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Era una mañana soleada de marzo de 1835. Mientras
hurgaba en el suelo pedregoso de Luján, en Mendoza, una vinchuca lo tomó
desprevenido. Fue sólo una picadura, pero alcanzó para que Charles Darwin se
contagiara el Mal de Chagas.
Cuando Darwin publicó El origen de las especíes —en 1859—, ardió Troya.
La primera edición de la obra cumbre del naturalista inglés (1.250
ejemplares) se agotó en un día. Por un tiempo, todos los ingleses hablaron
del libro. Para bien o para mal.
En agosto de 1833, Darwin escribió en su diario: “La de ayer fue la pnmera
noche que pasé a cielo abierto en mi vida, con un recado como cama. Hay
mucho disfrute en la vida del gaucho. En cualquier momento se apean del
caballo y dicen Aquí pasaremos la noche”.
Analizando fósiles y plantas de todo el
globo, Chanes Darwin concibió la idea más revolucionada del siglo XIX: la
teoría de la evolución. Retrato de un científico aventurero que pasó cinco
años dando la vuelta al mundo y se animó a recorrer la Argentina entre
malones y guerras civiles.mo el pequeño Charles le insubordi naba la clase
exhibiendo insectos, tra tó de avergonzarlo en público. «Char les Robert
Darwin, estás perdiendo el tiempo con esos jueguitos”, le gritó,
pronunciando el nombre completo del infractor en cuestión. La escena, una de
tantas enla escuela de Shrews buiy -en la campiña inglesa— no pro
dujoelefectodeseado. Elalumno dís colo tenía diez años y un espíritu in
quieto imposible de doblegar. Su mamá había muerto dos años antes; su padre
Robert, médico, lejos estaba de retarlo. Como su abuelo Erasrnus—biólogo
autodidacta—, el joven Dar win llevaba en la sangre la pulsión por entender
lo inexplicable.
Si algo no tenía el profesor ButlerPodía entretenerse con arácnidos,
pero tenía sólo una obligación: estudiar medicina. Con sólo 16 años, intentó
cumplir con el mandato paterno y viajó a Escocia. Pero una vez en Edimburgo
lo asquearon los procedimientos quirúrgicos; en esa época se operaba sin
anestesia. ¿Conclusión? Un regreso con la cola entre las piernas, un médico
menos en la familia Darwin y un castigo ejemplificador para elex hijo
pródigo. Sin el comen-
timiento de Charles, su padre lo anotó en los cursos de teología de
Cambridge. Sería cura o no seria nada, Pero hay tiros que salen por la
culata.
Charles iba a clase casi siempre —era un alumno del montón—pero apenas
si podía contenerse para no salir corriendo en busca de los científicos de
la recoleta universidad. William Fox, un entomólogo con el que compartía la
pasión por los escarabajos, le abrió las puertas de un círculo misterioso:
el de los biólogos. Pronto empezó a faltar a clase. Darwin se habituó a
escuchar que era «el que camina con Henslow”. James Henslow, un experto en
botánica, le abrió su casa y su biblioteca; a la vez supo contagiarle su
amor por los misterios que plantea la
Naturaleza. Pero hizo más: enterado de que el H.M.S. Beagle —un barco de
la corona británica—se aprestaba a iniciar su segundo viaje de
estudios alrededor del mundo, escribió al Almiantazgo recomendando a Charles
como naturalista de la expedición.
Robert Fitz Roy, el aristocrático capitán de la embarcación —su
predecesor, Pringle Stoke, se había suicidado en el viaje anterior— estuvo
de acuer do. En una carta a sus superiores, Fitz Roy decía que Darwin era
«un joven de futuro promisorio, formado en dencias naturales. Le ofrecí ser
miin vitado abordo, y aceptó con dos con diciones: tener la libertad para
reti rarse de la expedición cuando quisie ra, y pagar los gastos de su
comida”. Darwin puso 500 libras y se embarcó, desoyendo las admoniciones de
sus hermanas y su padre, quienes no en tendían “por qué un futuro clérigo
quiere hacer un viaje tan peligroso”. Alas once de la mañana del 27 de di
ciembre de 1831, el naturalista puso proa a la aventura de su vida. Una ho
ra más tarde, estaba mareado; un día después, sufría el mal del mar y no po
día ni pensar en leer el libro de geolo gía que llevaba en su valija (junto
con dos pistolas: pedido de su padre).
Casi cinco años duraría el periplo del Beagle. Un lustro en el que pasó de
to do. Tormentas imposibles; depresio nes del capitán; un terremoto... Vo
mitando parte del tiempo o recluido en su camastro sobre la mesa de ma pas,
Darwin sufría el fragor del mar. Pero cada vez que pisaban tierra fr- me, la
salud volvía a su cuerpo. Recolectaba fósiles y plantas, mientras el
dibujante John Gould transcribía en papel las figuras de los animales que le
interesaban al naturalista. Pasó por toda América del Sur, Oceanía y par te
de Africa, pero dos lugares fueron cruciales para sus investigaciones: la
Argentinaylas Islas Galápagos. No hay registro de que Darwin haya tomado un
mate amargo, pero sí exis te constancia de un par de noches transitadas
entre payadas, tragos fuer tes en los gargueros y cigarros arma- dos. Por un
momento, el inglesito docto deseó haber sido un gaucho. Su letra rezumaba
sana envidia en agos to de 1833, cuando escribió en su dia rio: “la de ayer
fue la primera noche que pasé a cielo abierto en mi vida, con un recado de
cama. Hay mucho disfrute en la vida del gaucho. En cualquier momento se
apean del caballo y dicen Aquí pasaremos la noche”. El sur: ése era el
objetivo. Con ojos en la nuca —nunca se sabía por dónde lle garía el malón—
Darwin y su escolta de cinco gauchos bajaron hasta Car men de Patagones, y
aun más allá. Total, el Beagle estaba siendo recauchutado en Punta Alta. El
13 de agos to, el grupo conseguía asilo en un for tín a la vera del río
Colorado. Un general de aspecto señorial les dio la bienvenida. “Don Juan
Manuel de Rosas, para servirle”, se presentó el anfitrión. Al rato, en su
choza, el es tanciero que se jactaba de poseer 300 mil cabezas de ganado
escribía en su diario nueve palabras secas: “llegó al cuartel general el
naturalista Mr. Car los Darvaien”. la caligrafía era mala; la ortografía, un
horror. Más tarde, a la luz de una vela, Darwin describía en su diario el
campamento. “Yo di ría que un ejército compuesto de gen tes con tal
apariencia de forajidos y bandoleros jamás podría haberse reu nido en época
alguna. Rosas tiene mucha popularidad, pero uno de sus dos bufones me
confesó que no per dona a nadie”, escribía. Fueron tres noches de sueño
tranquilo. No había qué temer Rosas, que acababa de de jarla gobernación de
Buenos Aires, tenía 600 indios como aliados. No le resultó fácil llegar al
Río de la Plata, donde se entretuvo recolectan do esqueletos de armadillos.
Esperó envano una escolta que lehabían pro metido pero nuncallegó, y debió
mar char leguas adivinando el acecho de los indios: en esas noches en vela,
se hizo íntimo de sus guías. Un mes más tarde anduvo por Paraná, siem pre
cargando su instrumental y un dolor de cabeza insoportable. Duran te buena
parte del año 1834, mientras Argentina se desangraba enuna mes tabilidad con
conatos de guerra civil, el Beagle buscó refugio en la lejana Pa tagonia.
Darwin no podía creerlo que veía. En San Julián, se asombró con el fósil de
un cuadrúpedo parecido al camello, preguntándose cómo podía comer en parajes
tan yermos. EnTie rra del Fuego, al ver a los aborígenes desnudos pese al
frío polar, verificó que el hombre es una de las especies que se adaptan a
su hábitat.
Mayo de 1834 lo encontró cruzando el peligroso Cabo de Homos, rumbo al
Pacífico. Entre una tormenta apa calípticaylos flechazos que les tribu taban
los aborígenes locales, rozaron la guadaña dela Parca. Pero los expe
dicionarios sobrevivieron para sertes tigos de un terremoto en Valdivia,
Chile. En marzo del año siguiente, Darwin y compañía pisaban por últi ma vez
suelo argentino. Una maña na soleada, mientras hurgaba en el suelo pedregoso
de las aftieras de Lu ján, en Mendoza, una vinchuca lo tomó desprevenido.
Apenas una pi cadura. El científico inglés se llevaba el peor souvenir local
que podía cargar el Mal de Chagas en la sangre. Antes de terminar su odisea
alrede dor del mundo, encontró su premio mayor en unas islitas perdidas en
los mapas: las Galápagos. Perplejo ante la constatación de que cada pequeña
isla era el hábitat de una variedad dis tintadetortugasy—sobretodo--depá
jaros pinzones, pudo unir las piezas del rompecabezas que venia arman do en
el viaje. Nacía una idea revolu cionaria, pero faltaban años para que el
mundo la conociera. Finalmente, el2de octubre de 1836 el Beaglevolvióa Gran
Bretaña. Darwin ya no era el mismo. El muchacho de 22 años que había subido
al barco se había transformado en un científico respetado. Más tarde, cuando
publi có sus observaciones zoológicas, su reputación creció más aún y llegó
a ser el presidente honorario de 57 aso ciaciones científicas ene! mundo.
El Mal de Chagas lo convirtió en un ratón de biblioteca a los 50 años. Pero
antes había tenido tiempo para hacer un poco de todo. En enero de 1839,
apenas tres años después de caminar por la planchada del Beagle por ulti ma
vez, Darwin daba el “sí, quiero”. Su futura esposa —una prima— sella maba
Emma Wedgwood,y era la an títesis de los problemas de fertilidad:tuvieron
diez hijos. Gracias a una generosa herencia patema, yen bus ca de algo de
paz para ordenar sus ideas, en 1842 los Darwin se muda ron a Downe, un
pacífico pueblito en el condado de Kent Charles armó un laboratorio y,
aunque era un agnósti co fervoroso, le daba el gusto a su mu jer cada
domingo de misa. En la igle sia, con la mirada perdida, pulía sus ideas
heréticas hasta que los codazos de Enmia lo hacían atenizar. Quería volver a
sus fósiles, a sus vitrinas ce nadas: la llave del candado parecía llamarlo
desde el bolsillo del saco. Quería estar en Wobbum Abbey, el lugar
recientemente sacado del olvi do histórico en el que expenmentaba con
plantas de hiedra. Quería seguir escribiendo sus ideas acerca de cómo se
perpetúa el milagro primigenio de la vida, lo que hizo hasta el último de
sus días, el 19 de abril de 1882.
El argumento central de la teoría de la evolución darwiniana —esbozada so
bre el Beagle— es la existencia de la va riabifidad hereditaria. Sus
experien cias con plantas y animales lo llevaron a postular que naturalmente
se dan variaciones en las especies, y que es tas pueden ayudarlas ono en la
lucha por la supervivencia. Mediante un proceso de selección natural —dice
Darwin—, entre todas las variantes de herencia sólo triunflíba la de los eem
piares que mejor se adaptaban a los desafios de su hábitat. Luego, aquella
adaptación favorable se transmitía entre generaciones.
Cuando Darwin publicó FI origen de lasespecies—en 1859-, ardióTroya. La
primera edición de la obra, de 1.250 ejemplares, se agotó en un día y fue
tema de conversación obligado en la Inglaterra victoriana. Amigos del na
turalista como T.H. Huxley —el buli dcgde Darwin- defendieron la teoría a
los gritos; muchos científicos de la época y todos los religiosos la defe
nestraron con parejo apasionamien to. De a poco, ellibraco se transformó en
una biblia del pensamiento cientí fico. Muchos tomaron prestados sus
conceptos yotros mejoraron lateoría. Los trabajos del austríaco Gregor
Mendel iluminaron aspectos que Darwin no supo explicar. Mendel sos tenía que
las bases de la herencia biológica eran unos organismos mi núsculos: los
genes. De allí enadelan te, se puso la lupa en el rol de la heren cia en la
evolución. Pero el verdadero salto adelante llegó en 1953, criando se dedujo
cómo era la estructura del ADN, el material hereditario que por
talainfonnacióngenética de cada ser vivo. La biología molecular permitió
investigarlas posibilidades devariabi lidad que tienen los genes de una es
pecie en particular. En los últimos tiempos, gracias a las técnicas de se
cuenciamiento del ADN, se investiga a nivel molecular el misterio dela evo
lución. Y los biólogos reivindican a Darwin: creen que las modificaciones
que surgen de generación en genera ción tienen que ver con cambios en el
fondo común de genes que toda po blación posee. Así, la selección natural
funcionaria a nivel genético.
Más allá de los remiendos posterio res que sufrió su teoría, algo es segu ro:
Darwin tuvo una de las ideas más revolucionarias de la Historia. Como
Galileo, se atrevió a desafiar a Dios, y llevando las cosas al extremo. Mu
chos creyeron que sólo el demonio podía negar la tarea del Creador para
sostener que el hombre desciende de los animales. Ahora, con las aguas más
calmas, un grupo quiere que el 12 de febrero sea el Día Mundial de Darwin.
“Con Shakespeare y New ton, es la mayor contribución britá nica al mundo”,
arenga Richard Dawkins, el presidente de la organi zación que fogonea el
homenaje. Puede parecer un gesto simbólico, pero para algunos es
imprescindible. Lo dice con todas las letras el biólogo Steve Jones: “Al
sumar a los fanáti cos religiosos, resulta que todavía hay muchos más
creacionistas que evo lucionistas. Son gente que delibera damente elige la
ignorancia. ¿En tienden por qué necesitamos un día de Darwin?”.
por Juan José Sanguineti*
¿Puede Dios coexistir con Darwin?
SI BIEN LA SIMPLIFICACION DE LA
DOCTRINA CRISTIANA SOBRE LA CREACION DEL UNIVERSO Y DEL HOMBRE PARECERIA
ESTAR EN DESACUERDO CON LAS IDEAS DEL NATURAUSTA INGLES, LA IGLESIA NO
DESACREDITA LA TEORIA DE DARWIN.
¿Es problemática para la fe cristiana la teoría de la evolución? Responderé
a esta pregunta con una serie de clarificaciones. La narración del Génesis
sobre la creación del Uni y del hombre no fue interpretada por la tradición
cristiana en un sentido literal. Fue vista como una comunicación didáctica,
adaptada a la mentalidad popular y envuelta en imágenes, de una verdad de la
fe: Dios es el creador del mundo y del hombre. Pero eso no significa que
Dios tenga que hacer cada cosa en directo y por separado. El Creador,
siguiendo un designio lleno de sabiduría, podía dar existencia a un mundo
que procediera genéticamente desde estadios imperfectos a otinsmás
perfectos, según leyes y mecanismos sobre los que nada dice La Biblia, pues
no es ése su cometido. La creación no se opone a la evolución, así como no
se opone a que nazcan nuevas personas, que sin embargo llamamos creaturas.
San Agustín pensaba que Dios creó de la nada una materia informe inicial,
que fue desarrollándose a lo largo del tiempo según un plan divino. Todo se
podía decir creado virtualmente en ese momento, que contenía potencialmente,
en sus causas y según leyes, lo que vendría más tarde. Santo Tomás estaba de
acuerdo con esta interpretación. Sin embargo, a partir del siglo XIII,
predominó una visión estática del Universo, y por eso se tendió a concebir
la creación como un acto de Dios que, de golpe y simultáneamente, daba el
ser al Universo tal como está ahora. Cuando en el siglo XIX apareció la
biología evolucionista, muchos cristianos la vieron como algo opuesto a la
creación. La confusión fue favorecida porque algunos científicos y filósofos
vincularon la teoría evolutiva a una ideología materialista (o pensaban que
la evolución excluía la creación divina). La Igíesia Católica fue muy
predente al respecto. Pío XII declaré en la encíclica Humani Genens que la
evolución era admisible para la fe católica si se trataba de todos los
vivientes y del cuerpo humano, a la vez que señalaba, en cambio, que la
parte espiritual del hombre (libertad, pensamiento) no podía surgir por pura
emergencia de la materia. Juan Pablo II, en un discurso del 22 de octubre de
1996, reafirmó esta posición, añadiendo que hoy el hecho de la evolución es
más creíble, aunque no existe una teoría evolutiva satisfactoria (hay muchas
versiones, discutidas ya veces enfrentadas). Añadiría tan sólo que la
creación divina no es obsersnble, ni inferible con los métodos científicos.
Como tantas cosas importantes, se conoce por implicación metafisica, o por
fe personal, como acto humano libre que responde a una Revelación divina.
* Decano de la Facultad de Filosofia de la Pontificia Universidad de la
Santa Croce (Roma, Italia).
origen de datos: revista viva.3/02/2002
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