EDUARDO MIGNOGNA

por: EDUARDO MIGNOGNA

"POCAS PALABRAS LE ALCANZAN PARA ESCRIBIR UNA HISTORIA INUSUALMENTE BELLA
"NARRA ANECDOTAS DIGNAS DE SER CONTADAS, EN UN TONO DULCE Y PAUSADO."

EDUARDO MIGNONA

 

Mi partida de Argentina se produjo en marzo de 1976, dos meses después de haber ga­nado en tuba el pre­mio Casa de las Américas, con Cuatro casas. Me fui porque comprendí que sí no lo hacía mi vida no valía nada. Una nota aparecida en el diario La Opinión y los ecos de dicha nota y del premio desataron un acoso severo: me vigilaban, me amenazaban. Tuve que cambiar de casas y por fin me fueron a buscar dos veces: primero unos civiles, después esos mismos civiles al frente de una banda parapolicial. las dos veces me salvé por un pelo. Sin embargo me fui por Ezeiza, en legalidad, y por ese aeropuerto regresé en 1981. La lista en la‑que los militares me tenían apuntado no debía ser ofi­cial. Recuerdo que el día de la Partida, yo llevaba un reloj pulsera con una alarma que puse para que sonara quince minutos después de que el avión  decolara. Me di­vertía la macabra sensación de no prever dónde iba a sorprenderme esa alarma. Las viejas noticias de la represión, remitían a interrogatorios a punta de picana, subma­rinos y huesos rotos. Ninguno preveía los cursos de sofisticada crueldad que algunos oficiales de la Armada tornaban en aquel instante en west  Point. Yo acababa de ga­nar dos premios literarios de la Casa de las Américas, con Juan Carlos Onetti y Juan José Manauta entre los jurados; el otro, Con Lestania, uno de los dieciocho relatos de Cuatro casas, en un concurso para cuentos policiales organizado por la revísta Siete días y Air France, cuyo premio era un par de pasajes y diez días en París. 
El primero fue el inicio de la cuenta regresiva de mi partida. Tuve la mala idea de ir a recibir el premio a la embajada cubana y esa misma tarde allanaron mí estudio y se llevaron papeles, libros y una copia de la película Shunko que Lautaro Murúa quiso poner a salvo tras, un par de bombas incendíarias que estallaron en su casa de La Plata. El segundo concurso me proporcionó el salvoconducto para escapar. El jurado estaba integrado por Borges, Roa Bastos y Denevi y resulté uno de los ganadores junto a Flo, Goligorsky, Piglia y De Benedetto, que nunca llegó a viajar porque lo metieron preso en Mendoza por escribir un artículo sobre la represión y negar‑ se a revelar las fuentes. Yo, por mi parte, sólo utílicé el pasaje de ida. De París fui a Madrid, Sitges y Mílán, donde viví una vida de inmigrante, tal cómo cien años atrás . lo hicieron mis abuelos abruzzeses. Ellos viajaron peri el fare da América. Yo por haber irritado a los servicios de inteligencia argentinos con un premio en una isla maldita, algunas publicaciones en la revista Crisis, aparecer en la letra M de personas indeseables para las Tres A y la junta Militar, y ciertas complicidades no tan literarias. En tanto, en Buenos Aires, el libro que había organizado el desconcierto comenzaba su largo camino hacia la nada. Mi entras la edición cubana de Casa de las Américas rebotaba en las fronteras argentinas como material subversivo, la edición s Argentina de Losada, propuesta por Jorge . Lafforgue, no saldría jamás del depósito  del imprentero por estrictas cuestiones de s autocensura que referían al origen cubano a del premio. De aquellos cinco mil ejemplares de Losada cuyas tapas había ilustrado Baldessari  yo sólo pude tener entre mis s manos el único ejemplar que me llegó a 1 Madrid a través de Leopoldo Torre Nilsson, quien adaptó para el cine el relato titulado Potocki, al que puso el nombre de y Galope Nocturno. Años después, muerto 1 Torre Ni1sson, su mujer, Beatriz Guido, ‑ me invitó a tomar un vermouth en su casa .Y, con lágrimas en los ojos, me devolvió aquella entrañable adaptación .en la que a ella había colaborado. No obstante, en Bar1celona, y a través de la mediación de Onettí y de la recomendación de julio Cortázar, ‑ que en su momento había leído la versión a cubana, se realizó una edición acotada en ‑ la sección Rotativa de Plaza y Janés, en el a año 1979, de venta en los quioscos a cien o pesetas. Fue el canto del cisne de esa editorial que, poco tiempo después, antes de desaparecer fusionada tuvo la delicadeza de devolverme los derechos. Todo esto ocurría en la Europa del exilio donde tanto trabajo me costó conseguir trabajo. Soy tímido y orgulloso, fallas que tienen un duro precio a la hora de pedir ayuda y que, implacablemente, hacen conocer el amargo sabor de no encontrar un empleo que te permita mantener a tu familia. Cuando ahora, en la Argentina de Menen y de la Alianza, oigo hablar de hombres que se arrojan por las ventanas, desesperados por la desocupación, no puedo dejar de evocar mi padecimiento de aquellos años. De todas formas, menos un período inquietante y doloroso en Sitges, siempre trabajé. Lo hago desde los trece años, ininterrumpidamente. Entre Madrid, Cataluña y Milán escribí guiones para películas de clase B, avisos comerciales y algunos capítulos para una miniserie española llamada Curro Giménez. Adapté cuentos a historieta para Corriere de la Sera y para una colección de libros infantiles de Feltrinelli (pobrecitos Pushkin, Stevenson y Melvílle, pobrecito Bierce, pobrecito Babel; nunca me animé a releer aquella adaptaciones que firmaba con seudónimos). Eran tiempos difíciles y todos a la vez nos golpeábamos las cabezas buscando trabajo en el mismo hoyo: periodismo, publicidad, cine. Íbamos de cita en cita, de antesala en antesala, simulando no vernos ni conocernos. La necesidad de sobrevivir alentaba la ilusión de que todos teníamos los mismos derechos. Era sólo un artificio. La defensa de las pequeñas diferencias introducía una sorda hostilidad en las relaciones de quienes precisamente más parecíamos asemejarnos. Digo que no fue fácil. Pero nunca es fácil. Por lo menos para mí. Alguien dijo alguna vez que los argentinos en Europa no éramos difíciles de reconocer. En ciertos casos se trataba, sencillamente, de detectar a alguien que vistiera más a la europea que un europeo. Era imposible equivocarse. Se estaba ante uno de los nuestros. Un pur sang. En la situación opuesta estaban algunos que conocí en Madrid y que pese a llevar muchos años residiendo allí se empeñaban en seguir hablando como el malevo Muñoz. Esos, confieso, siempre me sorprendieron. No intentaban realizar el menor esfuerzo por hacerse entender. Eran los intolerantes del lenguaje: faso, boludo, tamangos, papas, asadito, iza, quía, quilombo, chabón Compitiendo‑tenazmente, con aquellos otros que, con sólo, pisar  el  aeropuerto deBarajas, se transforman en el quijote de la Mancha agiornado. Todo dicho de tú, os y vosotros: tío, chulé, cutre, gilipollas, cabrón, cachondo, follón. También he con­ cido ciertos patéticos métodos a los que al­gunos actores sudamericanos debieron apelar para poder tener acceso a un papel en el teatro o la televisión. El más curioso me pareció aquel que recomendaba su­plantar la c o la z por la f para intentar ca­muflar la pronunciación castellana. Por ejemplo, en vez de decir alacena se su­gería pronunciar alaferia, fine por cine, defenfia por decencia, esperanfa por espe­ranza, fervefa por cerveza. Sin olvidar de­cir aletismo, atlantico  y ‑fuera de toda re­gla‑ Madris por Madrid. Era un verdadero desafio y, sinceramente, desconozco los resultados. Sé que en muchos casos ins­pirábamos ternura, en otros recelo y en otros ajena mortificación. De todas estas cosas hablé con mi amigo Jorge Boccanera hace algún tiempo en un reportaje sobre el exilio y la literatura. Sobre esa bisagra que en mi vida fue y es Cuatro casas, el li­bro de relatos que, por fin, acaba de aso­marse al sol tibio que acaricia las vidrieras de las librerías. Curiosamente, en parte, esos cuentos encierran el secreto de misterios que no relatan: la premonición del en­cuentro con Graciela Aguirre, el nacimiento de Juanito y de mis otros hijos, la desaparición de amigos, el desconsuelo y la impotencia de caminar toda una mañana  entre gente extraña por no sé qué calles de Milán, mientras en Buenos Aires vela­ban a mi padre. Recuerdo el encono irra­cional que sentí hacia quienes me forza­ron a partir y a estar ausente en aquel mo­mento. La idea de culpabilidad que me, acompañó por no haber estado junto a mi padre en el final fue una herida que mantuve abierta muchos años. Siempre pensé que fallé. Que no hice lo suficiente. Que en mi lugar, él hubiera llegado a tiempo. Y tal vez, aún lo crea. De todas formas, cuando hace un año abrí la puerta de la caSa de  mi" madre y la encontré caída en el piso, con la mirada perdida en algún punto de la pared, tibia aún, y la alcé y la acosté, por última vez sobre su cama, sentí que. en realidad, yo había regresado a Buenos Aires para eso. Uno nace con la muerte de los padres en la memoria y sueña cómo va a ser, llora en esos sueños, lo vive con nitidez aterradora. Sin embargo, cuando ocurre, nada se parece al asombro de la realidad. La revelación produce otras revelaciones ­ El dolor en ausencia . que yo' sentí ante la muerte de mi padre y que creí que jamás se igualaría fue atrozmente diferente. La gota de sangre que aquella mujer engendró en mí con la información de su propia muerte estaba, por fin, delante de mi, cumpliendo el dato con la poderosa imagen de su realidad. Sólo que eran dos muertes en una; Entonces supe que había vuelto para verlos morir. Me acuerdo de que cuando en el 76 partí de Buenos Aires creyendo que era para siempre, y el avión trazó un círculo brumoso sobre la ciudad tuve la vaga sensación de que esa ciudad me amenazaba, como en el final de PERE Goriot, con volver a vernos las caras. Me llevó muchos comprender el significado de ese desafio.
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fragmento de CuatroCasas

origen de datos:clarin cultura 19 de noviembre del 2000

por: JORGELINA NUÑEZ

cualquiera puede imaginar que clase de pueblo es el que lleva por nombre Cuatrocasas. Y así como una sola palabra es suficiente para construir una representación cabal de un espacio, a Eduardo Mignogna pocas palabras le alcanzan para escribir un libro inusualmente bello en su simplicidad. Y, se sabe, lo que en literatura aparece corno simple suele ser el resultado de un trabajo harto complejo. La medida de la complejidad la dan la naturalidad con que el narrador refiere estas historias y los datos sucintos, ofrecidos como pinceladas mínimas, con que los distintos cuadros se completan
Mignogna nació en Buenos Aires, hace sesenta años. Lejos en el espacio de los decires pueblerinos que aún conservan todo su vigor en muchas regiones del interior de nuestro país, y lejos en el tiempo de las sagas familiares que forjaron pequeños feudos a su alrededor. Lo suyo es imaginación pura, que no obstante se nutre de situaciones conocidas por todos y que constituyen la condición de existencia de la mayoría de los poblados rurales de toda América latina. Es probable que ese fondo común de desigualdades e injusticias, unido a la incuestionable calidad literaria del libro, le hayan deparado al mismo tiempo la felicidad y la desdicha. La primera en ocasión de recibir el premio Casa de las América, en 1975, la segunda, porque el galardón recibido en Cuba parecía una prueba suficiente de la presunta actividad subversiva de su autor, que a partir de entonces y tras una serie de allanamientos y persecuciones se vio obligado a huir del país. Censurado antes de salir a la calle, el libro debió esperar un cuarto de siglo antes de ocupar el lugar que merecidamente le corresponde.
En el transcurso, Mignogna vivió en París, Madrid y Milán, procuró ganarse la vida como periodista, publicista o cineasta adaptó cuentos a historietas y a libros infantiles, escribió guiones para películas clase B y para la televisión. Regresó a la Argentina en 1981 y al año siguiente filmó su primera película, Evita, quien quiera oír que oiga. A partir de entonces su actividad como director cinematográfico fue ganando reconocimiento y con Sol de Otoño obtuvo importantes premios. Luego de ese período predominantemente cinematográfico, volvió a la literatura con La fuga, que ganó el premio Emecé de novela 1998/99 y que está filmando hoy.
Cuatrocasas está ubicado en un punto indefinido; cerca del mar, quien le dé la espalda alcanzará a ver la cordillera. El viento que barre sus calles imita el ulular de las corrientes de aire patagónicas, pero el sol que reseca la tierra tiene el mismo fulgor que el que destella en la Puna. Los indios fueron sus primeros habitantes, pero los inmigrantes con dinero y amigos entre los hombres que ejercen la autoridad y la fuerza se adueñaron de toda la comarca. Por el pueblo pasó el ferrocarril con su esperanza de progreso, en la misma época en que Cañón llegó para asociarse con Adelma Flores y convertir al Veinte Ninfas en un salón famoso. La nueva
prosperidad trajo hijos desconocidos: un casino, una ruta interbalnearia y hasta un hotel internacional. Pero la vieja Soria desconfiaba del recién llegado y lo mandó al Lobuno, su hijastro, a deshacer el mal. Lo que quedó de Cañón -un torso sin brazos ni piernas- fue enviado en encomienda a la capital. Con el humo del tren se desvanecieron las últimas ilusiones del pueblo. La miseria y el abandono hicieron el resto.
Fuera de las familias Santacruz y Schmidt, patrones de las dos grandes estancias que, a falta de mejores candidatos ternados  entre sí, los habitantes de Cuatrocasas tienen poco y nada para ofrecer. A Berenice, la victrolera de salón Cuatro Ninfas, Cecilio Aros le prometió doscientos cincuenta mil pajar tos, para que le cantaran al amanecer. Desgracia de pobre, a Cecilio se le reventó la alpargata y con el estampido, los pajaritos se fueron volando, arrancando árbol y todo.
La humildad y la paciencia son las mayores virtudes de los pobladores. Por divertirse un poco, Jaimito Schrnidt degolló al peón Gregorio Pérez para Nochebuena. Esa misma noche presentó su cabeza en una bandeja, provocando el asombro de sus invitados. Para no quedar como maleducado frente a la elegante concurrencia, el descogotado "silbó cuequitas, imitó el quejido del búho, dijo la tabla de multiplicar hasta donde sabía". Les deseó feliz Navidad a todos y recién entonces cerró los ojos. Al -indio jacinto Moneda cuatro soldados lo estaquearon en la playa, con el cuento de que si no se dejaba atar, un maremoto lo arrastraría. En su crueldad, los hombres le cortaron las dos orejas antes de abandonarlo. El viejo se desangró despacio, confundiendo el borbotear de su propia sangre con el ruido del mar al subir. Su nieta, Lastenia, se tomará muchos anos para vengarlo. Asesinará uno a uno a los cazadores de indios, con la sola ayuda de un perro, que le sirve para simular los suicidios de sus víctimas.
La decadencia también alcanzó a las dos familias. Algunos se volvieron locos, otros andaban aullando por las serranías, otros se dedicaron a deshonrar el apellido. Cuando el viejo Schmidt murió, los hijos mandaron embalsamarlo. Todo el pueblo hizo fila para verlo nuevamente reluciente. La Soria sentenció: "Gente rara el judío. Nacen en huevos. Los entierran en nidos, sobre árboles altísimos". Al amanecer, el finado se empezó a achicar. Quedó con vertido en una pelusa que el escribano aplastó, justo en mitad del discurso de despedida.
Las dieciocho historias o cuentos breves que componen el libro rechazan la idea de convertirse en objetos de denuncia o de remedar localismos y escenas costumbristas. Se limitan a contar anécdotas dignas de ser contadas, utilizando un tono dulce y pausado y con una economía de recursos tan bien administrada que cualquier intento de sintetizarlas fracasa.
Todo el andamiaje literario que sostiene otros libros, parece derrumbarse en Cuatrocasas para dejar paso a lo esencial: sucesos que deben ser trasmitidos antes de que sean devorados por la soledad. De allí que las nociones sintácticas suenen como algo extraño al libro: las palabras se amontonan como en un remolino, o bien desdeñan cualquier construcción para atrincherarse en un solo término, el más eficaz. La disposición tipográfica, cercana a los usos poéticos, refuerza el carácter necesario de cada palabra. Por su parte, los diminutivos ocupan un lugar preponderante. Siempre oportunos, se asoman para rematar una imagen y darle el matiz preciso: a veces indican ternura, otras desprecio, las más, subrayan la pequeñez de las
cosas, su irremediable contingencia.


origen de datos:clarin cultura 2 de abril del 2001