por: JORGELINA NUÑEZ

la aparición de La revolución es un sueño eterno, en 1987, instaló en el adormecido campo literario argentino una pregunta que.desde entonces seha vuelto insoslayable: ¿Es posible interpelar a la historia desde la líteratura? Si bien libros anteriores, como algunas de las novelas de David Viñas para dar apenas un ejemplo, convocaban una interrogación similar, fue la obra de Andrés Rivera la que a partir de ese momento abrió una brecha para repensar las relaciones entre ambos territorios. Consultado al respecto, el propio autor es categórico. "Yo escribo sólo novelas", ha sido siempre su respuesta, rechazando de plano la adscripción y aún la existencia de algo corno la novela histórica. Su postura no es jactanciosa, parte de premisas diferentes. De un lado ubica la historia, o mejor, los textos que construyen la historia -pues eso que llamamos historia es un terreno absolutamente inasible- y que responden a ciertos protocolos de conocimiento, y del otro, la ficción, o sea la posibilidad de recrear sin ataduras ciertas figuras o episodios relevantes del pasado. La búsqueda de Rivera se orienta en una dirección que no es la de la verdad, ni siquiera la de la comprensión de los asuntos aludidos.

En la apelación al pasado encuentra el pretexto para elaborar una rnetáfora del presente capaz de movilizar en el breve tiempo de la lectura alguna reflexión. Y si dentro de la obra de este escritor, se señala La revolución como un hito, es porque su perspectiva se ha ido modificando sensiblemente desde sus primeros libros. Dos novelas -El precio, de 1957, y Los que no mueren, de 1959-, más tres libros de cuentos -Sol de sábado (1962), Cita (1966) y El yuyo y la marcha (1968) marcaban la primacía de un universo fuerternente ideologizado y rnaniqueo, en el que los personajes se definían por su pertenencia de clase y porque encarnaban determinadas posiciones en el juego del poder socia¡ y del poder económico. La lucha de clases ocupaba el centro de la atención del escritor y su representación ficcional ponía en marcha el motor central de su narrativa. La literatura de Rivera funcionaba por entonces como un correlato de su actividad como militante y dirigente sindical, y respondía a una concepción en la que era impensable la escisión entre el escritor y el hombre político.Digno heredero de la conducta de su padre -un trabajador que ejerció la dirigencia del sindicato textil-, Rivera había respirado en el hogar y en el trabajo los avatares del movimiento obrero argentino y la lucha por sus reivindicaciones. En sus empeños de esa época lo acompañaban Juan Gelman, Roberto Cossa y Juan Carlos Por tantiero, todos afiliados al Partido Comunista, con quíenes fundó la revista Nueva Expresión -que duró dos números- y luego un sello editorial en el que, no obstante primaba, como criterio de publicación, la calidad de las obras antes que las coincidencias ideológicas. Su expulsión del PC en 1964, señaló un camino de divergencias que iba a exceder lo político para fracturar de manera definitiva su visión de las cosas. Alejado de las cuestiones partidarias, prefirió aferrarse a un conjunto de principios hacia los que sigue profesando una lealtad incondicional. Y ahora es Hay que matar.Las consecuencias de esa fractura se hicieron visibles en Ajuste de cuentas, un libro de relatos que apareció en 1972 y en el que buena parte de la crítica encuentra el punto de inflexión de toda su obra. A diferencia de sus novelas anteriores, en las que la expresión de la violencia es el arma que le sirve para denunciar la opresión social y postular la posibilidad de una transformación futura, en este volumen su mirada da un giro radical. El cambio de perspectiva procede de la constatación de una derrota -tema que recorrerá de manera insistente todos sus libros posteriores-, fundada en la certeza de que la sociedad no se halla a las puertas de la revolución y que el aire equívoco de revuelta que se respira en aquellos años empieza a percibir los primeros signos de su fracaso más rotundo y definitivo. Es comprensible que ese descubrimiento sumiera a Rivera en el silencio. Silencio forzoso -las editoriales prefirieron abstenerse de publicar El verdugo en el umbral, que no apareció hasta 1994-, durante el cual se obligó a reflexionar sobre lo que había escrito y sobre el rumbo que a partir de entonces iba a tomar su literatura. Diez años después de esa pausa, una frase de Nada que perder resumiría su posición: " ... una poesía que corteja la laboriosa fecundidad de la semilla, los arroyuelos cristalinos, las auroras y el trémulo vuelo de los pájaros, y esquiva el dato humano, me resulta sospechosa. No le pido que vitupere una fatiga que se asemeja bastante a la esclavitud, o que la llore, y mucho menos que proponga fórmulas para remediarla. Le pido que no la olvide". Ya no propondrá fórmulas para revertir las desdichas sociales. Su prosa se tiñe ahora de desaliento y de nostalgia. Con una postura que se emparenta bastante con el pensamiento de Walter Benjamín, Rivera encuentra en el presente sólo escombros y ruinas. A la luz de la lejanía de la experiencia histórica, intentará iluminar algunos momentos que entrañan el secreto de lo que pudo ser y no fue. La utopía se recorta en el horizonte de su escritura como la síntesis de los sueños inalcanzables, que ha dado acaso la mejor definición sobre el ser argentino: "Pelear contra toda esperanza", según las palabras de Cufré, protagonista de En esta dulce tierra.Otras aperturas también se dieron cita en esa novela. Allí empiezan a percibiese los ecos de autores con los que Rivera entabla un diálogo interior: Faulkner, Chandier, Arlt, Onetti, Borges. Al Palermo mitológico y fundacional de este último, Rivera opone la conformación aluvional de Villa Crespo, un barrio en el que se superponen las tradiciones judías, de pogromes y de resistencias, las de republicanos españoles, anarquistas y partisanos. Rechazando cualquier mimetismo con sus idiomas de origen, les hace compartir a todos el espacio común de una lengua que se ha vuelto severa y mezquina de palabras. Porque para la época en la que publica Nada que perder y Una lectura de la historia, ya había consolidado eso que, a falta de otro nombre y para simplificar, suele llamarse estilo. Trabajosamente y a fuerza de contener el aliento en cada frase, Rivera había dado con la clave de su escritura.Del estilo que lo caracteriza ya se ha dicho bastante. En primer lugar que sus frases se fueron ajustando a un principio, de economía según el cual el silencio muchas veces le gana la partida a las palabras y que éstas, como revancha, insisten en volver sobre lo dicha en repeticiones que imitan el movimiento del mar: adelantan un dato y lo retiran, lo traen de nuevo hasta que no queda de él más que un recuerdo zumbón Como el ir y venir de las olas, la sintaxis de Rivera no es progresiva, es recesiva: siempre se guarda algo, retiene más de lo que entrega. En ese toma y daca, selecciona los vocablos y un instante después los corrije o los precisa. ¿Duda el escritor de la capacidad de sus lectores para retener la información que les provee? Más bien se diría que la repetición habla de su desconfianza en el lenguaje, en el carácter provisorio de la enunciación y su efímera eficacia. De los primitivos habitantes de El Sur del Sur, donde ubica la acción de Hay que matar, su última novela, dirá que "escribieron, pese a que sabían, desde los orígenes del agua y del fuego, que la palabra traiciona". Una retórica de preguntas sin respuestas se encarga, por su parte, de acentuar el carácter rítmico de su prosa. En esta dulce tierra (1984), La revolución es un sueño eterno (1987), El amigo de Baudelaire (1991), La sierva (1992), El famer (1996) y El profundo Sur (1999) siguen trabajando en la línea de la indagación que toma la historia como punto de partida, de manera más o menos distanciada, pero ponen la rúbrica a una forma de decir que se ha vuelto perfectamente reconocible. Del resto de su producción, El verdugo en el umbral (1994), La lenta velocidad del coraje (1998), Tierra de exilio (2000), junto con sus primeros libros, se dice que componen una saga autobiográfica, la otra vertiente de su narrativa. La idea de obra es generosa en un sentido y estricta en otra. Contribuye a fusionar en un solo cuerpo lo que un impulso clasificatorio divide, pero no se priva de dejar al descubierto en esa totalidad las reiteraciones tediosas, las zonas de auténtica tensión y las que responden al dominio del oficio. La literatura de Andrés Rivera, siempre al borde de cierta saturación, Juega con ese riesgo y lo convoca.

Una historia real

por:ANDRES RIVERA

Imaginen fines de la década del sesenta: vísperas de los dos cordoba-zos: del mayo francés; de la espléndida irrupción de Jean Paul Sartre en la política cotidiana, ésa de vender, por las calles de París, periódicos mal diagramados y cargados de consignas. Imaginen un gobierno militar, pomposo y feroz, en el país de los argentinos. Imaginen una casa criolla, de principios del siglo XX, y de habitaciones grandes, techos altos, patios Alsina al 900. Allí en esa casa, funciona el Sindicato de Prensa-Capital. Sus dirigentes son Emilio Jáuregui (asesinado, poco después del episodio que intento relatar, en una oscura calle porteña) y Eduardo de Jozami, actual representante del desolado y desolador Frepaso en la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires. Los otros, los demás -recuerdo a Oscar Spinelli, a Milton Roberts- éramos periodistas. Y jóvenes. Comíamos pucheros interminables en la Avenida de Mayo, en madrugadas interminables. Los patotas fascistas tenían por rutina atacar la sede del Sindicato. Y nosotros defendíamos esa sede, crispados y efusivos. Durante uno de esos asaltos, cuando se acallaron las blasfemias y los hierros, Milton Roberts, que era alto, que era delgado, que era dueño de una ironía muy british, me contó esta historia: Su padre había sido comisario de policía en la Patagonia, ese mundo ignorado. Un día o una noche, el padre de Milton Roberts recibe una información: tres asesinos a sueldo de la compañía más poderosa y omnipotente del Sur habían asesinado a un poblador. De sus escasas tierras, deseaba hacerse dueña la citada compañía a precio vil. El poblador se negó. Entonces, lo mataron. El comisario salió en persecución de los criminales. Abatió a dos, y apresó al tercero. Cuando el padre de Milton Roberts regresó a la comisaría, después de una larga galopada, y con su prisionero, que le había confesado quién pagó el homicidio y su impunidad, encontró, sobre el escritorio, un papel. Lo leyó con detenimiento: el papel le comunicaba que se le agradecían los servicios prestados, y que se le otorgaba la jubilación. Treinta años, o algo más, esa historia anduvo conmigo. El núcleo de esa historia volvía a mí, esporádicamente, sin exigencias. Hasta que, casi por azar, una fría mañana del 2000 me senté a escribirla.

FRAGMENTO
por :ANDRES RIVERA

Byron Roberts era su nombre. Comisario, Byron Roberts. Comisario de policía en El Sur. En El Sur del Sur. Veinte años comisario. ¿Veinte años? Tal vez más de veinte años. Tal vez veinticinco. Veinte, veinticinco: las cuentas siempre dan mal. Byron Roberts no recordaba cuándo fue la última vez que alguien pasó por El Sur del Sur, y le mostró papeles que, si Byron Roberts hubiese leído, dirían vaya a saber qué de su foja de servicios, de sus ascensos, de las carencias de la comisaría a su cargo, del velado hastío que recorría la letra de los opacos informes que dirigía allá,arriba de El Sur deL Sur a un indolente' grupo de burócratas. Antes que comisario, fue Byron Roberts, poblador. Hijo de Milton Roberts, poblador. Era dueño de unas pocas leguas de tierra, Milton Roberts, poblador. Y de ovejas. No muchas. Y de cuatro o cinco perros y dos o tres caballos. Buenos, los caballos. Milton Roberts llegó a esa infinita desolación, a esa soledad indiferente a la ira de Dios, a esa soledad sin eco, desde un puerto que olía, obviamente, a pescado, orines, a la humedad de rollos de gruesa soga, a carbón, whisky.

, Milton Roberts caminólas maderas de un viejo muelle, construido por bucaneros que servían al invencible reino de Inglaterra, y que todavía usaban sus herederos: lores, miembros de la Cámara de los Comunes y, también, miserables que pernoctaban en asilos de piedra o en chozas derruidas por los sistemáticos extravíos de la Naturaleza y la sal del mar. Milton Roberts, joven, caminó ese muelle, y subió a un barco de velas crujientes, y el barco lo llevó a El Sur del Sur. Y Milton Roberts, que llegó a El Sur del Sur, joven, hombre, flaco, duro, educado en los silencios de la mezquina aldea en la que nació, y en la que mujeres, hombres, chicos, viejos, muertos, putas, que respetaban los indescifrables mandatos del Cielo, hablaban nada

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