiación surrealista. Por otra
parte, desde mediados de los años treinta, Juan Batlle Planas asumió para sí
dicha poética investigando el automatismo psíquico lo que, sumado a sus
estudios relativos al psicoanálisis y a la filosofía Zen te permitió alcanzar
la visión personal que se revela en sus collages y en la serie Radiografías
paranoicas.
Los escritores y artistas nucleados en el Grupo Orión, activo a partir de
fines de esa misma década, fueron objetados en su momento por la crítica de
arte asimilados luego al "neorromanticismo". Sus integrantes -entre
ellos Ernesto B. Rodríguez, Leopardo Presas, Ideal Sánchez, Vicente Forte
Luis Barragán, Juan Fuentes- bucearon en su propia interioridad y reclamaron
para sí el dere cho a romper los límites impuestos por la razón, concretando
en sus obras una "vision intuitiva"
La crisis politica social que vivio el pais en los años treinta y que llevo consigo el empobrecimiento de las clases trabajadoras cobra cuerpo en esta obra .La madre y su niño son testigos de una marcha donde el grito de los manifestantes choca con la atmosfera de silencio que domina el espacio definido en el estrecho nargen de una calle
Pacenza fija en la Tela un espacio que desaparecio fre nte al proceso de la modernizacion urbana ,su pintura se inserta en la linea de aquellas obras que desde principios del siglo XX ejercieron una mirada critica ante ese proceso y buscaron recuperar los espacios perdidos
El personaje en primer plano con sus ojos cerrados y su gesto apacible nos introduce en un espacio abierto y luminoso apenas entrevisto entre dos volumenes arquitectonicos.Estos cubren casi toda la superficie pictorica y operan como pantallas monumentales que es preciso atravesar para acceder a ese otro mundo donde reina la naturaleza
El padre y el niño
aparecen asomados
a la inmensidad de
un paisaje cuya escala los minimiza
y los vuelve casi imperceptibles
:claramente dividido en dos bandas horizontales el
cielo y la tierra
ocupan en el casi
toda la totalidad del plano y la tierra
igual que en ciudad
engalanada saca a la
superficie sus
extractos infe
riores
con una directa referencia
a death of a salesman de Arthur miller carballo obliga al
espectador a rali-
zar una operacion que le permita dicernir entre los
diferentes niveles de su percepcion y
comprender que es la muñeca la que
reintegra en su figura la unidad
del cuerpo fragmentado y relajado del hombre
la mujer mariposa
aerea y ductil descubre ante nuestros ojos una escena en la que conviven la
representacion objetiva de un espacio concebido en perspectivas es en el donde
tienen lugar juegos y encuentros amorosos entre los personajes insertos en una
atmosfera en la que asumen par si la libertad de la creacion
Extrañas arquitecturas que emiten a distintas epocas pasadas y futuras ocupan la linea del horizonte de esa pintura y definen un perfil quebrado,de esa franja intermedia se desprende una fuerte luminosidad que contrasta con la progresiva oscuiridad de los estractos inferiores
En un espacio y en un tiempo indefinido se ubica la figura de un jovenque parece desprenderse de la misma arquitectura,su boca entreabierta y su mano sosteniendo una cuerda de la que estan suspendidos cuerpos geometricos primarios indican la transmision de un mensaje primigenio
A pesar de los escasos
elementos con que esta construido ciertas características dotan a esta pequeño
óleo de un carácter monumental en un espacio neutro, solo atravesado por el
dibujo de formas geométricas planas se inserta el torso retrato de una joven
cuya figura se destaca por la pureza de su contorno
la ciudad como tema de indagación interior ocupa un lugar central en la obra de Aizenberg
En esta tempera cobra vida
un tema de la pintura del renacimiento,el tribunal de pintores que lejos del
conocimiento ordenado del mundo se enfrenta a una naturaleza que sigue sus
propias leyes
EXPRESIONES METAFISICAS