A 120 AÑOS DE LA MUERTE  DE CHARLES DARWIN

El H.M.S. Beagle fue botado en el río Támesis -en Londres— el 11 de mayo de 1820. Hizo tres viajes alrededor del mundo.  
 

 

Era una mañana soleada de marzo de 1835. Mientras hurgaba en el suelo pedregoso de Luján, en Mendoza, una vinchuca lo tomó desprevenido. Fue sólo una picadura, pero alcanzó para que Charles Darwin se contagiara el Mal de Chagas.

Cuando Darwin publicó El origen de las especíes —en 1859—, ardió Troya. La primera edición de la obra cumbre del naturalista inglés (1.250 ejemplares) se agotó en un día. Por un tiempo, todos los ingleses hablaron del libro. Para bien o para mal.

En agosto de 1833, Darwin escribió en su diario: “La de ayer fue la pnmera noche que pasé a cielo abierto en mi vida, con un recado como cama. Hay mucho disfrute en la vida del gaucho. En cualquier momento se apean del caballo y dicen Aquí pasaremos la noche”.

Analizando fósiles y plantas de todo el globo, Chanes Darwin concibió la idea más revolucionada del siglo XIX: la teoría de la evolución. Retrato de un científico aventurero que pasó cinco años dando la vuelta al mundo y se animó a recorrer la Argentina entre malones y guerras civiles.mo el pequeño Charles le insubordi naba la clase exhibiendo insectos, tra tó de avergonzarlo en público. «Char les Robert Darwin, estás perdiendo el tiempo con esos jueguitos”, le gritó, pronunciando el nombre completo del infractor en cuestión. La escena, una de tantas enla escuela de Shrews buiy -en la campiña inglesa— no pro dujoelefectodeseado. Elalumno dís colo tenía diez años y un espíritu in quieto imposible de doblegar. Su mamá había muerto dos años antes; su padre Robert, médico, lejos estaba de retarlo. Como su abuelo Erasrnus—biólogo autodidacta—, el joven Dar win llevaba en la sangre la pulsión por entender lo inexplicable.
Si algo no tenía el profesor ButlerPodía entretenerse con arácnidos,
pero tenía sólo una obligación: estudiar medicina. Con sólo 16 años, intentó cumplir con el mandato paterno y viajó a Escocia. Pero una vez en Edimburgo lo asquearon los procedimientos quirúrgicos; en esa época se operaba sin anestesia. ¿Conclusión? Un regreso con la cola entre las piernas, un médico menos en la familia Darwin y un castigo ejemplificador para elex hijo pródigo. Sin el comen-
timiento de Charles, su padre lo anotó en los cursos de teología de Cambridge. Sería cura o no seria nada, Pero hay tiros que salen por la culata.
Charles iba a clase casi siempre —era un alumno del montón—pero apenas
si podía contenerse para no salir corriendo en busca de los científicos de la recoleta universidad. William Fox, un entomólogo con el que compartía la pasión por los escarabajos, le abrió las puertas de un círculo misterioso: el de los biólogos. Pronto empezó a faltar a clase. Darwin se habituó a escuchar que era «el que camina con Henslow”. James Henslow, un experto en botánica, le abrió su casa y su biblioteca; a la vez supo contagiarle su amor por los misterios que plantea la
Naturaleza. Pero hizo más: enterado de que el H.M.S. Beagle —un barco de
la corona británica—se  aprestaba a iniciar su segundo viaje de estudios alrededor del mundo, escribió al Almiantazgo recomendando a Charles como naturalista de la expedición.
Robert Fitz Roy, el aristocrático capitán de la embarcación —su  predecesor, Pringle Stoke, se había suicidado en el viaje anterior— estuvo de acuer do. En una carta a sus superiores, Fitz Roy decía que Darwin era «un joven de futuro promisorio, formado en dencias naturales. Le ofrecí ser miin vitado abordo, y aceptó con dos con diciones: tener la libertad para reti rarse de la expedición cuando quisie ra, y pagar los gastos de su comida”. Darwin puso 500 libras y se embarcó, desoyendo las admoniciones de sus hermanas y su padre, quienes no en tendían “por qué un futuro clérigo quiere hacer un viaje tan peligroso”. Alas once de la mañana del 27 de di ciembre de 1831, el naturalista puso proa a la aventura de su vida. Una ho ra más tarde, estaba mareado; un día después, sufría el mal del mar y no po día ni pensar en leer el libro de geolo gía que llevaba en su valija (junto con dos pistolas: pedido de su padre).
Casi cinco años duraría el periplo del Beagle. Un lustro en el que pasó de to do. Tormentas imposibles; depresio nes del capitán; un terremoto... Vo mitando parte del tiempo o recluido en su camastro sobre la mesa de ma pas, Darwin sufría el fragor del mar. Pero cada vez que pisaban tierra fr- me, la salud volvía a su cuerpo. Recolectaba fósiles y plantas, mientras el dibujante John Gould transcribía en papel las figuras de los animales que le interesaban al naturalista. Pasó por toda América del Sur, Oceanía y par te de Africa, pero dos lugares fueron cruciales para sus investigaciones: la Argentinaylas Islas Galápagos. No hay registro de que Darwin haya tomado un mate amargo, pero sí exis te constancia de un par de noches transitadas entre payadas, tragos fuer tes en los gargueros y cigarros arma- dos. Por un momento, el inglesito docto deseó haber sido un gaucho. Su letra rezumaba sana envidia en agos to de 1833, cuando escribió en su dia rio: “la de ayer fue la primera noche que pasé a cielo abierto en mi vida, con un recado de cama. Hay mucho disfrute en la vida del gaucho. En cualquier momento se apean del caballo y dicen Aquí pasaremos la noche”. El sur: ése era el objetivo. Con ojos en la nuca —nunca se sabía por dónde lle garía el malón— Darwin y su escolta de cinco gauchos bajaron hasta Car men de Patagones, y aun más allá. Total, el Beagle estaba siendo recauchutado en Punta Alta. El 13 de agos to, el grupo conseguía asilo en un for tín a la vera del río Colorado. Un general de aspecto señorial les dio la bienvenida. “Don Juan Manuel de Rosas, para servirle”, se presentó el anfitrión. Al rato, en su choza, el es tanciero que se jactaba de poseer 300 mil cabezas de ganado escribía en su diario nueve palabras secas: “llegó al cuartel general el naturalista Mr. Car los Darvaien”. la caligrafía era mala; la ortografía, un horror. Más tarde, a la luz de una vela, Darwin describía en su diario el campamento. “Yo di ría que un ejército compuesto de gen tes con tal apariencia de forajidos y bandoleros jamás podría haberse reu nido en época alguna. Rosas tiene mucha popularidad, pero uno de sus dos bufones me confesó que no per dona a nadie”, escribía. Fueron tres noches de sueño tranquilo. No había qué temer Rosas, que acababa de de jarla gobernación de Buenos Aires, tenía 600 indios como aliados. No le resultó fácil llegar al Río de la Plata, donde se entretuvo recolectan do esqueletos de armadillos. Esperó envano una escolta que lehabían pro metido pero nuncallegó, y debió mar char leguas adivinando el acecho de los indios: en esas noches en vela, se hizo íntimo de sus guías. Un mes más tarde anduvo por Paraná, siem pre cargando su instrumental y un dolor de cabeza insoportable. Duran te buena parte del año 1834, mientras Argentina se desangraba enuna mes tabilidad con conatos de guerra civil, el Beagle buscó refugio en la lejana Pa tagonia. Darwin no podía creerlo que veía. En San Julián, se asombró con el fósil de un cuadrúpedo parecido al camello, preguntándose cómo podía comer en parajes tan yermos. EnTie rra del Fuego, al ver a los aborígenes desnudos pese al frío polar, verificó que el hombre es una de las especies que se adaptan a su hábitat.
Mayo de 1834 lo encontró cruzando el peligroso Cabo de Homos, rumbo al Pacífico. Entre una tormenta apa calípticaylos flechazos que les tribu taban los aborígenes locales, rozaron la guadaña dela Parca. Pero los expe dicionarios sobrevivieron para sertes tigos de un terremoto en Valdivia, Chile. En marzo del año siguiente, Darwin y compañía pisaban por últi ma vez suelo argentino. Una maña na soleada, mientras hurgaba en el suelo pedregoso de las aftieras de Lu ján, en Mendoza, una vinchuca lo tomó desprevenido. Apenas una pi cadura. El científico inglés se llevaba el peor souvenir local que podía cargar el Mal de Chagas en la sangre. Antes de terminar su odisea alrede dor del mundo, encontró su premio mayor en unas islitas perdidas en los mapas: las Galápagos. Perplejo ante la constatación de que cada pequeña isla era el hábitat de una variedad dis tintadetortugasy—sobretodo--depá jaros pinzones, pudo unir las piezas del rompecabezas que venia arman do en el viaje. Nacía una idea revolu cionaria, pero faltaban años para que el mundo la conociera. Finalmente, el2de octubre de 1836 el Beaglevolvióa Gran Bretaña. Darwin ya no era el mismo. El muchacho de 22 años que había subido al barco se había transformado en un científico respetado. Más tarde, cuando publi có sus observaciones zoológicas, su reputación creció más aún y llegó a ser el presidente honorario de 57 aso ciaciones científicas ene! mundo.
El Mal de Chagas lo convirtió en un ratón de biblioteca a los 50 años. Pero antes había tenido tiempo para hacer un poco de todo. En enero de 1839, apenas tres años después de caminar por la planchada del Beagle por ulti ma vez, Darwin daba el “sí, quiero”. Su futura esposa —una prima— sella maba Emma Wedgwood,y era la an títesis de los problemas de fertilidad:tuvieron diez hijos. Gracias a una generosa herencia patema, yen bus ca de algo de paz para ordenar sus ideas, en 1842 los Darwin se muda ron a Downe, un pacífico pueblito en el condado de Kent Charles armó un laboratorio y, aunque era un agnósti co fervoroso, le daba el gusto a su mu jer cada domingo de misa. En la igle sia, con la mirada perdida, pulía sus ideas heréticas hasta que los codazos de Enmia lo hacían atenizar. Quería volver a sus fósiles, a sus vitrinas ce nadas: la llave del candado parecía llamarlo desde el bolsillo del saco. Quería estar en Wobbum Abbey, el lugar recientemente sacado del olvi do histórico en el que expenmentaba con plantas de hiedra. Quería seguir escribiendo sus ideas acerca de cómo se perpetúa el milagro primigenio de la vida, lo que hizo hasta el último de sus días, el 19 de abril de 1882.
El argumento central de la teoría de la evolución darwiniana —esbozada so bre el Beagle— es la existencia de la va riabifidad hereditaria. Sus experien cias con plantas y animales lo llevaron a postular que naturalmente se dan variaciones en las especies, y que es tas pueden ayudarlas ono en la lucha por la supervivencia. Mediante un proceso de selección natural —dice Darwin—, entre todas las variantes de herencia sólo triunflíba la de los eem piares que mejor se adaptaban a los desafios de su hábitat. Luego, aquella adaptación favorable se transmitía entre generaciones.
Cuando Darwin publicó FI origen de lasespecies—en 1859-, ardióTroya. La primera edición de la obra, de 1.250 ejemplares, se agotó en un día y fue tema de conversación obligado en la Inglaterra victoriana. Amigos del na turalista como T.H. Huxley —el buli dcgde Darwin- defendieron la teoría a los gritos; muchos científicos de la época y todos los religiosos la defe nestraron con parejo apasionamien to. De a poco, ellibraco se transformó en una biblia del pensamiento cientí fico. Muchos tomaron prestados sus conceptos yotros mejoraron lateoría. Los trabajos del austríaco Gregor Mendel iluminaron aspectos que Darwin no supo explicar. Mendel sos tenía que las bases de la herencia biológica eran unos organismos mi núsculos: los genes. De allí enadelan te, se puso la lupa en el rol de la heren cia en la evolución. Pero el verdadero salto adelante llegó en 1953, criando se dedujo cómo era la estructura del ADN, el material hereditario que por talainfonnacióngenética de cada ser vivo. La biología molecular permitió investigarlas posibilidades devariabi lidad que tienen los genes de una es pecie en particular. En los últimos tiempos, gracias a las técnicas de se cuenciamiento del ADN, se investiga a nivel molecular el misterio dela evo lución. Y los biólogos reivindican a Darwin: creen que las modificaciones que surgen de generación en genera ción tienen que ver con cambios en el fondo común de genes que toda po blación posee. Así, la selección natural funcionaria a nivel genético.
Más allá de los remiendos posterio res que sufrió su teoría, algo es segu ro: Darwin tuvo una de las ideas más revolucionarias de la Historia. Como Galileo, se atrevió a desafiar a Dios, y llevando las cosas al extremo. Mu chos creyeron que sólo el demonio podía negar la tarea del Creador para sostener que el hombre desciende de los animales. Ahora, con las aguas más calmas, un grupo quiere que el 12 de febrero sea el Día Mundial de Darwin. “Con Shakespeare y New ton, es la mayor contribución britá nica al mundo”, arenga Richard Dawkins, el presidente de la organi zación que fogonea el homenaje. Puede parecer un gesto simbólico, pero para algunos es imprescindible. Lo dice con todas las letras el biólogo Steve Jones: “Al sumar a los fanáti cos religiosos, resulta que todavía hay muchos más creacionistas que evo lucionistas. Son gente que delibera damente elige la ignorancia. ¿En tienden por qué necesitamos un día de Darwin?”.

por Juan José Sanguineti*
¿Puede Dios coexistir con Darwin?

SI BIEN LA SIMPLIFICACION DE LA DOCTRINA CRISTIANA SOBRE LA CREACION DEL UNIVERSO Y DEL HOMBRE PARECERIA ESTAR EN DESACUERDO CON LAS IDEAS DEL NATURAUSTA INGLES, LA IGLESIA NO DESACREDITA LA TEORIA DE DARWIN.

¿Es problemática para la fe cristiana la teoría de la evolución? Responderé a esta pregunta con una serie de clarificaciones. La narración del Génesis sobre la creación del Uni y del hombre no fue interpretada por la tradición cristiana en un sentido literal. Fue vista como una comunicación didáctica, adaptada a la mentalidad popular y envuelta en imágenes, de una verdad de la fe: Dios es el creador del mundo y del hombre. Pero eso no significa que Dios tenga que hacer cada cosa en directo y por separado. El Creador, siguiendo un designio lleno de sabiduría, podía dar existencia a un mundo que procediera genéticamente desde estadios imperfectos a otinsmás perfectos, según leyes y mecanismos sobre los que nada dice La Biblia, pues no es ése su cometido. La creación no se opone a la evolución, así como no se opone a que nazcan nuevas personas, que sin embargo llamamos creaturas. San Agustín pensaba que Dios creó de la nada una materia informe inicial, que fue desarrollándose a lo largo del tiempo según un plan divino. Todo se podía decir creado virtualmente en ese momento, que contenía potencialmente, en sus causas y según leyes, lo que vendría más tarde. Santo Tomás estaba de acuerdo con esta interpretación. Sin embargo, a partir del siglo XIII, predominó una visión estática del Universo, y por eso se tendió a concebir la creación como un acto de Dios que, de golpe y simultáneamente, daba el ser al Universo tal como está ahora. Cuando en el siglo XIX apareció la biología evolucionista, muchos cristianos la vieron como algo opuesto a la creación. La confusión fue favorecida porque algunos científicos y filósofos vincularon la teoría evolutiva a una ideología materialista (o pensaban que la evolución excluía la creación divina). La Igíesia Católica fue muy predente al respecto. Pío XII declaré en la encíclica Humani Genens que la evolución era admisible para la fe católica si se trataba de todos los vivientes y del cuerpo humano, a la vez que señalaba, en cambio, que la parte espiritual del hombre (libertad, pensamiento) no podía surgir por pura emergencia de la materia. Juan Pablo II, en un discurso del 22 de octubre de 1996, reafirmó esta posición, añadiendo que hoy el hecho de la evolución es más creíble, aunque no existe una teoría evolutiva satisfactoria (hay muchas versiones, discutidas ya veces enfrentadas). Añadiría tan sólo que la creación divina no es obsersnble, ni inferible con los métodos científicos. Como tantas cosas importantes, se conoce por implicación metafisica, o por fe personal, como acto humano libre que responde a una Revelación divina.
* Decano de la Facultad de Filosofia de la Pontificia Universidad de la Santa Croce (Roma, Italia).

origen de datos: revista viva.3/02/2002